Hispanidad y meapilas

Hispanidad y meapilas

Por Nònimo Lustre. LQSomos.

Los zapatistas, siempre presentes en la niebla

Los paladines de la Hispanidad fueron y son legión. Entre los que fueron –si nos olvidamos del caso involuntario de Maeztu-, pocos fueron novios de la muerte. Entre los que son hoy, fungen como novios de la Brigada Mediática que es oficio extremadamente plácido. Son los epígonos de la publicista Roca Barea, iluminados desde 2016 por el éxito editorial de su Imperiofobia. Este tocho, pormenoriza wikipédicamente la inquina con la que otros imperios atacan al Imperio español mientras engordan a diario la leyenda negra. Pero nada dice de la recíproca, los espionajes, pasquines, bulos y maledicencias con las que la España gubernamental ha contraatacado. Tampoco alude siquiera a la enésima perogrullada que ejercita el neo-fascismo hispano: que todos los Imperios se calumnian entre sí. En la Europa de los siglos XVI y XVII, Spain era la potencia hegemónica y lo demostraba asesinando a troche y moche, incluso a aristócratas amigos como Egmont –católico- y Horn –católico tibio-, decapitados en la Plaza Mayor de Bruselas por el demoníaco duque de Alba en 1568. ¿Qué esperan los patrioteros imperiofílicos?, ¿que aquellos desmanes hayan sido olvidados o jibarizados por sus víctimas? Pues no. No se perdonan en Europa y, con infinitamente mayor motivo, tampoco en las Yndias.

La Imperiofilia es una enfermedad –quizá venérea- que padecen buena parte de la actual intelligentsia patria pero, hoy, no voy a comentar a ninguno de sus famosos paladines porque ya lo perpetra la susodicha Brigada Mediática. Hoy nos centraremos en un personajillo menor. Y ello, por dos razones: a) porque holló las aulas de mi venerable Instituto san Isidro y b) porque es ejemplo de esa purrela de traidores a sus primeras convicciones que tanto daño causan a la historiografía y la política españolas:

Me refiero a Manuel García Morente (MGM, 1886-1942), paradigma diríamos de agnóstico nato y católico reborn. En 1909, MGM fue efímero profesor de francés en el instituto San Isidro de Madrid. Y, entre 1922 y 1924, se desempeñó como habitual conferenciante de cámara para la duquesa de Alba. A este predecesor del oxidado Julián Marías y del hodierno José Antonio Marina, se le motejó como “el filósofo de las duquesas”, inaugurando así la dinastía (relativamente) laica de los orteguianos meapilas. Al poco de estallar en 1936 el Holocausto español, fue destituido de sus cargos en la Universidad Central. Durante la guerra, MGM se exilió –es un decir- en París y viajó a América Latina donde dedicó sus sermones golpistas a articular aquellos partidos fachas, el argentino especialmente.

Finales del Año de la Victoria. Marías se aproxima esencialmente a MGM olvidándose del plebeyo “García”.

En 1937, MGM, entonces de 51 años, se convirtió a la rama más despiadada del catolicismo –sobra decir, la franquista. Dos años antes de fallecer, fue nombrado presbítero. En el beaterio católico, las ordenaciones sacerdotales tardías suelen ser turbias pero, que sepamos, MGM no siguió la senda pecadora de otros cristianos renacidos como el cardenal jesuita Jean Daniélou quien murió en 1974 durante el épectase (orgasmo) abrazado en un burdel a la bella Mimi Santoni.

Pero, ¿por qué dedicar este artículo a un cura exfilósofo de quien nadie se acuerda, ni siquiera en estas fechas del 12 de octubre? Porque, al contrario que el viejo topo que socava silenciosamente la desigualdad social, la convivencia en España está siendo socavada por el fantasma de MGM pues, por delirante que parezca, ¡sus obras siguen siendo estudiadas y editadas! Ejemplos: en 2003, fue defendida en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma la primera tesis doctoral sobre MGM. Y su panfleto Idea de la Hispanidad fue reeditado en 2008 por B. Homolegengs, una editorial que imprime con agua bendita.

MGM mimado por el franquismo. Colección Temas españoles, 1955

La obra ‘hispanista’ de MGM es plúmbea y, como el saturnismo causa dificultades con la memoria o la concentración, mejor me alejo del peligro. En consecuencia, sólo transcribiré lo que reproduce de uno de sus maestros en su libro más imperiofílico. Exactamente, una cita de Menéndez Pelayo:

“La literatura americana es literatura colonial, literatura de criollos; no es obra de indios ni de descendientes de indios, si alguno ha habido, y si alguno hay a la hora presente, entre sus cultivadores, que tenga ese origen más o menos puro, la educación y la lengua le han españolizado y le han hecho entrar en el orden espiritual de las sociedades europeas. Nadie piensa ni puede pensar como indio entre los que manejan la pluma y han recibido una educación liberal, cuyos principios esenciales son los mismos en todas las naciones que forman la gran confederación moral llamada “Cristiandad”, separada por inmensos abismos de cualquier género de barbarie asiática, africana o americana prehistórica” (ver Manuel García Morente. Idea de la Hispanidad (Buenos Aires, 1938); p. 32 en la edición de Bibliotheca Homolegengs, Madrid, 2008; ISBN: 978-84-92518-04-3)

Cáspita, este ortegajo (Ferlosio dixit) me perturba y acongoja porque ahora no sé qué hacer con mi copiosa biblioteca de literatura y poesía amerindia. Peor aún, ¿debo renunciar a mi amistad con poetas maya-guatemalteco como Humberto Ak’abal –fallecido en 2019-, mapuches como Leonel Lienlaf o nahuas como Natalio Hernández Xocoyotzin? ¿Debo olvidarme, entonces, de poemas como El campanero de Ak’abal 1990? Si no me queda otra… pero permítame que lo reproduzca antes de ser quemado en la hoguera hispano-orteguiana:

Cada vez que ella
pasaba frente a la iglesia,
el sacristán
subía al campanario
y la floreaba con voz de bronce:
Tangalana tangalana tangalana…

Ak’abal, Campanero Mayor

Pero que no se asusten los imperiofílicos. Ak’abal también escribe ‘sin acritud’ en castellano. Eso sí, marcando las distancias: “Y si uso esta lengua que no es mía, / lo hago como quien usa una llave nueva / y abre otra puerta y entra a otro mundo / donde las palabras tienen otra voz / y otro modo de sentir la tierra.”

Finalmente, soy gente de recursos. Si me quitan a los poetas amerindios, me refugiaré en esos portugueses a los que la prepotencia española considera poco más que amerindios. Pero no mencionaré al inmortal Pessoa porque eso lo hace media Iberia sino a Alberto Pimenta puesto que un título suyo de 1990, Branco como esperma de negro, está a la inconmensurable altura del “Tangalana, tangalana.”

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