¿Cuándo se jodió la humanidad?

Por Luis Suárez-Carreño*
Parafraseando al recientemente fallecido Vargas Llosa, las noticias que llegan de Gaza, esa ración cotidiana de horrores, a pesar del bloqueo a la prensa impuesto por Israel, invitan a preguntarnos ¿cuándo se jodió la humanidad?
Hablo de humanidad en todos los sentidos del término, como conjunto humano y como capacidad de empatizar; su degradación se ha acelerado a medida que el Mediterráneo se iba convirtiendo en una tumba masiva, que Trump empieza la expulsión masiva de personas que considera de segunda, y según proliferan los conflictos bélicos extractivos, silenciosos, invisibles, en paralelo a como brotan y medran las opciones neofascistas… al tiempo que en Ucrania hemos aprendido que el principio que prevalece en la gestión de los conflictos internacionales no es la búsqueda de una paz justa sino de saneados negocios, y que la gran potencia militar mundial expresa abiertamente un renovado afán neocolonial (Canadá, Groenlandia, Panamá…). En tanto que Europa, ese faro de civilización sin voz ni voto en conflicto alguno, ha decidido que la mejor respuesta a ese panorama es la carrera armamentista.

Y ello ante la indiferencia de muchos y la impotencia de todos; mientras Naciones Unidas y otras instituciones internacionales como la Corte Penal Internacional agonizan, la humanidad muestra su indolencia ante la barbarie. Menos de un siglo después de la reinvención de un mundo supuestamente anclado en el respeto a los derechos humanos, ya sabemos cuándo empezó a joderse la humanidad: estamos asistiendo a ese momento. El sistemático genocidio en Gaza, a lo largo ya de 18 meses, prácticamente sin interrupción y sin perspectiva alguna de finalización, supone probablemente la vuelta de tuerca definitiva para la pérdida de nuestro resto de humanidad. Las rabietas del genocida Netanyahu, en desesperada huida (hacia delante) de sus problemas judiciales sobre los miles de cadáveres y los escombros de Gaza, se traducen en el incumplimiento de las precarias treguas, en el mantenimiento del bloqueo a la entrada de provisiones y bienes básicos a la franja (Naciones Unidas denunciaba el pasado 21 de abril 50 días de bloqueo total de ayuda humanitaria a Gaza)… y en la comisión diaria de crímenes de guerra; entre los más recientes, el asesinato frío de un equipo de 15 trabajadores humanitarios, en plena operación de rescate, que el ejército israelí había ocultado, enterrando cadáveres y vehículos, hasta que fue descubierto gracias a grabaciones de cámaras de las propias víctimas cuando finalmente sus restos fueron recuperados. El gobierno israelí ha liquidado el tema como un error profesional atribuible al estado mental de sus tropas.
Pero ¿sirven de algo las palabras? ¿quedan palabras, por altisonantes que sean, que no hayan ya perdido sentido de tan usadas, reiteradas… normalizadas? ¿No es cierto que la mayoría ya pasamos de puntillas por la información sobre Gaza por ser algo ya sabido, que solo añade un grado de nausea y casi queremos evitar?
Quizás el principal logro del actual ciclo de terror sea incapacitarnos para expresar nuestros sentimientos, aquello de ‘no encuentro palabras’… y, finalmente, incapacitarnos para simplemente sentir algo más allá de nuestro entorno inmediato.
El horror cotidiano normalizado produce una paulatina transformación de los valores o principios éticos colectivos, incluso de los estándares legales y morales internacionalmente consensuados, producto en su mayor parte de la difícil digestión de las últimas grandes conflagraciones y horrores colectivos, particularmente de las dos guerras mundiales en el siglo XX.
Recientemente, en una secuencia de contexto histórico relativa al atentado del 11 de septiembre de 2011 contra las torres gemelas de Nueva York (de una película cuyo nombre es secundario) se reproducía la primera alocución al país del entonces presidente George W. Bush, a eso de las 20:30 de aquel mismo día. El presidente, visiblemente conmocionado y en ropa de faena, entre otros mensajes, dice ‘He dirigido la totalidad de nuestros medios de inteligencia y fuerzas armadas a encontrar a los responsables (del atentado) y entregarlos a la justicia’. Esa frase me chocó, algo sonaba radicalmente anacrónico; caí en la cuenta de que en poco más de 20 años la noción misma de lo que es éticamente aceptable en la lucha política -y bélica- ha mutado como si hubieran transcurrido siglos de evolución moral, en marcha atrás, claro.
En abril de 2025 la idea de que a los terroristas (con independencia de la mucha matización que ese término requeriría) se les ha de detener y juzgar resulta francamente naif. El realismo oficial ha impuesto en este lapso una progresiva simplificación de la doctrina de persecución del enemigo, real o inventado, que podría resumirse en esta serie evolutiva:
i) localización, detención, juicio y condena de los culpables;
ii) localización, eliminación (aceptando como inevitables ciertos daños colaterales, y aunque la eliminación sea objetivamente una ejecución extrajudicial en frío; ejemplo paradigmático, el asesinato en 2011 de Bin Laden ya cautivo e indefenso, con Obama al mando);
iii) sospecha de presencia del enemigo, destrucción del lugar y aniquilación de sus ocupantes, sean estos quienes sean.
Hoy ya nos encontramos, de la mano del IDF (ejército israelí), en un nivel superior en esta escalada de métodos cada vez más expeditivos -e indiscriminados-: La criminalización del conjunto de población vinculada con los supuestos terroristas, a la que se someterá a su destrucción sistémica por medios militares y a su extinción por el bloqueo de suministros básicos y destrucción de la infraestructura sanitaria y de defensa civil, dando por justificado cualquier daño colateral previsible, en ocasiones deliberado, sobre organizaciones humanitarias, observadores y periodistas. El enemigo terrorista pasa así a ser poco más que un señuelo: Hace tiempo que el mundo sabe que el genocidio en Gaza no es una respuesta a los atentados de Hamas en octubre de 2024, sino que estos fueron sólo la excusa para la aceleración a gran escala de una limpieza étnica que ya venía perpetrándose lentamente.
También sabemos que el terrorismo de Estado no es nuevo ni mucho menos pero hasta ahora los gobiernos lo practicaban a escondidas mientras hipócritamente se afirmaba el respeto al estado de derecho y se rechazaba la doctrina del ojo por ojo; ahora el terrorismo estatal u oficial se ha institucionalizado al tiempo que el concepto de justicia se ha degradado en puro revanchismo; la reacción frente al terrorismo no oficial -sin entrar en los muchos matices que el concepto de terrorismo exigiría- ya no se guía por la sed de justicia sino por la sed de sangre.
Por el camino no sólo se ha quedado el respeto al estatuto de Roma sobre crímenes de guerra y otros principios y consensos internacionales, sino cualquier pretensión de juego limpio, justeza o nobleza en el ejercicio de lo que alguna vez se llamó arte de la guerra; a todo ello ha ayudado la propia tecnología, que mediante armas como los drones o misiles teledirigidos permite ejecutar matanzas a distancia, sin riesgo humano alguno para el perpetrador, aunque, obviamente, incrementando el riesgo de error en destino. Cobardía e indiferencia por los daños colaterales son así los atributos característicos de los ejércitos contemporáneos. En particular, en el caso del IDF, es la combinación de fanatismo teocrático, tecnología punta y desprecio a la legalidad internacional, aplicada contra un pueblo indefenso, la que estamos a punto de homologar como nueva normalidad del derecho internacional. Una matanza -militar y humanitaria- a la que absurdamente los medios siguen llamando guerra.

Y la cuestión ahora es saber cuál será el siguiente Estado, nación o grupo étnico que decida, amparándose en la impunidad israelí y en aplicación de una visión similar, supremacista y expansionista, acabar con un pueblo o minoría vulnerable que se interponga en su destino manifiesto, especialmente si el colonizador es amigo o socio del que sigue siendo gran gendarme mundial, es decir, EEUU, o le ofrece a este tierras raras u otras ventajas competitivas para paliar su pérdida de hegemonía económica y comercial. Y cómo podrá la comunidad internacional oponerse a este próximo genocidio habiendo tolerado el del pueblo gazatí.
En ocasión de los juicios de Nuremberg desarrollados entre 1945 y 1949 contra los criminales nazis, se estableció la figura legal de los crímenes de lesa humanidad -o contra la humanidad- que tipifican los actos de especial crueldad contra población civil, cuya imprescriptibilidad (imposibilidad de ser perdonados o amnistiados) se estableció en 1968 en la Convención de la Asamblea General de NNUU. Más allá de la amarga ironía que supone que el Estado que hoy pretende representar a la comunidad que entonces fue la principal víctima de aquellos crímenes sea hoy el perpetrador de estos, e independientemente de que, de acuerdo a la legislación internacional de los derechos humanos, los actos de Israel en Gaza se puedan calificar, además de como genocidio, como crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, Gaza objetivamente convierte a toda la humanidad, paradójicamente, en cómplice de crímenes contra la humanidad. Se trata, en definitiva, de un suicidio moral colectivo que despeja el horizonte para otras posibles atrocidades futuras por parte de cualquier otro pueblo elegido, es decir, autoelegido.
La impotencia ante la matanza de inocentes que se despliega, cotidiana, ante nuestra mirada amenaza literalmente a la humanidad en su conjunto. A una humanidad que pretenda seguir siendo digna de tal nombre y que dentro de unos años no sea más que un recuerdo sobre la que solo cabría preguntarse ¿cuándo acabó de joderse la humanidad?
Comparte este artículo, tus amig@s lo agradecerán…
Mastodon: @LQSomos@nobigtech.es; Bluesky: LQSomos;
Telegram: LoQueSomosWeb; Twitter (X): @LQSomos;
Facebook: LoQueSomos; Instagram: LoQueSomos;