Las notas de Mikel: ¿Existe la conciencia de clase?

Las notas de Mikel: ¿Existe la conciencia de clase?

Por Mikel Castrillo Urrejola . LQSomos.

Al hablar de conciencia de clase, es obligado empezar por los que tienen una conciencia de clase muy arraigada: Los empresarios ¿O es que alguien ha podido pensar que la conciencia de clases era únicamente patrimonio de la clase trabajadora?

No es mi intención el analizar este concepto desde términos teóricos o recordando la importancia que tuvo en la historia del movimiento obrero. Lo que voy a escribir es más de andar por casa, tiene más que ver con situaciones cotidianas que pueden servirnos para entender la realidad actual al hablar de conciencia de clase.
Cuando ante algunas personas he utilizado el término conciencia de clase, la respuesta del personal ha sido de lo más surrealista, desde los que se ponen de perfil, pasando por los que te dicen que eso es cosa de otro siglo, como si el tema no fuera con ellos y hasta los que les produce tal urticaria que me llaman comunista.

Si en algo se han caracterizado los últimos cuarenta años en la Europa occidental, es en la pérdida de derechos por parte de los trabajadores. Se están viviendo situaciones que no hace tanto tiempo estaban superadas. El deterioro de las condiciones laborales se ha ido generalizado hasta tal extremo que es muy difícil no encontrar a alguna familia en la que alguno de sus miembros no ha haya sufrido algún tipo de medida que haya visto mermada sus condiciones de trabajo. No hay semana que no haya alguna información sobre planes de despidos colectivos, estos últimos días le ha tocado el turno a las empresas tecnológicas (Twitter y Facebook).

Es curioso observar la falta de conciencia de clase en muchas personas que tienen unas condiciones laborales muy precarias. Uno de los motivos para que tengan esa actitud hostil hacia este término se debe a que ello conlleva asumir a la clase a la que pertenecen y eso no es fácil. Además de un ejercicio de negacionismo, es una actitud basada en intentar ignorar ese hecho, como si escondiéndolo en un baúl, la precariedad la sobrellevasen mejor. Y siempre está latente el sueño de poder dejar de pertenecer a esa clase que no quieren ni mencionar su nombre, y para ello, no dudan en anteponer el individualismo en detrimento de lo colectivo. Hoy en día este perfil lo observo en personas que tienen una cualificación laboral y trabajan en sectores de producción que no tienen nada que ver con los tradicionales de toda la vida, pero que las situaciones de precariedad laboral se dan tanto o más que en los empleos tradicionales.

El estallido de la pandemia nos hizo pensar a algunos que iba a servir para buscar soluciones colectivas a los problemas globales de la sociedad, pero por el contrario, nos encontramos con la desagradable sorpresa que lo que ha salido fortalecido es la búsqueda de soluciones individuales, el sálvese quien pueda. Ha sido el triunfo del liberalismo más salvaje. Una muestra son los resultados electorales que se han ido dando en los diferentes países europeos, donde las opciones más conservadoras y de extrema derecha han ido ganado terreno a las opciones de izquierda.

Lo grave es que últimamente vengo observando que este fenómeno va creciendo de forma exponencial y tengo la impresión que este tipo de situaciones sólo revierte cuando se produce una crisis aguda en la que de un día para otro uno se despierta y se da cuenta que ha sido un peón sacrificado en esta partida de ajedrez que está jugando el capitalismo.

Al hablar de conciencia de clase, es obligado empezar por los que tienen una conciencia de clase muy arraigada: Los empresarios ¿O es que alguien ha podido pensar que la conciencia de clases era únicamente patrimonio de la clase trabajadora? La defensa de los intereses particulares dentro de la sociedad actual requiere tener muy claro el status al que pertenece y donde se sitúa su oponente, y en eso el capital no tiene rival que le haga sombra. No hace muchas fechas, allá por el mes de octubre, el señor Garamendi, presidente de la CEOE, se expresaba de forma nítida. Le preocupaba el planteamiento de ruptura de lo que es la sociedad actual y decía que “no se puede hablar de ricos y pobres”. Es curioso, no decía que no se hablase de “derecha o izquierda”, sino de “ricos y pobres”. Su discurso tiene toda la lógica del mundo desde la trinchera que lo realiza. No le interesa que se hable en esos términos por varios motivos. El primero porque hablar de ricos y pobres puede hacer despertar a más de un despistado y darse cuenta que es pobre, que cuando se levanta y se mira al espejo se va a encontrar con la cruda realidad, que tiene un contrato precario, que tiene una jornada laboral interminable sin cobrar las horas extras y que tiene problemas para llegar a fin de mes. Y si con un poco de suerte adquiere conciencia de su situación, es más fácil que entienda la siguiente parte del discurso, que es pobre porque la riqueza la amasa una élite minoritaria de la sociedad. El hecho que haya ricos y pobres le llevaría a plantear la injusticia del reparto de la riqueza y las medidas que deberían de adoptarse para corregir esa situación. La conclusión es clara. Garamendi tiene una conciencia de clase muy marcada y pone todo su esfuerzo para que esa conciencia quede diluida en los que tiene enfrente: los trabajadores.

Por el contrario, cuando uno pisa la calle se encuentra con algunas perlas que estoy convencido que en más de una ocasión todos hemos escuchado y son el mejor reflejo de la sociedad en la que nos encontramos. Son situaciones que uno se puede encontrar en su lugar de trabajo, en la conversación con un conocido mientras tomas un café, con el vecino que coincides en la tienda del barrio haciendo la compra o esa persona con la que compartes trayecto en el transporte público todas las mañanas para ir al trabajo.

Sin ir más lejos, es algo recurrente escuchar expresiones de este estilo: “es normal que los ricos se marchen a Suiza porque en España se pagan muchos impuestos”, “no hay derecho a que exista el impuesto sobre el patrimonio porque me hacen pagar sobre algo que es mío”, “hoy en día a las empresas no les quedan más remedio que contratar a inmigrantes porque los españoles no quieren trabajar” (en este caso la frase va aderezada con tintes racistas), “los jóvenes no tienen ganas de trabajar”. Este tipo de frases las estoy escuchando con una frecuencia preocupante, porque provienen de personas trabajadoras. Estoy por ver que me encuentre a una persona que me diga que le parece magnífico que se apliquen políticas fiscales progresivas en función de los ingresos y el patrimonio de las personas.

Si todas esas frases que he mencionado son ciertamente preocupantes, a mí lo que me ha parecido el sumun de la alienación, algo difícil de superar, es una perla que he escuchado en estos días. La frase en cuestión se la he escuchado a un trabajador en el que todo ufano se pregunta “dónde están los derechos del empresario cuando un trabajador rescinde su relación laboral con una empresa porque está dejando tirado al empresario”. Lo primero que me vino a la mente fue la frase que escribió en un tuit Ignacio Aguado, el que fuera candidato fracasado por Ciudadanos a la Comunidad de Madrid en la que decía “¿Por qué un empresario que no quiera contar con un trabajador tiene que indemnizarle con 45 días/año y un trabajador se puede ir cuando quiera?” Cuando un trabajador piensa de esta forma, en él la conciencia de clase ni está ni se la espera. Al escuchar a este tipo de personas no sé si estoy hablando con un trabajador de los que cuando sale y llega a su casa es de noche para ganar un modesto salario o con el presidente de la CEOE.

En esta espiral de desnortamiento y desubicación, se suele dar con frecuencia esa actitud de falta de solidaridad, pero que yo iría más lejos, y la definiría como egoísmo individual, que es la actitud que muchas personas adoptan cuando existe un conflicto laboral que conlleva una respuesta por parte de los trabajadores afectados, esa extendida falta de empatía con los que se ven obligados a adoptar medidas de presión, como puede ser una huelga. Y es un síntoma preocupante que no se tenga presente que si los trabajadores de un sector productivo, gracias a las medidas de presión ejercidas, consiguen obtener unos derechos o neutralizar las políticas de la patronal, eso suele tener consecuencias positivas para los trabajadores de otros sectores.

Hay conflictos que pueden ocasionarnos ciertas molestias, como puede ser una huelga de los sanitarios o del transporte público, y me suele indignar las quejas de los usuarios de esos servicios, cuando en muchos casos la reivindicación no es una cuestión monetaria, sino la mejora de las condiciones laborales que inciden de forma directa en la calidad del servicio que recibimos los usuarios. Eso es conciencia de clase, entender que somos parte directa e interesada en esa protesta, como es el caso de la lucha que están llevando los sanitarios en estos días en la Comunidad de Madrid, pues su objetivo es mejorar la sanidad pública ante el desmantelamiento que está realizando Diaz Ayuso, la reina de las cañas, los bares y las terrazas.

Antiguamente la conciencia de clase era algo que se llevaba en el ADN. No era necesario que el trabajador tuviera grandes estudios, pero tenía algo más importante, la experiencia que le había proporcionado la el día a día para sobrevivir. Este ha sido el gran triunfo del capitalismo, lograr la pérdida de conciencia de su clase antagónica.

En la actualidad, la historia reciente nos ha enseñado que para que se de un cambio de mentalidad en un sector importante de los trabajadores, que no olvidemos que son la inmensa mayoría de la sociedad, y recuperen la conciencia de clase, suele venir de la mano de esas crisis cíclicas que nos depara el capitalismo, en las que suele deshacerse de un porcentaje importante de la masa trabajadora, expulsándolo del mercado laboral y dando un nuevo giro de tuerca a las condiciones laborales.

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