El coronel no tiene quien le escriba

El coronel no tiene quien le escriba

Carlos Olalla*. LQS. Junio 2019

En estos tiempos donde todo es superficial y efímero, donde todo es precario y absurdo, ser fieles a nuestra dignidad y a nuestros sueños es un acto de resistencia y rebeldía, un necesario acto, quizá el último, que nos puede salvar

Pocos textos como el de García Márquez reflejan la grandeza de la dignidad y el poder sanador de los sueños. Aferrados a ellos pueden el coronel y su mujer no perder la esperanza tras esa interminable espera de la carta que no llega, ni llegará jamás. El amor les une por encima de todas las dificultades, de los avatares de esa vida en constante espera, de la dura pérdida del hijo, su único hijo. “El coronel no tiene quien le escriba” es un canto al amor y a la dignidad que llega ahora a nuestros escenarios de la mano de otro viejo coronel curtido en mil batallas y dos mil derrotas, Carlos Saura, para recordarnos que, en estos crueles tiempos de cólera y abyección, solo el amor y la dignidad podrán salvarnos. Magistralmente encarnado por Imanol Arias, ese coronel nos habla del mundo que fue, del que pudo haber sido, de la dignidad ante naufragios y derrotas, de la belleza de las cosas pequeñas, de la grandeza de los sueños… y de la esperanza, esa esperanza que nada ni nadie debe robarnos jamás. Junto a él una Cristina Inza que es todo verdad, ternura y amor, da vida a esa mujer que nunca ha agachado la cabeza, que pese a los golpes de la vida siempre ha sabido encontrar la belleza incluso en el horror, y la ha compartido con él, con el hombre al que ama. Todo está en esta obra soberbiamente traspuesta de la novela al teatro por Natalio Grueso en la que Jorge Basanta, Marta Molina y Fran Calvo traen a escena a todos esos personajes que conforman el universo de ese pequeño pueblo perdido en medio de ninguna parte que nos habla de lo que fue Macondo y el legendario coronel Aureliano Buendía.

La universalidad de este texto ha hecho que sea atemporal, válido para cuando fue escrito, para nuestro aquí y nuestro ahora, y para el mundo que dejaremos a las generaciones que, pese a nuestros destrozos, seguro que vendrán. En un mundo como el nuestro en el que la precariedad y la injusticia se han apoderado ya de todo, en el que parece no quedar lugar para la dignidad, el amor y los sueños, en el que la vida no es más que espera, atónita y sempiterna espera, “El coronel no tiene quien le escriba” es un aldabonazo a nuestra conciencia y a nuestro corazón para que nos abramos a esa otra realidad que nos están robando, realidad donde valores como humanidad, amor o solidaridad todavía tienen sentido, esa otra realidad donde el tiempo recobra su lentitud perdida y el silencio acaricia y da sentido a la palabra.

La obra plantea muchos dilemas, pero sin duda el principal es el que encarna ese gallo omnipresente al que están condenados a alimentar aunque ellos no tengan ni qué comer, confiando en que llegará el tiempo en que ese gallo pueda pelear y ganar para ellos todas las batallas, batallas que nunca les harán ricos pero que les permitirán seguir sobreviviendo mientras esperan la carta que nunca llega. Esa carta, esa maldita carta que llevan quince años esperando no es otra cosa que la pensión que en buena lid les debe el Estado. No es caridad sino justicia lo que debe traer esa carta, la justicia que le deben a ese viejo coronel por los servicios prestados. Pero la carta nunca llega. Pocas son las veces que la justicia viaja en un sobre. Desesperante la espera diaria frente a la empleada de correos que, día sí y día también, le dice al coronel que hoy no tiene carta, atroz carta que nadie jamás escribirá porque, como bien dice la cartera, el coronel no tiene quien le escriba. La tentación de vender el gallo crece cada mañana al comprobar que la carta no ha llegado. Cuando ya nada queda que comer, sacrificarse comprando el pienso para el gallo es alimentarlo con su propia carne, con la comida que ese matrimonio abandonado a su suerte debería comer. Por eso ese gallo se alimenta con carne humana, con su carne. Pero vender ese gallo sería renunciar a sus sueños, a su esperanza, y, sobre todo, a su dignidad. Ese gallo había sido el sueño de su hijo muerto. Venderlo también es renunciar a él, a su recuerdo, a la felicidad que les dio. Solo quien de verdad ha pasado hambre puede llegar a entender la profundidad de este dilema aunque no hay quien haya podido evitar en un momento u otro tener la tentación de venderse, de renunciar a ser quien es, a cambio de un plato de lentejas o de la promesa de un trabajo que le sacará de pobre. Y es ahí, precisamente ahí, donde la palabra dignidad adquiere todo su significado.

En estos tiempos donde todo es superficial y efímero, donde todo es precario y absurdo, ser fieles a nuestra dignidad y a nuestros sueños es un acto de resistencia y rebeldía, un necesario acto, quizá el último, que nos puede salvar. El paso de los años nos lo ha quitado todo, pero también nos ha enseñado a encontrar nuevos caminos, nuevas sendas que recorrer: las de la ternura, la caricia, el silencio, el amor, la dignidad, el cuidado a quien amamos, el recuerdo de lo que fuimos… todas esas cosas que no se pueden comprar o vender pero que, al final, son las que hacen que seamos lo que somos. Ver hoy “El coronel no tiene quien le escriba” también es un acto de rebeldía y resistencia, un unirnos al grito de ese viejo coronel y de su mujer, abrazar sus sueños y su dignidad y no perder nunca la esperanza, aunque siempre hayamos sabido que nuestra carta, como la de él, no llegará jamás.

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