De “hacer el juego a la derecha” y “la obediencia debida”

Una de las mejores cosas que se pueden hacer estos días es ver la película “Hannah Arendt”, sobre la peripecia personal e intelectual de la politóloga judía del mismo nombre que revolucionó las ciencias sociales con sus estudios sobre la criminalidad institucional en las sociedades desarrolladas. Ante todo porque el film arroja luz sobre temas que ahora mismo son debate público en los países que gracias a la rebelión de los indignados exploran nuevas formas de hacer política que no conlleven “hacer superfluos a los seres humanos”. 
 
Resumiendo en una sola idea lo que la autora de Los orígenes del totalitarismo, Eichmann en Jerusalém y Sobre la revolución expone a través de esta magnífica pieza cinematográfica diremos que, según Arendt, el principal peligro que acecha a la personas es dejar de pensar por sí mismas y delegar sus vidas en líderes y jerarquías. Esa es la estructura que alimenta la “banalidad del mal”, porque cuando hombres y mujeres abdican de su condición vital, escudándose en “la obediencia debida”. pasan a ser meros burócratas sin referencias morales y son capaces de los abusos más extremos secundando normas injustas aunque legales.
 
Hacer superfluos a los seres humanos es lo que hicieron el nazismo y el stalinismo, experiencias totalitarias desde la derecha y desde la izquierda. Dejar de pensar por uno mismo, suspendiendo su dignidad, era lo que pretendían y lograban sus regímenes respectivos. Delegar en líderes y jerarquías era la herramienta que conducía a la servidumbre voluntaria, que en la película se concreta en la denuncia de la actitud del Consejo Judío en los campos de exterminio como hilo conductor de la resignación inducida al decir Arendt que entre “la resistencia y la sumisión hay un intermedio”. La incomprensión de los académicos e intelectuales de la época (como en su día Platón o Aristóteles ante el distanciamiento de la democracia ateniense del elitismo), que le acusan de hacer el juego a los nazis por atreverse a insinuar la responsabilidad in vigilando de esas instituciones sionistas en la culminación del holocausto. Solo los jóvenes, sin experiencia suficiente para la socialización negativa, entienden el mensaje profundamente ético de esta reflexión (como en el 15M) porque la mentalidad rutinaria de la “mayoría silenciosa” vegeta y se instala mecánicamente en el vacío dejado por los valores humanos en retirada y la falta de moralidad política (el deber ser). Sin dejar opción para atajos o excepciones. Preguntada Arendt por qué habla de crímenes contra humanidad si el genocidio se aplicó solo al pueblo judío, ella responde “que la agresión contra un grupo humano es un ataque a la dignidad todo el género humano”.
 
Cuando el mundo estaba bien repartido, buenos y malos, las fronteras ideológicas eran precisas y significativas. Izquierda y derecha, en origen una simple referencia de la posición de los miembros de la asamblea en la Revolución Francesa a uno u otro lado del presidente de la cámara, eran términos cargados de sentido político. La derecha representaba a quienes pretendían mantener en esencia las tradiciones y los valores del ancien regime y, por contra, la izquierda a aquellos que se situaban en sus antípodas, siendo partidarios de una transformación social que superara el pasado atávico. Grosso modo: ricos y pobres; burgueses y proletarios; conservadores y progresistas, libertarios y liberticidas. Esas eran las pautas que reivindicaba la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789.
 
Pero desde esa fecha inaugural de lo que hoy podemos llamar “el modo de vida occidental”, basado fundamentalmente en la representación política institucional como modo de acceso al poder y la igualdad ante la ley, jibarización ambas de la famosa divisa “Libertad, igualdad y fraternidad”, en el mundo han ocurrido muchas cosas buenas y malas. La comuna de París en 1871, la Gran Guerra de 1914, la Revolución Rusa de 1917, la Segunda Guerra Mundial de 1945, la caída del bloque comunista en el periodo 1989-1991, el 11-S de 2011 y la crisis capitalista global de 2008. Ello, por concretarlas en unos pocos hitos, que resumen las grandes convulsiones sociales que entre el siglo XVIII y el XXI comprometieron en distintos escenarios a ambas ideologías antagónicas.
 
En ese clima de, primero, lucha de clases y, más tarde, guerra fría, los dos bandos trataron de fidelizar a sus seguidores alertando ante posibles traiciones e infiltraciones, generando como resultado un clima de sospecha, recelo y animosidad sobre toda actitud o expresión crítica o disidente que pareciera cuestionar sus principios. Distintas en el contenido, pero similares en su intención, las diatribas de los doctrinarios terminaban retroalimentándose del mismo fanatismo. Para la derecha el discrepante era un rojo peligroso, un antidemócrata, un comunista y ya en la postmodernidad un terrorista. Su credo exigía lavar la ropa sucia dentro de casa, porque dar pábulo a errores o atropellos entrañaba una traición imperdonable. La izquierda no se quedaba atrás en sus acometidas. Los términos socialfascista o la expresión hacer el juego al enemigo, eran moneda de curso corriente en sus filas, y solo una humillante y pública autocrítica con inevitable reconocimiento de culpa podía dar lugar al perdón y, llegado el caso, a la reinserción. En uno y otro caso, la bestia negra siempre estuvo en el campo de los “renegados” y “revisionistas”.
 
Con este modelo como bandera, ocultando todo lo malo, indecoroso e impresentable bajo de la alfombra, derecha e izquierda marcaron su territorio durante casi dos siglos, creando sistemas distintos y distantes pero identificados en su integrismo. De esta forma –la función crea el órgano–, andando el tiempo y cuando las condiciones económico-sociales alteraron desde la base el status de sus respectivas clientelas, introduciendo “clases” intermedias en lo que hasta entonces había sido una estricta bipolaridad arriba-abajo, las estructuras comenzaron a mutarse. Derecha e izquierda se centraron, una para conseguir apoyo y votos en los sectores desclasados del viejo proletariado, y su enemigo, para restaurar la sangría de lealtades que el desarrollo económico ponía al alcance de sus hasta entonces incondicionales. Sin embargo, ese deslizamiento en las preferencias políticas había obrado el milagro no previsto (otras vez las consecuencias indeseables de los actos voluntarios) de haber modificado sus raíces ideológicas. La derecha dejó de ser vista por la opinión pública (cada vez más opinión publicada) como el Atila de los pobres y la fama de Nosferatu, inoculada a la izquierda por la casta dirigente, perdió fiereza.
 
En resumen, lejos de cumplirse el objetivo fundacional de ser una alternativa de la otra a cara de perro, el nuevo territorio emergente las situaba, en vez de como bandas enfrentadas, como bandos complementarios. La alternativa dejó paso a ser alternancia y con ella vino la magia taumatúrgica del consenso. Un rodillo que se incorpora ad eternum a las ya entronizadas institucionalmente derecha e izquierda, cuando el fenómeno de la corrupción emerge como placenta del nuevo estado de buena esperanza. La necesidad de mantener engrasadas sus maquinarias de representación y el hábito de la como “razón de Estado”, les habían conducido a una callejón sin salida. Un olvido de sus primitivos ideales, un virus de inmunodeficiencia adquirida, que fueron incapaces de conjurar por haber matado los anticuerpos con la consagración de “la obediencia debida” como daimon de sus programas. Tal fue su prepotencia que habiendo tocado fondo siguen cavando codiciosamente.
 
Repartido el mundo político en un cómodo y manejable blanco y negro, el problema surgía con aquellas otras formas de ver el mundo que se resistían al maniqueísmo de “o conmigo o contra mí”. Esas personas que, lejos de terceras vías –que sólo esconden intentos orwelianos de ayuntamiento vergonzosos entre derecha e izquierda– pensaban que la política como forma de organización social era algo tan serio y complejo como para no reducirla a una especie de yin-yang secuencial. Y sobre todo porque, para dotar a esa experiencia de auténticos valores humanos, había que prescribir el máximo de libertad posible en las acciones y expresiones. Son los medios que se emplean y no tanto los fines que se predican los que preñan con garantía los resultados. Lógicamente esa posibilidad fue condenada al patíbulo tanto por la derecha como por la izquierda institucionales, obsesionadas con sus verdades inmutables.
 
En el cómputo de la derecha no vale insistir, forma parte de su cadavérico memorial. Una pira de crímenes de todo tipo que van desde la bárbara Inquisición en el plano de la fe y el libre albedrío, hasta las bárbaras guerras coloniales, las hambrunas inducidas a mayor gloria del lucro capitalista, las invasiones militares exterritoriales, el genocidio y apartheid del pueblo palestino y todo el sangriento legado que encubre su fúnebre trayectoria. De la izquierda podría decirse que, en buena medida ha sido un alumno aventajado de la derecha, si no fuera porque con esa etiqueta ideológica nació a la vida política en épocas menos tempranas y tiene por tanto menos recorrido histórico. Antes de su bautismo como izquierda, existía, pero era innombrable y se entretenía en una saga de corrientes refractarias. En cualquier caso, hay un paralelismo entre sus hazañ bas y fracasos, que suelen ir ligados a esa manía de la izquierda de erigirse siempre en la depositaria exclusiva y excluyente de la verdad. En la derecha imperaba la revelación y en la izquierda la revolución. Quizás por eso, el ingenuo de Proudhon, al fin un hombre de su tiempo, decía que la revelación precede a la revolución.
 
Esa izquierda anhelante de poder, y cuando lo consiguió enrocada en su conservación a toda cosa, hizo también de “la obediencia debida” su seña de identidad política, incluso la garantía de su pureza ideológica, aireando el taparrabos de “no hacer el juego a la derecha”. Eficaz monserga bajo cuyo manto se perpetraron todo tipo de desmanes. Por “no hacer el juego a la derecha” se calló ante el holocausto staliniano y sus gulags; el pueblo húngaro sufrió en soledad la invasión militar de las tropas del Pacto de Varsovia; volvió a repetirse la experiencia con la posterior ocupación armada de Checoslovaquia por los tanques soviéticos y parecido negacionismo tuvo lugar durante los sucesos de Tiananmen en la China postmaoísta. Evidentemente, la prosopopeya revolucionaria de la sediciente izquierda es desmentida por la falta de sensibilidad ante el sufrimiento de quienes se rebelan contra los crímenes del socialismo de Estado que evidencias tales hechos. Y en el caso específico de España, ese espasmo que teologiza toda disidencia como una traición, se refuerza gracias a un generalizado antiamericanismo primario que confunde interesadamente al gobierno con el pueblo de los Estados Unidos. Las fechorías perpetradas en la guerra de Vietnam, el cruel bloqueo de Cuba, la incursiones militares a través de la OTAN o el apoyo a los regímenes más odiados de América Latina, constituyen un blindaje que elimina casi de raíz cualquier crítica o reserva endógena. Casos como la persecución a los homosexuales por las autoridades de La Habana, el “caso Padilla” y la represión de la libertad de expresión o la invasión soviética de Afganistán cuando Bin Laden era el líder guerrillero “antiterrorista”, están protegidos a perpetuidad por esa caja negra que representa la “obediencia debida”. Se impone el monoteísmo, la irracionalidad y el pensamiento único, con flecos desquiciados tipo “el enemigo de mi amigo es mi enemigo” elevados al absurdo. Y eso tiene un coste social para toda la comunidad política porque construye un imaginario social sobre bases inhumanas.
 
Afortunadamente, agotadas las posibilidades taumatúrgicas de derecha e izquierda como significantes sin significado, y con el hostil veredicto de la historia sobre sus espaldas, con una imperdonable nómina de crímenes, atropellos y barbaries inigualables, el siglo XXI está conociendo experiencias emancipatorias que desbordan los canales circulares establecidos. Alejados de este statu quo que supone la razón de Estado, los nuevos movimientos sociales que han dado a conocer las primaveras árabes y las revueltas de los indignados a nivel global plantean el problema más allá del nominalismo ideológico y el cortoplacismo. Recuperando la esencia de la lucha como activismo sin más fronteras que las que fijan la libertad, la democracia y la igualdad, superando un antropocentrismo que devaluaba el hábitat natural, respetuoso con la biodiversidad y refutador del patriarcado, para esgrimir una dialéctica de cuestionamiento radical de toda clase de dominación y explotación.
 
No obstante, las dificultades son inmensas. Sobre todo porque la cultura de la ideología de sumisión hasta ahora hegemónica ha echado raíces. Nos ha colonizado. Lo más difícil del nuevo periodo que se abre es, como razonaba Hannah Arendt, lograr que la gente piense por sí misma, sin mediadores ni profetas políticos. Algo que recuerda aquel principio del Manifiesto Comunista sobre que la emancipación de los trabajadores (para ser real) ha de ser obra de los trabajadores mismos. Sin reyes, dioses o amos. Pero también sin líderes ni dirigentes que nos suplanten y contribuyan a hacer superfluos a los seres humanos…
 
 

 

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