El jazz de Matta

El jazz de Matta

Francisco Cabanillas. LQS. Julio 2020

La imagen pintada y la palabra
son el círculo de la dialéctica de la creación.

Es a través de imágenes del objeto en
perspectiva
que nuestra conciencia descubrió su
forma física.

“La tierra es un hombre” (1936)
RM

Sistema musical de las relaciones sorprendentes de un nuevo humanismo.
RM

I

Al pensar en el jazz del Cono Sur (en general, Argentina, Uruguay, Chile), es difícil errar: ni Uruguay ni Chile han producido un saxofón como el de Gato Barbieri (1932-2016). Tampoco han creado una figura como la de Lalo Schifrin, pianista, compositor, arreglista, conductor, vinculado significativa, pero no exclusivamente al jazz, cuya composición para la exitosa serie televisiva “Mission Impossible” (1966) Schifrin se dio el lujo de tocar, en el año 2011, con su big band latina, en la que el saxofonista boricua David Sánchez, uno de los llamados “Young Lions” (jóvenes que llegan a la escena del jazz usamericano del nuevo milenio con grado académico en Estudios de jazz), empuña el tenor.

Como si fuera poco, ni Uruguay ni Chile han producido un escritor como Julio Cortázar, el más jazzista de los narradores del boom latinoamericano (1960-70); quien, desde el cuento, “El perseguidor” (1959), le rindió tributo a Charlie Parker (1920-55) por reinventar, a partir de 1939, el saxofón alto desde el bebop. La novela más portentosa de Cortázar, Rayuela (1967), ha generado, como tributo al mundo jazzístico que el texto recrea entre los capítulos 10 y 18, un homenaje-libro: Jazzuela (2016) de Pilar Peirats. ¿Se le puede pedir más a un neologismo?

Sin embargo, Chile, desde la pintura de Roberto Matta (1911-2002), pintó el jazz como no lo ha imaginado ni Argentina ni Uruguay. De hecho, nadie ha pintado el jazz como lo imagina Matta. Y ello porque, en la más dramática de las varias propuestas jazzísticas de este surrealista sui generis, Jazz (1959), la pintura dinamita la mímesis y le da una dimensión espacial al sonido (sincopado) del jazz, marcándolo con la versión del expresionismo abstracto acuñada por Matta: una que explora hacia dentro los paisajes invisibilizados del ser y de la realidad, creador por tanto de “sersajes” (paisajes del ser), otro neologismo maravilloso.

II

A modo de introducción mínima, se dirá que Matta fue un chileno privilegiado en términos socioeconómicos, que pintó en cuatro idiomas (español, francés, inglés e italiano). Su obra se fragua entre Europa, sobre todo Francia, Nueva York y varios viajes importantes a América Latina (Panamá, México, Perú). Junto a Diego Rivera, Joaquín Torres García y Wifredo Lam, Matta es considerado uno de los precursores del arte moderno latinoamericano.

Desde la arquitectura y el diseño de interiores, que estudió en Santiago, recibiéndose de arquitecto en 1931 —en 1935 abandona Chile—, Matta llega a la pintura como consecuencia de la poesía; su encuentro en España con Federico García Lorca en 1936, poco antes de que éste fuera asesinado, marcó el fin del arquitecto que unos años antes había trabajado con Le Corbusier en París. En 1937 se hace surrealista en París. La Segunda Guerra Mundial lo catapulta en 1939 de Europa hacia Nueva York, donde vive hasta 1948, dejando una huella importante en el expresionismo abstracto de la ciudad.

En 1968, plantea la tesis de “La guerra interior” en el Congreso Cultural de La Habana; un año después (1969), se hace ciudadano francés. Visita dos veces, 1970 y 1972, el Chile de Salvador Allende. Participa en Nicaragua en el Congreso Interamericano sobre “Autonomía cultural de nuestra América” en 1982. Entre otros, recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1992. En 2001 le conceden la ciudadanía española. Muere en Italia (2002). A pesar de su “afuerismo,” Chile lo ha reconocido como uno de los grandes pintores nacionales.

La contundencia del surrealista que pinta universos interiores abstractos, “morfologías psicológicas,” “sersajes,” se intensifica, pues el pintor —en un viaje a Suramérica se proclamó “Inca Matta”— es también poeta:

Que el mundo que yo escojo no sea con un ojo cojo. El modo de empleo del
verbo ver, para que humanamente sirva a la mente humana es iluminar, ver con la
imaginación, la inteligencia. Y ver la vida a toda luz. La imaginación es un proyector de alto voltaje y el arte sirve para ver con claridad la dificultad. La facultad de
imaginar todo lo posible es tener en la mente cuatro ojos de calidad. La imaginación es un ojo en el centro del centro
(“El reino de los ojos,” 1983).

Desde el juego en los títulos, la proclividad del pintor por las palabras persigue mucho más que el chisporroteo de neologismos como “L’Ecclectrician / El eclectricista” (1945-6), The And of the World (1953) o Ergasmo (1973). Se trata sobre todo, y aquí la experiencia de Nueva York (1939-48) es clave, de una proclividad lingüística que persigue una nueva gramática: transformar los sustantivos en predicados, como El verbo América (1981) o Verbe arbre (1984).

Matta se ocupó de educarse en los saberes que le interesaban, como las matemáticas, la física cuántica, la mineralogía, las culturas prehispánicas, porque entendía que mientras más informado estuviera, más se beneficiaría su arte y más podría éste beneficiar la sociedad.

III

El jazz en Matta tiene dos superficies: una intrasubjetiva y otra intersubjetiva. En la primera, centrípeta, dos pinturas del mismo año (1959) interiorizan la experiencia del jazz; desde el azul una y la otra desde el crema-blanco. En la segunda superficie, centrífuga, dos grabados del mismo año (1976) la exteriorizan; desde el azul y el rojo una y desde el azul submarino la otra.

IV

Desde el azul, la más voltaica de las propuestas jazzísticas de Matta, Jazz (1959), escucha hacia dentro de la subjetividad melómana. Música sincopada; espacio de alta tensión. Interioridad que multiplica los cubos acoplados de la música. Espacialidad del sonido.

La “regularidad del ritmo” se rompe, creando una interiorización tripartita —¿crística?—, equilibrada aunque irregular, imantada desde un sol amarillo que se plantea como yema de una sonoridad heterogéneamente contrapuntística.

Sonido de un espacio en marcha.

Jazz en tres dimensiones; maquinación de una intensidad intrasubjetiva que estalla en chisporroteos de blanco, en dinámica coexistencia con amarillos, azules más oscuros y anaranjados, contenidos, desde el negro, en una espacialidad intraciencificcional.

Iluminación.

V

Cambio de tono; Panarea jazz (1959). Del azul turquesa al crema sobre fondo blanco, con toques amarillosos, marrones y rojizos. La referencia geográfica, una isla (Panarea), horizontaliza el flujo intrasubjetivo; jazz hacia dentro, espeleológico, con centralidad asimétrica, inclinada hacia la izquierda.

Centralidad bífida, compuesta por el diamante y la figura crística en ángulo —¿otra memoria chilena?— al extremo izquierdo del huevo central, a partir de la cual una hilera de formas antropomórficas desafía los arquetipos de la mitología sobre una caja de resonancia —¿ingrávida?—. Tres figuras que conectan la realidad de arriba con la de abajo.

Iluminación.

VI

Cambio de espacio. De la intrasubjetividad de Jazz (1959) y Panarea jazz (1959) a la figuración intersubjetiva de las bandas antropomórficas, idiosincrásicas, demasiado amorfas e ingrávidas, como corresponde al tipo de “sersaje” que son estos paisajes de jazz que Matta representa como nadie.

VII

Como preámbulo a las dos obras clave de 1976, la propuesta en marrón de Jazz bande (1973) plantea, entre simetrías de furor y goce, un tono terroso sobre el cual contrapuntear los metales y la percusión, como si se tratara de un jazz latino al estilo del cubop de los años cuarenta y cincuenta.

Banda de jazz, ciertamente; pero sobre todo, melomanía extática. Júbilo y bailoteo, al filo de una flauta que toca frente al límite del espacio euclidiano.

De esta propuesta terrosa, Bande a jazz (1976) se abre a la duplicidad del azul; en este caso, un azul celeste en contigüidad con el rojo sanguíneo de la tierra, donde la presencia amarilla de un tambor, abajo y al centro, imanta el desparramamiento ingrávido de las figuras que tocan (flotan) desde arriba.

Banda desbandada…

Otra vez, el contrapunteo entre los metales y la percusión, ahora más escurridizo, anima la tensión entre el rojo y el azul a lo largo de un horizonte sin frontera; tensión que la música orquesta desde el amarillo, denominador común, cuyo protagonismo sugiere una circularidad apenas perceptible.

¿Más swing que alegría? Imposible. El jazz de Matta es sinónimo de alegría. Desde el antropoide azul que se retuerce frente al tambor amarillo, la música baila al trompeteo del jazz. Las huellas del frenesí marcan la tierra roja.

Duplicidad de un azul que, en Jazz Band II (1976), se sumerge en una profundidad de dos tonos. Como si fuera la cara de una ballena negra, el piano se abre al sonido; los brazos del pianista se multiplican para que las notas huyan del piano como cangrejos blancos. Piano gordo, abierto al sonido profundo de la música submarina, de la que ha sido borrada la percusión y por lo mismo el rojo terroso de Bande a jazz.

Sin tambores, el piano “balleno” asume la percusión. Sin tierra roja, el baile se plantea como sostén (madre de las sombras) del ritmo; clave del sonido del piano y los tres metales amarillos, interpelados a su vez desde un radar amarillo con puntos blancos, acoplado a la trompeta más pequeña que sale de los bulbos. ¿Jazz digitalizado?

Del azul oscuro, a lo lejos, en la zona del eco, al celeste de la proximidad y las sombras, hay pies que bailan sin cuerpo. Cinco estacas clavadas en la ruta de una sombra bailarina trazan la dirección del flujo que lo envuelve todo en el swing del júbilo melómano.

La alegría no debe confundirse con la ingenuidad.

Ergo: el azul de Jazz band II (1976) se sabe una continuidad más profunda del rojo sanguíneo de Bande a jazz (1976). Repetición con diferencia de un swing que bailotea en su ingravidez efusiva.

VIII

En “Jazz en Chile: su historia y función social,” Álvaro Menanteau concluye que, “en su tercera etapa (caracterizada por la integración entre el lenguaje jazzístico y músicas tradicionales locales) posee el mérito de constituirse en otro ejemplo latinoamericano de música con autonomía estilística [como el bossa nova, la música de Piazzola o la Nueva Trova Cubana]” (2008).

En efecto, la autonomía artística marca el jazz de Matta, por lo que el antropoide de El pianista (1959) toca un teclado ciencificcional que le literaturiza los dedos…

Más artículos del autor
* Francisco Cabanillas (1959, Puerto Rico) enseña lengua castellana, cultura y literatura hispanoamericana en Bowling Green State University, Ohio. Ha publicado cuatro libros de ensayo: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012) y Ensayos silenistas (2014). Miembro de LoQueSomos

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