El amor no es la hostia

El amor no es la hostia

Hace algún tiempo aparecieron grafiteadas las calles de la ciudad donde vivo, cuyo nombre es mejor no mencionar, por si acaso sueltan los doberman, con un curioso mensaje.

Las pintadas exclamaban: “¡Fulano, el amor no es la ostia!”

Aún no se han borrado todas, aunque las que quedan lucen un tanto desvaídas por la intemperie. Esta es una ciudad muy húmeda. Todo el mundo sabía de quien era el maltratador. El fulano aludido era y es un relevante político del Partido Popular. Trascendió boca boca el rumor de que su mujer había acudido al servicio de urgencias de una clínica privada, con severa luxación en las costillas. Al parecer, ingresó secretamente dando un nombre falso; aunque uno de los médicos que la atendió la reconocería, y lo quiso reflejar en el parte de lesiones. Posteriormente, ese parte de lesiones se hizo humo.

Lo cierto es que el asunto se tapó rápidamente y de manera eficaz. La víctima de la violencia no presentó denuncia o la retiraría discretamente, nunca se supo. Al parecer, las palizas, cuando el sujeto se empapaba de gin-tonic de Beefeater, eran un hábito. Esa vez simplemente se le había ido la mano. Los abrigos de visón y otros lujosos regalos llegaban luego acompañando al arrepentimiento del día después y ella los aceptaba. Para casi inmediatamente reabrirse el círculo vicioso del ojo amoratado y su disimulo con grandes gafas de sol. De marca, naturalmente.

Aunque pija tradicionalista de lujo, esta mujer consentía y quizá consiente aún su situación por estatus social y falta de independencia económica. O por los hijos o por lo que sea. Diferencias de clase social aparte, esa situación es común a tantas otras que soportan y no denuncian a sus agresores. Lo que a menudo les cuesta la vida. Tal y como reflejan las siniestras estadísticas del luto. La actual crisis económica, con sus tremebundas listas de paro laboral, ha agudizado la dependencia y el peligro.

Por el momento ya son 700 las mujeres asesinadas en la última década, todas ellas víctimas de sus compañeros o ex parejas sentimentales. No hay distinción de edad en este fenómeno; hay asesinos jovenzuelos y otros que peinan canas de la tercera edad. Esto da que pensar sobre el grado de locura producido por la testosterona descontrolada. Porque lo cierto es que es muy raro el revés de que sea una mujer la que apiole al consorte por engaño o abandono.

El pasado lunes 25 de noviembre fue, una vez más, el Día Internacional contra la violencia de género. Personalmente, no soy partidario de señalar fechas de calendario para empañar lágrimas de las víctimas de injusticias que en el mundo son. A menudo solo sirven como coartada para olvidarse del problema los otros 364 días restantes, en que esas mismas víctimas amoratadas por los golpes se desangran en el olvido generalizado.

Aún así, algo es algo, a modo de advertencia o llamada de atención. Como se suele decir, menos da una piedra. Aunque está demostrado que las piedras suelen ser menos duras y más acogedoras que el corazón de algunos seres humanos.

Sin embargo, el género no tiene arte ni parte, ni es violento ni pacífico como tal. Son algunos hombres quienes apalean y matan a las mujeres. El sistema patriarcal y opresivo, alienante, es el monstruo que las ataca; no el género en sí mismo. Sería bueno, pues, abandonar la mala costumbre del eufemismo que enturbia el lenguaje cotidiano. Alterar el lenguaje es alterar la convivencia que depende del mismo. Y de esos malentendidos brotan muchas veces tensiones y violencias que se enconan sin saber cómo.

Ayudar a las víctimas, todas las víctimas, no debe ser cosa de un Día. Animarse a marcar el número 016 todo el año puede significar el número de la suerte, en la lotería de la vida, para una mujer que está siendo torturada por su verdugo de turno. El Día grande de la igualdad llegará cuando todos los hombres que lo son se enfrenten decididamente con los ancestros simios: los homínidos de pequeño cerebro que enarbolan su derecho fálico a la posesión.

Ese irresistible impulso agresor es el mismo que lleva a los mamíferos machos de cuatro patas a mear por las paredes o los arbustos marcando la propiedad. La impronta del semen. Desde el punto de vista antropológico, esos homo ergaster están anclados en un estadio de regresión evolutiva. Son eslabones perdidos pero significativos de la inadaptación de un macho confundido y acomplejado, ante su evidente pérdida de poder, frente sus privilegios ancestrales de cazador y guerrero.

Pero hoy puede ocurrir que sea un autocompasivo parado laboral, alimentado por el trabajo de su mujer. A la que ve como enemiga de su propia estima; porque es lo que más cerca tiene su orgullo mal entendido, para señalar su fracaso como heroico cazador de salarios.

Flaco favor o más bien indiferencia persistente tienen las víctimas de la violencia masculina en la creencia católica. Creyentes o no, nos desenvolvemos en el marco de una cultura cristiana. Y la Iglesia católica es patriarcal por antonomasia; tiene la misoginia como dogma, por exaltación de la virgen. No solo impiden el acceso de la mujer al sacerdocio, considerándola impura, sino que callan y justifican las constantes evidencias de malos tratos y asesinatos. Propugnan sus postulados un modelo de mujer madre, procreadora, inconsciente, cosificada, no soberana de su cuerpo y que se quede en casa "con la pata quebrá", como propugnaba el viejo régimen. Ese régimen que tanto añoran sus jerarquías y seguidores arcaicos en general.

*Director del desaparecido semanario "La Realidad"

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