Guatemala: falacias globales legitiman el despojo indígena y campesino

Guatemala: falacias globales legitiman el despojo indígena y campesino

La crisis de (sobre)acumulación con la que el siglo XXI recibe al Norte económico en los ámbitos económico-financiero, alimentario y ambiental, marca un parte aguas con la ortodoxia neoliberal de fines del siglo pasado. Araghi y McMichael (2006) señalan cómo ante la temida “estanflación” (congelamiento del crecimiento económico ligado a un repunte inflacionario) el capital ha venido adoptando una doble estrategia: Por un lado, la de concentrarse y apretar (a las economías más débiles, a las clases trabajadoras). Por otro lado, la de trasladarse de las actividades productivas que lo inmovilizan, llevando a cabo reformas para incrementar su flexibilidad.

Siguiendo estas prescripciones, la crisis se relativiza para el capital financiero internacional que no sólo encuentra refugio rentable, sino también incentivos públicos y renovada legitimidad en los mercados de futuros y derivados de materias primas como el petróleo, los minerales, los alimentos y otras materias primas agrícolas.

Las virtudes de esta reubicación del capital financiero han sido destacadas en las Cumbres del G-20 (2009 y 2011) y por el Secretario General de la OCDE, el mexicano Ángel Gurría, quien instó a los gobiernos latinoamericanos a “aprovechar” este viraje del capital financiero hacia las materias primas señalando que “uno de los aspectos positivos de la crisis serán las nuevas inversiones destinadas a cubrir la demanda global […] Tenemos que desarrollar la agricultura, tenemos que hacer de este sector un objeto más de flujos de inversión y de crecimiento” (América Economía 17/06/2011, énfasis propio).

Pero una vez más, el gran promotor global de un modelo de crecimiento económico excluyente, es el Banco Mundial; desde el Informe del Desarrollo Mundial de 2008 sobre “Agricultura para el desarrollo” (2007), el reporte “Los recursos naturales en América Latina y el Caribe ¿Más allá de bonanzas y crisis?” (2010) y especialmente, a partir de su informe sobre acaparamiento de tierras de 2011 (Rising Global Interest in Farmland).

Ahora, el objetivo es la tierra

En este último informe, el Banco Mundial sostiene básicamente que “las adquisiciones de tierra a gran escala pueden ser un vehículo para la reducción de la pobreza a través de tres mecanismos fundamentales: 1) la generación de nuevas oportunidades para la agricultura por contrato con campesinos; 2) los pagos por la cesión o la venta de la tierra; y 3) la generación de empleo asalariado” (Deininger 2011, 38-39-64). Tres virtudes globales sobre las que trataremos recurrentemente en estas líneas, pues a nuestro entender representan tres falsos meta-relatos que industria y gobiernos abrazan a discreción para legitimar su piñata sobre los remanentes de tierra y bienes naturales aún en manos indígenas y campesinas, en esta primera década del siglo XXI.

La válvula de escape de la crisis de (sobre) acumulación por la que ha optado el capital financiero internacional, redirigiendo su interés hacia las materias primas, confiere a las elites de muchos países (aún) ricos en recursos naturales del Sur global -como los centroamericanos- un renovado incentivo para la inserción económica mundial a través de un modelo de corte primario-exportador. Un viejo conocido latinoamericano, que en esta primera década del siglo XXI ya no sólo considera como mercancías o commodities globales a los minerales, los hidrocarburos o la producción agropecuaria, sino que se repiensa para incluir también la tierra y en general la base natural de recursos y bienes naturales, para atender el creciente mercado global de derechos sobre la tierra y el agua, e incluso sobre el oxígeno y el carbono.

En este contexto, si bien Centroamérica ha experimentado un crecimiento inédito en las licencias de exploración y explotación de minerales y petróleo en la última década, la reorientación primario-exportadora del istmo se asienta fundamentalmente sobre el nuevo acaparamiento de tierras para la producción de monocultivos de exportación, pero ahora bajo un régimen flexible de capitalismo agrario.

Se han incrementado las superficies con banano y otras frutas de exportación, los monocultivos forestales (hule, pino, teca, etc.) y especialmente las plantaciones de caña de azúcar y las de palma aceitera, pues éstas se vinculan además con la creciente demanda mundial de agrocombustibles.

Una vez más, estas plantaciones se despliegan en territorios indígenas con las principales reservas de bosque tropical y humedal, como la Mosquitia y el conexo Bajo Aguán en Honduras, la Región Autónoma del Atlántico Norte en Nicaragua, o las Tierras Bajas del Norte de Guatemala.

Como veremos a grandes rasgos para el caso guatemalteco, en todos estos casos el capital primario-exportador (o extractivista) precisa reestructurar tanto las relaciones sociales como los ecosistemas y paisajes de los territorios rurales del istmo, para adecuarlos a su nuevo ciclo de acumulación por desposesión.

Según nuestros cálculos, lasuperficie establecida total con palma aceitera en Guatemala en el año 2010 fue de 101,784 Ha. (1). Un área que si bien alcanza ya las cifras cultivadas con café en la cúspide del segundo hito histórico del despojo indígena-campesino (a raíz de la génesis liberal de la República de Guatemala), apenas representa aún el 11% de las 927,151 Ha. aptas para su cultivo (o el 46% de la superficie agrícola total del país).

Ahora bien, el ritmo de crecimiento es elevado (8,703 Ha/año) lo que ha llevado a que la superficie establecida con palma aceitera se haya incrementado en un 590% entre el año 2000 y el 2010. Además, al contrario de lo que los grupos de presión política y de Responsabilidad Social y Ambiental Corporativa de la industria plantean, estas nuevas plantaciones han incentivado (directa e indirectamente) cambios radicales en los usos del suelo en los territorios de expansión: el 48% las nuevas superficies establecidas con palma aceitera en Guatemala en 2010 eran bosques tropicales y humedales en el año 2000; el 29% eran cultivos alimentarios; el 9% pastizales; el 5% sabana/ yerbazal; y sólo el 9% caña de azúcar y otros cultivos de exportación tradicional.

En este contexto, la pendiente y conflictiva “cuestión agraria” recobra importancia medular en la disputa política alrededor del “modelo de desarrollo”. Hasta la fecha, y salvo limitadas excepciones, las burocracias patrimoniales centroamericanas se han centrado en asegurar privilegios post-coloniales para la elite criolla que, de manera directa y/o asociada con capitales internacionales, está detrás de las iniciativas (neo)extractivas.

Mientras tanto, para la población rural, en insoportables condiciones de hambre y desigualdad social, se reserva la coerción, la criminalización y la violencia del Estado y de los grupos armados paramilitares, como en los recientes -y crueles- casos de asesinatos selectivos de líderes y desalojos masivos de cientos de familias sin tierra en el Bajo Aguán hondureño y en el Valle del Polochic en Guatemala, ambos paraísos edafo-climáticos para la palma aceitera y la caña de azúcar.

Y es que las plantaciones necesitan de la tierra campesina, pero no de su trabajo. Requieren los servicios y bienes que brindan los ecosistemas, pero sólo por unos años.

La historia nos vuelve a mostrar cómo hoy en día la ruta para la soberanía alimentaria, desde la familia hasta el istmo centroamericano, y en definitiva para contribuir a sistemas de sustento más resilientes y sostenibles en las familias rurales, pasa en materia productiva/ reproductiva por el fortalecimiento de la agricultura (y pecuaria) familiar. Una actividad que aún casi sin tierra, y con graves carencias productivas arrastradas desde el desmantelamiento de los sectores públicos centroamericanos, no sólo genera más ingresos y alimentos que las plantaciones agroindustriales, sino que también ha demostrado cómo puede combinarse con otras actividades agropecuarias y no agropecuarias.

Dürr (2011) señala cómo en territorios de expansión de la agricultura industrial en Guatemala (aptos incluso para dos cosechas anuales de granos) mientras la producción campesina de maíz genera un Valor Agregado Bruto agrícola promedio de US$ 636 por Ha/año, la de frijol US$ 779 por Ha/año y la de chile hasta US$ 2,836 por Ha/año, la de caña de azúcar genera sólo US$ 788 por Ha/año, y la de palma aceitera apenas alcanza los US$ 379 por Ha/ año.

De este modo, y sin dejar de señalar la necesidad de reforzar las capacidades de la producción familiar, para Guatemala pierde sentido el ya famoso argumento pro-agricultura industrial del Banco Mundial relativo a la mayor “generación de valor” (Deininger 2011) de las plantaciones, con respecto de la agricultura familiar.

Monocultivos

Por si esto fuera poco, hay que recordar que la riqueza generada por los monocultivos de exportación, como la caña y la palma, no se disfruta donde se produce, sino que se extrae del territorio para retribuir a esa oligarquía postcolonial terrateniente y al capital financiero internacional que controlan las plantaciones a cientos (sino miles) de kilómetros de distancia.

Paralelamente, la palma aceitera no es una estrategia deseable desde la perspectiva productiva y reproductiva para las economías familiares rurales, por tres razones adicionales:

Primera, el crecimiento de la superficie establecida con palma aceitera compite por tierra, recursos financieros públicos, y bienes y servicios naturales con la agropecuaria familiar. Una de cada diez familias campesinas de las Tierras Bajas del Norte de Guatemala vendió y/o perdió su parcela en la última década. A pesar de las virtudes que el Banco Mundial atribuye a esta “reubicación de tierras” sobre la reducción de la pobreza (Deininger 2011) la mayoría de quienes vendieron recibió nimias cantidades de dinero que ni les permitió abandonar la agricultura, ni volver a comprar tierra.

Además, aunque de momento los productores campesinos de palma por contrato apenas representan al 1.03 % de hogares rurales de las Tierras Bajas del Norte de Guatemala, es importante dejar claro que las oportunidades señaladas por el Banco Mundial para la reducción de la pobreza a través de la agricultura por contrato -y financiadas con US$ 1.5 millones por el dizque paupérrimo presupuesto agropecuario guatemalteco- no trascienden más allá del plano teórico.

Segunda, la agricultura industrial destruye empleo rural. La agricultura familiar no sólo es mucho más intensiva en fuerza de trabajo por hectárea cultivada, sino que además ocupa a un número relativamente mayor de la población económicamente activa en los territorios de expansión de la agroindustria en Guatemala (40% vs. 35% de la PEA empleada en la palma).

De hecho, la PEA rural sin tierra se emplea principalmente en la agricultura familiar (53% vs. 40% en agroindustria y fincas). Así, la principal “bondad” señalada por Banco Mundial (2011) de la re-ubicación como trabajadores de las plantaciones industriales tanto de aquellos “productores menos eficientes” despojados de sus tierras, como de la población rural sin tierra ni oportunidades de empleo no agropecuario, no encuentra eco en el caso de Guatemala.

Y en tercer lugar, y siempre según nuestros resultados, la gran mayoría de la PEA rural empleada fuera del hogar en las Tierras Bajas del Norte de Guatemala en otras actividades diferentes de la agricultura familiar, combina su empleo con la propia producción agrícola (cultivando hasta 3 Ha de tierra en el 69.5% de los casos, y entre 3 y 10 Ha en el 26.8%).

El trabajo en una plantación agro-industrial monopoliza el tiempo diario de las y los trabajadores en las plantaciones (con jornadas mayores de 8 horas, incluyendo el desplazamiento) quienes ya no pueden dedicarse a otra actividad. De este modo está siendo aniquilada la multifuncionalidad de las economías familiares rurales ¡que tanto predicaban hace diez años quienes ahora promueven las plantaciones de palma!

Por estas diferencias tan radicalmente profundas entre las lógicas económicas sobre las que se asientan las plantaciones de caña y palma (extractiva-acumulativa) y las economías campesinas e indígenas (reproductiva, más no por ello aislada de los mercados) vemos complicado que la actual coexistencia funcional pueda transformarse en una convivencia en la que “todos ganan”, o el famoso modelo “win-winwin” para Estado, trabajo y capital, que predica el Banco Mundial.

Y es que el capitalismo agrario flexible de los agronegocios de la caña y de la palma también impacta en el carácter de las relaciones sociales intra-comunitarias: descomunalizando y reificando las tradicionales relaciones de economía moral; recargando a las mujeres rurales con crecientes responsabilidades productivas y representativas, sin alivianarlas siquiera de una sola de las reproductivas.

Variopintas personas (físicas y jurídicas) ó “coyotes agrarios” de importancia política, religiosa y simbólica, siembran la discordia en muchas comunidades buscando generar un nuevo consenso ideológico que controle y debilite la organización comunal, reasignando representaciones, identificaciones y valores en torno a la propiedad, la tierra, el trabajo, el ocio, el consumo, la familia y, en definitiva, sobre la cosmovisión y la propia interpretación del desarrollo.

A estos esfuerzos de dominación en el plano simbólico-cultural se suma la recurrencia de viejos mecanismos de control social característicos del moderno sistema-finca del siglo XIX, y la señalada paramilitarización territorial por parte de elementos al servicio de intereses privados (seguridad de los agronegocios y de otras empresas extractivas, y crimen organizado), para conformar una poderosa estrategia orientada a debilitar la lucha comunitaria, campesina e indígena, en los territorios en disputa.

Sin embargo, la historia demuestra cómo las capacidades para ganar, mantener y controlar el acceso a la tierra cultivable y a los bienes naturales no son “dadas”. Se determinan históricamente en el curso de las cambiantes relaciones sociales y marcos normativo-institucionales, en cuyo contexto emergen tanto nuevos conflictos, como acuerdos cooperativos y alianzas.

Nota:

(1) Bajo el término de “superficie establecida” nos referimos a palma aceitera que al menos lleva dos años sembrada (periodo mínimo a partir del cual logramos identificarla a través de fotografía aérea y teledetección (remote sensing). Por este motivo, y con base en observaciones directas en el campo, la superficie “sembrada” con palma aceitera es sensiblemente superior a la “establecida”.

 

La idea del presente artículo y las informaciones no citadas fueron extraídas de “Alonso-Fradejas, A., Caal, J.L., y Chinchilla, T. (2011). Plantaciones agroindustriales, acaparamiento de tierras y dominación territorial: una interpretación situada del primario exportador en la Centroamérica del S. XXI. Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de CONGCOOP. MagnaTerra Editores, Guatemala”. Disponible en www. congcoop.org.gt

* Alberto Alonso Fradejas es investigador del Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de la Coordinación de ONG y Cooperativas (CONGCOOP) de Guatemala.

Comunicación intercultural para un mundo más humano y diverso.

Jorge Izquierdo

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