El dilema de las izquierdas

El dilema de las izquierdas

Discutir sobre la izquierda, quiénes son y qué organizaciones la encarnan, se ha convertido en tema recurrente, sobre todo desde la caída del muro de Berlín. Muchos hemos buscado una explicación a la atomización y diáspora militante, pero la discusión provoca desazón e intelectualmente perplejidad. Hoy no faltan adjetivos para identificar un cúmulo de izquierdas. Viejas denominaciones y nuevas adscripciones. Izquierda verde, ecologista, feminista, anticapitalista, gay, cultural, progresista, comunista, demócrata-radical, socialista, socialdemócrata, popular, autogestionaria, reformista o revolucionaria. Incluso hay quienes han planteado la emergencia de una izquierda responsable. En este mar coexisten marxistas, leninistas, estalinistas, maoístas, gramscianos, libertarios, autogestionarios, trotskistas y últimamente, en alusión al filósofo italiano Negri, negristas, por citar algunos. Y en América latina las propias del contexto histórico. Guevarista, castrista, allendista, peronista, mariateguista, martianos y sandinistas. Y ahora, después de este ejercicio de catálogo, cabría preguntarse: ¿cuánto y qué separa a tantas izquierdas? ¿estrategia, táctica, métodos, principios? Seguro que hay diferencias y en algunos casos irreconciliables, pero este es el punto de inflexión que obliga a plantearse la refundación del espacio político de lucha anticapitalista. La convivencia en esta gran familia no ha sido fácil ni puede serlo. Diríamos que se caracteriza por su genética tortuosa y en ocasiones traumática. Las razias, los asesinatos o gulags dejan una huella difícil de borrar, introduciendo otro hándicap a la hora de definir una diferencia ética entre el accionar de la derecha y el de la izquierda.

Por si alguien piensa que la derecha tiene las manos limpias, la verdad es lo contrario. En sus filas se han cometido innumerables crímenes, todos execrables. Pero, salvo casos excepcionales, dichos actos de ignominia fueron cometidos contra sus enemigos naturales, es decir, las clases sociales dominadas y explotadas y los militantes de izquierdas, hayan sido éstos, indistintamente, comunistas, socialistas o socialdemócratas. La caza de brujas en Estados Unidos y la lucha anticomunista, en tiempos de la guerra fría, han causado millones de muertos en los cinco continentes. Sirva el caso de Indonesia, en plena euforia nacionalista. Derrocado Sukarno e instaurado en el poder el general Suharto, en menos de un año fueron asesinados, según las cifras, entre medio millón y 2 millones de simpatizantes y militantes de izquierdas. La isla de Bali perdió 8 por ciento de su población, equivalente a 100 mil personas. Qué decir de las dictaduras en América Latina, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, etcétera.

Sin embargo, la izquierda ha fagocitado a sus miembros, disparándose en el pie. Tres ejemplos. España durante la guerra civil, el asesinato de Andreu Nin, dirigente del PAUM, a manos del Partido Comunista. La Unión Soviética de Stalin, el asesinato de León Trotski en México, por citar uno, amén de los millones de muertos anónimos, y en América Latina, el ajusticiamiento del poeta salvadoreño Roque Dalton, perpetrado por su organización. Ellos fueron acusados de agentes del imperialismo y sus cabezas cobraron precio. Quienes cumplieron la misión lo hicieron en nombre de la revolución. Y no les tembló la mano. Ramón Mercader le atizó con un piolé a Trotski y Roque Dalton recibió un tiro en la nuca de su compañero y amigo Joaquín Villalobos, más tarde comandante del FMLN, hoy asesor de la derecha estadunidense. Pero los caídos en desgracia y considerados contrarrevolucionarios llenarían tomos y tomos. Y si vemos la historia reciente, baste señalar Camboya. Para los disidentes esta manera de actuar de las izquierdas demuestra la perversión del comunismo. Y para la derecha política y social constata la superioridad del liberalismo frente al totalitarismo marxista.

Lo anterior supone, para cualquier militante de izquierda de hoy, un lastre. En ocasiones es una verdadera losa para proponer una alternativa socialista y anticapitalista. Hay que estar continuamente reinventándose. Nuevos lenguajes, nuevas formas de actuar y, desde luego, de pensar. Cada vez que uno se proclama socialista o comunista, llueven los improperios y las descalificaciones. Se nos tilda de anticuados, obsoletos, fracasados, antisistema y, si la cosa se pone fea, el calificativo de terrorista siempre es un comodín. Constituyen restos execrables y prescindibles adscritos a la historia negra del comunismo mundial. Mejor que se disuelvan, se hagan el harakiri y se transformen en acólitos de la globalización trasnacional. Eso sí, antes deben hacer un gesto público de abdicación y entonar el mea culpa. Tal como ocurría en los tiempos oscuros de la inquisición, el hereje, antes de morir achicharrado en la hoguera, debía confesar su pecado. No salvaría la vida, pero a los ojos de la Iglesia y Dios, limpiaba su alma. Incluso un arrepentimiento a tiempo transformaba al inquisidor en un benevolente juez, capaz de sustituir la hoguera por una muerte veloz, el garrote vil o la horca. Pero cabía otra opción, dejarse caer en las manos de la verdad revelada. La inquisición los transformaba en espías, delatores. Algunos fueron premiados por la celeridad en sus actos. Torquemada, por ejemplo. En la arena política los conversos son muchos. En América Latina no faltan casos, Jorge Castañeda sin ir más lejos. Divulgadores de la nueva fe se dejaron la dignidad por el camino y la ética la arrojaron al retrete. La derecha se ha nutrido de semejantes especímenes para convertirlos en profetas del neoliberalismo.

Tal vez llegó la hora de refundar la izquierda. Sumar y no restar. Pero este proceso supone gran altura de miras. No se trata de crear un partido único o reconstruir una vanguardia excluyente. La marcha del capitalismo lleva al colapso planetario. No es ciencia ficción. En todos los ámbitos de la vida, política, social, económica, cultural, ecológica, alimentaria y, desde luego, ética, el capitalismo opta por una deriva irreversible. Los órdenes complejos han perdido la capacidad de reproducir su organización con resultado de muerte a mediano plazo. Hoy día, rehacer los espacios medioambientales deteriorados y contaminados no es viable. Sin una izquierda fuerte, posicionada y con capacidad de respuesta, el neoliberalismo terminará con un triunfo pírrico. Un planeta donde la vida no tendría posibilidades de prosperar. Esta es la responsabilidad de la izquierda, evitar la catástrofe. Impedir la muerte de millones de seres humanos y especies, aunque sólo sea por espíritu de sobrevivencia. Son horas vitales. El tiempo apremia. Hay que separar el polvo de la paja. Limpiar la izquierda de aquello que nunca formó parte de su tradición teórica, política y ética. No caer en falsos debates cuyo propósito paraliza el advenimiento de una fuerza capaz de enfrentar al neoliberalismo, con posibilidades reales de éxito.

*Publicado en “La Jornada”

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