De brutos a brutos

De brutos a brutos

Nònimo Lustre*. LQS. Agosto 2020

Cuando la Humanidad extermina a los animales, malo. Pero es peor cuando los esclaviza –para matarlos antes o después- porque los embrutece por generaciones sin cuento. Y también los enferma físicamente para que nos transmitan sus zoonosis a cambio de las antroponosis que los humanos les hemos inoculado. Para mayor inri, los milicos antiguos y modernos sufren crisis esporádicas de imaginación animalista. En esos arrebatos, experimentan la mejor manera para que los brutos irracionales les ayuden a matar a los otros brutos racionales –léase, el Enemigo. Lo han intentado con todos, desde las aparentemente inofensivas aves migratorias que se utilizan en las guerras bacteriológicas hasta los mayores paquidermos que se usaron en las guerras antiguas. Por estúpidos aterrorizados y por sumisos babeantes, los caballos y los perros han sido mutados en armas preferenciales pero incluso en estos casos obvios de abuso animal –con independencia de género-, ha habido estrepitosos fracasos. Ejemplo: los perros bomba anti-tanques de la IIWW; tras miles de horas de entrenamiento, o los mataban los tanquistas antes de que se metieran bajo la panza del blindado, o se confundían y volvían con sus entrenadores con la relojería y el contacto a punta de caramelo.

Los ‘mayores paquidermos’ –los elefantes-, son muy atractivos para la niñez. En la madrileña Casa de Fieras del Retiro, siempre hubo un elefante solitario. Yo conocí al último, el famosísimo Perico, a quien dábamos cacahuetes porque, en materia gastronómica, creíamos que los monos omnívoros y los elefantes herbívoros sólo se diferenciaban por su tamaño -¿de los manjares o de los animales? Años después, mejoré mi formación en Proboscidia gracias a la lectura de Salambó (Flaubert), tremebunda novelota orientalizante que rezuma vaharadas de incienso, pachuli y lavanda destilada con comino. Salambó es heredera de Tanit/Lilith, la diosa del bozo. Como in illo tempore yo no tenía ni asomo de bozo, supuse que su iracundia divina nacía de la elusiva víscera del bozo que, por magia simpática, debía estar cerca del no menos elusivo hígado -como todos los niños sabíamos, cuévano itinerante de los malos humores.

Una de las primeras imágenes de Salambó no es precisamente heroica: Hannon (Aníbal) irrumpe en escena quejándose de la opresión extranjera… y de la carestía de la vida: “Ayer mismo, por un bañero y cuatro pinches de cocina, di más dinero que en otras ocasiones por un par de elefantes”… Y continúa con abundantes referencias a esos paquidermos: “Aquellos animales eran el orgullo de las grandes familias púnicas. Habían llevado a los abuelos, triunfado en las guerras, se les veneraba como favoritos del Sol… eran los vencedores de Régulo; el pueblo les quería; debía tratarse con esmero a aquellos antiguos amigos… Hannon, hizo refundir las planchas de cobre que cubrían su pecho, dorar sus colmillos, ensanchar sus torres y cortar las piezas de la mejor púrpura para las gualdrapas bordadas con franjas preciosas…. En seguida retembló el suelo, y los barbaros vieron avanzar en una sola línea todos los elefantes de Cartago, con sus colmillos dorados, las orejas pintadas de azul, cubiertos de bronce y balanceando sobre sus formidables torres de cuero en las que había tres arqueros con el arco tendido.”

Paginas adelante, Flaubert se deleita en las boucheries causadas por los colmillúos orejudos:

“Apenas si los soldados pudieron defenderse. Los elefantes atravesaron aquella masa de hombres y los espolones de su pretal la dividían, los puñales de sus colmillos la removían como rejas de arado; cortaban, rajaban, partían con las hoces de sus trompas; las torres, líneas de cohortes, semejaban volcanes móviles. Los terribles animales al cruzar el llano, trazaban nuevos surcos… Pasaban a través de las falanges, como los jabalíes por el monte bajo; arrancaban las estacas del campamento con sus trompas. Lo atravesaron de un extremo a otro derribando las tiendas con el pecho… Los espolones, como proas de navío, hendían las cohortes. Con sus trompas ahogaban los hombres, o levantándolos del suelo los entregaban a Ios soldados de las torres; con sus colmillos les despanzurraban, les lanzaban al aire, y entrañas palpitantes pendían de aquellos como los rollos de cuerdas cuelgan de los mástiles.”

Pero, como predica la canción, todo tiene su final / nada dura para siempre. Los elefantes no son invencibles. Son inestables y asustadizos –de ahí el chiste del monstruo encaramado a un taburete porque ha visto a un ratón. A veces, hasta unas simples teas les enloquecen:

“Los elefantes salieron. Pero los mercenarios, provistos de teas tomadas en los muros, avanzaban por la llanura rodeados de llamas y las enormes bestias asustadas corrían a precipitarse al golfo, donde se mataban unas a otras pugnando por huir y se ahogaban bajo el peso de sus corazas”.

Y, si enloquecen, suelen dar media vuelta y arremeter contra sus propias tropas:

“Los elefantes, asustados por aquellas llamas huyeron. El terreno estaba en pendiente allí y los cartagineses al ver la luz de aquellos animales, les echaron jabalinas que acabaron de irritarles, y con sus colmillos y bajo sus pies aplastaban a los cartagineses, les ahogaban, les destrozaban.”

En tal caso, los cornacs o mahouts [indios en la traducción de Flaubert], los caballeros o jinetes de elefantes, sólo pueden ejecutar medidas extremas:

“Irritados por las heridas retrocedieron; entonces, los indios cogieron el escoplo y el martillo [ankush, diríamos hoy] y aplicando aquél sobre la nuca dieron un gran golpe. Los enormes animales cayeron unos sobre otros. En aquel montón de cadáveres y de armaduras un elefante monstruoso llamado Furor de Baal, cogido por la pata entre cadenas, gritó desesperadamente hasta la noche, pues tenía una flecha en un ojo.”

Como lustros después pude colegir, Flaubert atinaba en el grueso de sus datos bélico-etnográficos. Dicho de otro modo, no estuve mal informado sobre Cartago y sus elefantes de guerra. Aun así, con el tiempo lo contrasté con algunos (pocos) artículos científicos.

Por uno dellos, me enteré de lo pésimamente que se había entendido una de las mayores ‘hazañas bélicas’ que diseñó Aníbal durante la II Guerra Púnica: el cruce del Ródano. Los Clásicos romanos nos contaron que Aníbal cruzó ese río subiendo a sus elefantes –más de 37 en esos momentos- en unas balsas o almadías con la mala fortuna de que algunas zozobraron ahogándose sus mahouts. Pero los elefantes salvaron los 800 mts. del vado pisando el fondo y esnorqueleando con su trompa. No me pregunten si el Ródano tiene vados donde el agua cubre menos de 3 o 4 mts. porque la anécdota es visualmente digna de Jólibu pero toda se viene abajo cuando nos enteramos de que los elefantes son buenísimos nadadores. Por ende, las almadías eran innecesarias –de hecho, los elefantes cruzaron a nado el Ródano cargando con hombres e impedimenta.

La imagen que más fama popular dio a Aníbal es su archiconocida travesía de los Alpes. Una proeza inaudita que le incrustó en la Historia con letras criselefantinas –nunca mejor dicho aunque eso de elefantina no tenga nada que ver con nuestros amados probóscides. El gran Polibio nos enseñó que los soldados cartagineses –en realidad, de una docena de etnias y naciones-, tardaron tres días en limpiar el paso para los elefantes. Desgraciadamente para el Clásico, fue al revés, fueron las bestias quienes abrieron camino. Et pour cause, porque calculan el paso con sus trompas y son tan seguros como las cabras montesas. No por despeñamiento sino por inanición, a los Alpes sobrevivieron pocos –y sólo uno sobrevivió a la travesía ‘menor’ de los Apeninos.

Durante los 17 años que Aníbal ocupó Italia/Roma, quizá hubieran sido un arma de destrucción de cosechas porque pastan día y noche. Pero, al volver precipitadamente Aníbal a Cartago, los elefantes de refresco fracasaron estrepitosamente y es que, en la final y decisiva batalla de Zama (202 ane; ver collage arriba), se asustaron del griterío de los legionarios romanos, enloquecieron y dieron media vuelta contra los cartagineses. Algunos creen que eran jóvenes elefantes sin entrenar (ver Edwards, Jacob (2001) “The Irony of Hannibal’s Elephants”, en Latomus, http://www.jstor.org/stable/41542312

Como, por muy científicos que parezcan, es imprescindible cotejar cien veces los artículos, me apliqué esa máxima yéndome a dos autores que citan al anterior pero para rebatirlo y polemizar con él. Estos estudiosos, identifican la subespecie que Aníbal llevó a Roma: fue el elefante ‘africano’ (Loxodonta cyclotis) o elefante de selva –no de sabana-, que todavía existía en el norte de África y que es de menor tamaño que el elefante propiamente africano subsahariano y también menor que el elefante hindú –pero alguno de estos últimos llegó a los Alpes, como el coloso de nombre Surus, el Sirio.

Charles y Rhodan hacen un extensor recuento de las guerras más notorias en las que se usaron elefantes –hubo ejércitos que, dícese, contaron con 6.000 dellos-. De su paper, incluso se puede sospechar que Alejandro el Magno no pasó más allá del río Indo porque fue derrotado por miles de elefantes hindúes. También añaden que los orejudos nunca fueron absolutamente determinantes pues, desde Pirro –el de las dudosas victorias-, se sabe que unos defensores experimentados pueden hacerles frente. Asimismo, rebaten que los elefantes de Aníbal le fueran de alguna utilidad en aquella guerra de tierra quemada -arrasando los cultivos romanos- que duró 17 años puesto que, coincidiendo con Edwards, sólo un ejemplar sobrevivió al primer invierno itálico.

Finalmente, calculan que los cartagineses emplearon en la batalla de Zama a unos 80 elefantes –¿entrenados o bisoños?-. Pero, para ese día, los romanos habían aprendido a combatirlos -¿enseñanzas pírricas?-. De ahí que, con alaridos y con el estruendoso sonido de trompetas y cuernos (tubae cornuaque), provocaran la estampida antes citada (ver Charles, Michael B. y Rhodan, Peter (2007) “Magister Elephantorvm: A Reappraisal of Hannibal’s Use of Elephants” en The Classical World, http://www.jstor.org/stable/25434049

En lo que atañe a Hispania, el incidente del asedio a Numancia ilustra sobre la psicología y los pánicos masivos de los elefantes:

“Tras la “batalla de la vulcanalia” el 23 de Agosto del 153 a.C., donde los romanos sufrieron una imponente derrota, el cónsul Nobilior se encuentra acampado en las cercanías de Numancia a la espera de refuerzos. Los recibirá del norte de África gracias al númida Masinisa: trescientos jinetes de caballería númida [seudo-cartaginesa] y diez elefantes, animal nunca visto en las tierras de la Celtiberia. El cónsul intenta de nuevo la conquista de Numancia.

Nobilior dispone a su ejército en las cercanías de la ciudad ocultando con mamparas a los elefantes en la retaguardia. Los numantinos salen de su ciudad para presentar batalla, cuando esta se inicia los romanos abren filas dejando al descubierto los enormes animales, que se lanzan contra los numantinos, causándoles una enorme sorpresa, los numantinos presos del terror y espantados sus caballos huyen a refugiarse en su ciudad mientras el ejército romano se acerca a las murallas de Numancia.

Entonces surge lo inesperado: un elefante es alcanzado por una piedra lanzada desde las murallas, el animal lanza un espantoso bramido y dando media vuelta arrolla a los soldados romanos que encuentra a su paso. El pánico se trasmite al resto de los elefantes que imitan al primero y cargan contra los romanos. Los numantinos se arrojan sobre los romanos al ver el desorden causado por los elefantes, matando a 4.000 romanos y a los elefantes. La derrota romana es total. A Nobilior solamente le quedaban 10.000 hombres, por lo que se vio obligado a abandonar Numancia” (blog Tierra Quemada. Asociación Cultural Celtibérica)

Pa’ lo que me queda de estar en este convento, me cago dentro

Los elefantes se han utilizado en la guerra contemporánea hasta casi la actualidad aunque ahora se les esclaviza sólo a efectos laborales, de turismo y como atracción de ceremonias religiosas. Pero, como están domados individualmente pero no domesticados como especie, el mahout lleva siempre su arma letal: el ankush –anathotti en India-, equivalente al arma corta que llevan los milicos oficiales -inútil contra el enemigo pero efectiva contra los soldaditos que intenten darse la vuelta.

Y siguen siendo un pretexto para empuñar las armas regias. El rey Juan Carlos I (campechano y/o emérito) es el paradigma de esta psicopatía arcaizante. Es lo que tiene haber practicado desde su remota infancia con armas cortas y largas. Fruto de esta ‘familiaridad’, el 29.III.1956 -Jueves Santo-, se le escapó un tiro cuya bala impactó en la frente de su hermano pequeño Alfonso Cristino Teresa Ángelo Francisco de Asís y Todos los Santos de Borbón y Borbón quien sólo tenía 14 años pero ya contaba con una nutrida experiencia cinegética como atestiguaron el diario monárquico de turno y las cabras montesas de Guadarrama.
A partir de aquella señalada fecha, el rey de Hispania continuó guerreando contra cuanto bicho se le pusiera en las gónadas. Hito señalado en este conflicto racional/irracional, fue el ursicidio o fusilamiento del drogado y emborrachado oso Mitrofán, (año 2006) quién sabe si perpetrado para vengar a aquel rey godo al que se previno “Espabila Favila que viene el oso”. Pero la apoteosis de esta guerra asimétrica entre el rey y los otros irracionales llegó en abril del 2012 cuando uno de los contendientes se vió obligado a pronunciar la tan ensayada como absurda frase “Lo siento, me he equivocado y no volverá a ocurrir” (¿equivocado en qué y qué es lo que no ocurrirá?), una sentencia que no pasará al bronce porque, dada su ambigüedad, fue una escandalosa declaración de guerra contra el pueblo español y ese tipo de soflamas tiende a ser engavetado por los cortesanos.

El caso es que, en aquella Botswana de caza enlatada para magnates, los elefantes, herederos de una milenaria manía de esclavizamiento y guerrerismo ajeno, murieron (físicamente) matando (simbólicamente) Se enfrentaron heroica y anónimamente a las escopetas pavonadas y blasonadas de un rey y murieron pero con las pezuñas puestas, como los Loxodonta de Aníbal. No podrá decirse lo mismo de sus cazadores.

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