El cártel de HollyCIAwood

El cártel de HollyCIAwood

Humphrey Bogart y Lauren Bacall, en las sesiones del HUAC contra los Diez de HollywoodUrania Berlín*. LQSomos. Junio 2015

Patrioterismo, propaganda de guerra y fascismo

Hollywood ya no es lo que era, aunque tal vez nunca lo fue, puesto que la llamada edad “dorada” del celuloide en Yankilandia estuvo (y mucho) tan contaminada de propaganda imperialista como el reciente cine del Tío Sam. Acabo de ver un documental que me lo recuerda. Habla sobre la penetración de la CIA en Hollywood, algo que ya venía, por otra parte, de antiguo aunque entonces era menos conocido y perceptible que ahora. Habría que remontarse, para hacer una analogía razonable, hasta el Código Hays de los años treinta o el Comité de Actividades Antiamericanas (en inglés, HUAC) y sus chivatos a sueldo, en los años cuarenta, para encontrar coincidencias y antecedentes más que razonables. Entonces, era el más mediático FBI, del fascista Edgar Hoover, el director de los federales, quien se encargó de propagar la “guerra sucia” sobre el Hollywood “rojo” con tal de encontrar, como fuese, “comunistas” en todas las aristas de los estudios “hollywoodienses”. Los informes de la Oficina Federal, plagados de citas de delatores, incriminaron (entre otros), a actores bien conocidos y respetados como Frederic March, Paul Muni, John Garfield o Edward G. Robinson.

La sección anticomunista del FBI se encargó de que actores, escritores, guionistas, magnates y directores ejercieran la delación por “principios” y, también, para conservar su reputación y, lógicamente, su trabajo. Según Ryan Wadle, que cita un libro de John Sbardellati (J. Edgar Hoover Goes to the Movies: The FBI and the Origins of Hollywood’s Cold War –J. Edgar Hoover va a por el cine: El FBI y los orígenes de la Guerra Fría en Hollywood): Dos factores ayudaron a la campaña de Hoover (el entonces jefe del FBI) para erradicar la subversión en Hollywood. En primer lugar, Hoover había seleccionado personalmente a los nuevos agentes del FBI y siguió supervisando la contratación de los mismos a largo de su carrera, lo que significaba que el FBI y sus integrantes debían reflejar la cosmovisión patriotera y paranoica de Hoover. En segundo lugar, Hoover comenzó a investigar a sospechosos de “subversión comunista” en Hollywood sin notificarlo a sus superiores en el Departamento de Justicia. La combinación de estos dos factores permitieron a Hoover llevar a cabo una vigilancia sin precedentes en la industria estadounidense del entretenimiento.

El cine social, y no la delirante y fantasmágorica “sovietización de EEUU a través de Hollywood”, que tanto pregonaba la ultraderecha norteamericana, empezaba a resultar “peligroso” para el sistema de “valores” estadounidense. Resultaba demasiado antiamericano y subversivo el retratar la “problemática social estadounidense”. La penetración comunista en Hollywood no fue tal, sino que la verdadera invasión en territorio americano fue la presencia de miles de criminales de guerra nazis que, terminada la II Guerra mundial, entraron a formar parte de la CIA y el complejo militar-industrial.

Precisamente, el gran mérito del cine clásico, o una determinada época del mismo (años 30-40), es que jugó de forma certera con elementos que dejaban muy al desnudo las miserias de la sociedad norteamericana, la corrupción de sus instituciones, el salvajismo de su sistema carcelario y las mil y un caracterizaciones de personajes maleantes, malencarados, perdedores y “femmes fatales” en el brillante, oscuro y siempre vivificante cine “noir”, primero muy abiertamente (años treinta) y luego más sostenidamente (años venideros). Pero lo cierto es que por cada película con sabor a derrota del “american way of life” aparecían como setas glorificaciones imperiales a cargo de John Ford y otros tipos que cantaban las “gestas” del “buen americano medio”, aunque fuese a costa de triturar indígenas en serie y elevar a la categoría de héroes a forajidos (Murieron con las botas puestas), o bien vendernos cuentos de navidad con aroma a gazmoñería ultraconservadora (Qué bello es Vivir). Las comedias (sobre todo, las musicales) también sirvieron a este fin. Había que proyectar, en lo posible, un modelo de sociedad basada en el capitalismo y en unas instituciones “intachables” donde la ley y el orden, la familia y la propiedad privada estuvieran por encima de cualquier otra contingencia, además de incluir tics ideológicos tan habituales como “este es un país libre”. Criticar a los ricos o retratar la miseria social eran cosas del bolchevismo que no se podían tolerar.El gran actor John Garfield, asesinado por el Comité de Actividades Antiamericanas, eso sí, a su manera

La Segunda Guerra mundial fue uno de los detonantes del cine propagandístico americano. Hitler era la amenaza y luego llegó Japón con Pearl Harbor. Pero la exacerbación panfletaria vino, precisamente, tras el fin de la guerra contra el nazismo. Empezaba la cacería contra el “comunista” (real o inventado) en Hollywood y fueron cayendo víctimas (unas cruentas, como John Garfield, quien afirmó -debido probablemente a las presiones- que él jamás fue comunista -su mujer, Roberta Seidman, si lo era- pero no delató a los que sí conocía que formaban parte del “ala comunista” de Hollywood, por lo que fue perseguido hasta la muerte) otras llevadas al ostracismo (Hanns Eisler, al igual que Bertolt Brecht, ambos exiliados en la RDA, Charlie Chaplin, refugiado en Europa, Herbert Biberman etc). Entre medias un grupo de “notables” del cine (Humphrey Bogart, su mujer Lauren Bacall, Henry Fonda, Paul Henreid, Esward G. Robinson, Gene Kelly, Myrna Loy, William Wyler, etc) intentaron dar la cara por los incriminados, oficialmente, Diez de Hollywood, pero, finalmente, salieron echando pestes de ellos ante lo que podría caerles encima, hoz y martillo incluidos, no sea que se quedaran fuera del circuito y fueran privados de sus piscinas -Orson Welles, dixit-.
El cine de izquierdas fue abortado por el FBI y el Comité macarthista y más de 300 autores (cineastas, músicos, escritores o actores) fueron vetados, por la extrema derecha anticomunista, para trabajar en la industria del cine. Al mencionado John Garfield le acosaron sin tregua, después de haber descartado al cómico Danny Kaye y a Edward G. Robinson, otros sospechosos de simpatizar con Pepe Stalin. Lo del “descarte” lo contó la propia hija de Garfield, quien manifestó que un representante del HUAC pidió la cabeza de uno de los tres actores mencionados a los jefes de los estudios de Hollywood, para “aislarle” convenientemente. Lo consiguieron llevando, de forma indirecta, “al otro barrio”, al gran John Garfield.

Este “toque de atención” al “rojerío” americano certificó la defunción del cine independiente y de contenido “social” en EEUU, que volvería tímidamente a asomar a mediados o finales de los años sesenta pero siempre haciéndolo de forma marginal en comparación con los proyectos cinematográficos que ya estaban siendo financiados y asesorados por la CIA y el Pentágono, los que real y mayoritariamente llegaban al espectador del Tío Sam. Las comedias musicales o las obras de contenido “bíblico” también eran otra forma de propaganda (de calidad en algunos casos, Sinué el Egipcio, Ben-Hur) y proliferaron junto a varias patochadas anticomunistas en los años cincuenta, para extenderse hasta el final mismo de la guerra fría. Entre un pacifismo bien visto (Senderos de Gloria), arriesgados alegatos antirracistas (No Way Out, 1950, Joseph Mankiewicz) o parodias de humor (Teléfono Rojo, volamos a Moscú) bien toleradas, se encontraban alegorías belicistas como Boinas Verdes (John Wayne) en los años sesenta e incluso la entronizada Apocalypse Now (del megalómano Coppola) en los setenta o buenrollistas (engañosas) como el Platoon de Oliver Stone en los ochenta. Todas no dejaban de mostrar al espectador que EEUU mandaba y ordenaba, militarmente, en el mundo, aunque las dos últimas no incurrieran en el estrépito grotesco de engendros fascistas como Amanecer Rojo (John Milius), El Sargento de Hierro (Clint Eastwood), Desaparecido en Combate (Chuck Norris), Delta Force (Lee Marvin) o la infecta saga Rambo.

No debemos olvidarnos tampoco de subproductos de variado pelaje de los años setenta y ochenta donde ya se empezaba a demonizar a los árabes masivamente y a vanagloriar a Israel, retratando a los musulmanes como despiadados villanos en producciones que versaban sobre secuestros y ataques terroristas de falsa bandera. Películas como Domingo Sangriento, Entebbe o los pestiños judío-sionistas de turno, algunos de ellos patrocinados por un dúo muy prolífico en aquellos años (Menahem Golan-Yoram Globus) son algunos de esos ejemplos, mientras que las películas sobre catástrofes (el serial “setentero” de los aeropuertos, pirañas, tiburones y terremotos) tenían un efecto menos perceptible pero muy parecido a la casquería anticomunista de turno: se trataba de inocular el miedo al ciudadano norteamericano desde una vertiente ideológica camuflada de “entretenimiento”.

Y es que Hollywood, en toda su historia, no ha hecho otra cosa que, por una parte, plasmar en el cine (y luego en TV) las “buenas y necesarias” políticas estadounidenses en el exterior (demonizando hasta lo grotesco a sus enemigos) y, por la otra, promover su cosmovisión interior del “american way of life” para consumo propio pero también, cómo no, a través de sus mecanismos neocolonizadores, con la idea de expandirlo fuera del territorio norteamericano. Lo demás es creer en la inocencia infantil de una industria que, mayoritariamente, ha estado y está destinada a vender ideología y a respaldar el sistema que representa. Con estos presupuestos, la CIA, como afirma la escritora Tricia Jenkins, entró en Hollywood, entre otras cosas, para influenciar al público extranjero.

* Urania en Berlín

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