¿Democracia? no, gracias


La democracia nunca fue el gobierno del pueblo y para el pueblo. El sufragio universal es una pobre arma para librarse de la coacción ejercida por los grandes medios de comunicación, que trabajan al servicio de la banca y la patronal. La crisis actual ha sacado a la luz que los grandes periódicos ofrecen un relato consensuado de los hechos, limitando sus discrepancias a cuestiones menores. El acoso policial contra internautas y periodistas independientes manifiesta la preocupación del poder político y financiero ante la posibilidad de perder el monopolio de la información. Las grandes editoriales excluyen de sus catálogos a los intelectuales disidentes, una minoría en peligro de extinción o con un pie en la tumba por su avanzada edad. El escritor venal y mediático ha sustituido al intelectual comprometido. No es un fenómeno español, sino global. Sólo unos pocos nombres mantienen su compromiso con los más débiles y vulnerables: Eduardo Galeano, Alfonso Sastre, Jon Sobrino, Ernesto Cardenal, Leonardo Boff, Noam Chomsky. El socialismo ha sido anatematizado y casi nadie reivindica su legado. El teólogo brasileño Leonardo Boff, que abandonó la orden franciscana para librarse de la mordaza impuesta por la Congregación para la Doctrina de la Fe, se muestra menos tibio que intelectuales laicos con aura de izquierdistas. Boff afirma que “no hay otra alternativa que el socialismo”. El socialismo “nació escuchando el grito del oprimido”, pero al principio no advirtió que no sólo gritan “los pobres, las mujeres, los indígenas”, sino que “también gritan los animales, la tierra, los bosques”. La opción por los pobres que caracteriza al socialismo y a la muchas veces menospreciada teología de la liberación debe incluir en su proyecto emancipador “al gran pobre, que es la Tierra”, ferozmente explotada y maltratada por la economía capitalista.
La democracia no será una fórmula realmente emancipadora hasta que sitúe en el centro de su discurso al pobre, el paria, el excluido. El pedagogo y educador brasileño Paulo Freire apuntó que no se debía hablar de pobres, sino de oprimidos. La pobreza no es una categoría existencial, sino una forma de violencia impuesta por estructuras de dominación que nos deshumanizan a todos, incluido al rico, que pierde cualquier vestigio de dignidad al explotar a sus semejantes. El oprimido debe ser el centro de la política y su liberación el objetivo último, definitivo, pues al liberar al oprimido la sociedad recupera su dignidad y se humaniza. La democracia sitúa al ciudadano en el centro y no al oprimido, lo cual es un gravísimo error. La utopía de una humanidad libre y sin cadenas sólo puede plantearse desde la pretensión de devolver la voz a los pobres y liquidar fetiches como el derecho a la propiedad privada, un eufemismo que encubre el reparto desigual de la riqueza. Óscar Romero, asesinado en 1980 por el ejército salvadoreño, cumpliendo órdenes de los terratenientes y los grandes empresarios, afirmó en una de sus homilías: “Es necesaria una reestructuración de nuestro sistema económico y social, porque no puede ser esta idolatría de la propiedad privada que es, francamente, paganismo”. La bala de fragmentación que acabó con su vida no brotó de la sinrazón, sino de la convicción de que Romero había identificado el corazón del capitalismo y pedía sin rodeos su destrucción. Sólo el socialismo se ha manifestado con la misma claridad y contundencia. Marx habla de “dictadura del proletariado”, pero en el Manifiesto de 1848 matiza que “la revolución obrera” y “la transformación del proletariado en clase dominante” significa “la conquista de la democracia”. La revolución obrera no es una ficción romántica, una aventura abocada al fracaso, sino la única vía hacia una civilización “donde la pobreza ya no sería la privación de lo necesario y fundamental debida a la acción histórica de grupos o clases sociales y de naciones o conjuntos de naciones, sino un estado universal de cosas en que está garantizada la satisfacción de las necesidades fundamentales, la libertad de las opciones personales y un ámbito de creatividad personal y comunitaria que permita la aparición de nuevas formas de vida y cultura, nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás hombres y consigo mismo”. No son las palabras de un pensador marxista, sino de Ignacio Ellacuría, jesuita español asesinado por el ejército salvadoreño en 1989. El capitalismo no suele equivocarse cuando escoge a sus víctimas. Por eso, acuñó el lema “Haga patria, mate a un cura” en El Salvador, cuando los teólogos de la liberación rompieron la tradicional alianza entre la Iglesia Católica y los poderosos.

Es imposible conocer estos datos y apoyar el actual sistema democrático. Es imposible acudir con una papeleta a una urna y no sentir que se participa en una deprimente farsa. Es imposible pensar que las cosas cambiarán con unos resultados electorales diferentes, pues los grandes partidos están financiados y dirigidos por la patronal y la banca. Los sindicatos mayoritarios han abandonado a los trabajadores a su suerte y los escritorzuelos con plaza en los grandes medios de comunicación obedecen a sus amos sin pestañear. ¿Democracia? No, gracias. Pueden aplastarnos, humillarnos, amordazarnos e incluso matarnos, pero por favor que no nos pidan llevar una vela en esta triste mojiganga.