¿Democracia? no, gracias

¿Democracia? no, gracias
La democracia es la soberanía del pueblo. En las escuelas se aprende este dogma con el mismo fervor que antes se juraba fidelidad a Dios y a la bandera. Sin embargo, hasta los más jóvenes se muestran escépticos, pues las evidencias apuntan en sentido contrario. Es suficiente un examen superficial del mundo actual para saber que los gobiernos presuntamente democráticos no son un reflejo de la voluntad popular, sino de los intereses de las grandes empresas y las principales entidades financieras. Si los manuales de texto mantuvieran un compromiso sincero con la verdad, deberían enseñar a los niños que la democracia es la pantomima concebida por el capitalismo para legitimar un mundo injusto, desigual e insolidario. España es el perfecto ejemplo de esta ignominia: crece el número de personas sin hogar, se bajan sueldos y pensiones, se dispara el gasto en material antidisturbios, se socializan las pérdidas de la banca y se llama terroristas a los ciudadanos que protestan. La guerra entre ricos y pobres se ha recrudecido, pero ya nadie se atreve a hablar de lucha de clases ni de revoluciones. ¿Cuánto tiempo durará esta situación? ¿Tanto como la humanidad? Al menos, desnudemos al capitalismo, arrebatándole su disfraz democrático y mostrando a todos su profunda inhumanidad. 
 
La democracia nunca fue el gobierno del pueblo y para el pueblo. El sufragio universal es una pobre arma para librarse de la coacción ejercida por los grandes medios de comunicación, que trabajan al servicio de la banca y la patronal. La crisis actual ha sacado a la luz que los grandes periódicos ofrecen un relato consensuado de los hechos, limitando sus discrepancias a cuestiones menores. El acoso policial contra internautas y periodistas independientes manifiesta la preocupación del poder político y financiero ante la posibilidad de perder el monopolio de la información. Las grandes editoriales excluyen de sus catálogos a los intelectuales disidentes, una minoría en peligro de extinción o con un pie en la tumba por su avanzada edad. El escritor venal y mediático ha sustituido al intelectual comprometido. No es un fenómeno español, sino global. Sólo unos pocos nombres mantienen su compromiso con los más débiles y vulnerables: Eduardo Galeano, Alfonso Sastre, Jon Sobrino, Ernesto Cardenal, Leonardo Boff, Noam Chomsky. El socialismo ha sido anatematizado y casi nadie reivindica su legado. El teólogo brasileño Leonardo Boff, que abandonó la orden franciscana para librarse de la mordaza impuesta por la Congregación para la Doctrina de la Fe, se muestra menos tibio que intelectuales laicos con aura de izquierdistas. Boff afirma que “no hay otra alternativa que el socialismo”. El socialismo “nació escuchando el grito del oprimido”, pero al principio no advirtió que no sólo gritan “los pobres, las mujeres, los indígenas”, sino que “también gritan los animales, la tierra, los bosques”. La opción por los pobres que caracteriza al socialismo y a la muchas veces menospreciada teología de la liberación debe incluir en su proyecto emancipador “al gran pobre, que es la Tierra”, ferozmente explotada y maltratada por la economía capitalista.
 
La democracia no será una fórmula realmente emancipadora hasta que sitúe en el centro de su discurso al pobre, el paria, el excluido. El pedagogo y educador brasileño Paulo Freire apuntó que no se debía hablar de pobres, sino de oprimidos. La pobreza no es una categoría existencial, sino una forma de violencia impuesta por estructuras de dominación que nos deshumanizan a todos, incluido al rico, que pierde cualquier vestigio de dignidad al explotar a sus semejantes. El oprimido debe ser el centro de la política y su liberación el objetivo último, definitivo, pues al liberar al oprimido la sociedad recupera su dignidad y se humaniza. La democracia sitúa al ciudadano en el centro y no al oprimido, lo cual es un gravísimo error. La utopía de una humanidad libre y sin cadenas sólo puede plantearse desde la pretensión de devolver la voz a los pobres y liquidar fetiches como el derecho a la propiedad privada, un eufemismo que encubre el reparto desigual de la riqueza. Óscar Romero, asesinado en 1980 por el ejército salvadoreño, cumpliendo órdenes de los terratenientes y los grandes empresarios, afirmó en una de sus homilías: “Es necesaria una reestructuración de nuestro sistema económico y social, porque no puede ser esta idolatría de la propiedad privada que es, francamente, paganismo”. La bala de fragmentación que acabó con su vida no brotó de la sinrazón, sino de la convicción de que Romero había identificado el corazón del capitalismo y pedía sin rodeos su destrucción. Sólo el socialismo se ha manifestado con la misma claridad y contundencia. Marx habla de “dictadura del proletariado”, pero en el Manifiesto de 1848 matiza que “la revolución obrera” y “la transformación del proletariado en clase dominante” significa “la conquista de la democracia”. La revolución obrera no es una ficción romántica, una aventura abocada al fracaso, sino la única vía hacia una civilización “donde la pobreza ya no sería la privación de lo necesario y fundamental debida a la acción histórica de grupos o clases sociales y de naciones o conjuntos de naciones, sino un estado universal de cosas en que está garantizada la satisfacción de las necesidades fundamentales, la libertad de las opciones personales y un ámbito de creatividad personal y comunitaria que permita la aparición de nuevas formas de vida y cultura, nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás hombres y consigo mismo”. No son las palabras de un pensador marxista, sino de Ignacio Ellacuría, jesuita español asesinado por el ejército salvadoreño en 1989. El capitalismo no suele equivocarse cuando escoge a sus víctimas. Por eso, acuñó el lema “Haga patria, mate a un cura” en El Salvador, cuando los teólogos de la liberación rompieron la tradicional alianza entre la Iglesia Católica y los poderosos.
 
Pienso que la democracia y el capitalismo son incompatibles, pues el principio fundacional del capitalismo es la acumulación y la desigualdad y no la liberación de la humanidad, gracias a un modelo igualitario, fraterno y solidario. Por ejemplo, la democracia española surgió de la necesidad de lavar la cara al franquismo y no de una verdadera transición hacia un régimen de libertades. Henry Kissinger asesoró personalmente a Juan Carlos I, recomendándole que reemplazara a Carlos Arias Navarro por un político joven, pero fiel a los intereses de las oligarquías. Adolfo Suárez, Secretario General del Movimiento, se perfiló de inmediato como el candidato ideal. Escarmentado por la Revolución de los Claveles, que en un primer momento nacionalizó la banca y las grandes empresas, Kissinger maniobró hábilmente para que el comunismo y el anarquismo españoles fueran neutralizados mediante pactos secretos con líderes reformistas de la oposición (fundamentalmente, Santiago Carrillo, Felipe González y Enrique Múgica). Los resultados de ese teatro se han hecho evidentes con la crisis económica. El Estado democrático y social de Derecho de la Constitución de 1978 sólo es un órgano de dominación que reprime a la clase trabajadora, garantizando la ambición sin límites del capital. ¿Es posible revertir esta situación sin una revolución violenta? ¿Se pueden abolir mediante las urnas la explotación laboral, la pobreza infantil, el interés privado de la banca, que veta el derecho a la vivienda y promueve desahucios masivos? Creo que es imposible. La verdadera faz del actual sistema democrático se aprecia en las guerras preventivas, la expropiación (“capitalización”) de tierras en el Tercer Mundo y la especulación con el precio de los alimentos, que se cobra 50 millones de vidas al año. El capitalismo es un genocidio silenciado, cuyos estragos a veces permanecen invisibles. Algunos dirán que las revoluciones son sueños decimonónicos de nostálgicos divorciados del mundo real. Sin embargo, el sufrimiento de los pobres es muy real y la compasión –tolerada, alabada, santificada- sólo mitiga levemente ese escándalo, sin atacar la raíz del problema. Teresa de Calcuta es elevada a los altares, pero Óscar Romero o Ignacio Ellacuría son marginados y olvidados, pues su honradez con lo real constituye un claro desafío al sistema capitalista. Algunos dirán que el mundo ha mejorado en las últimas décadas, pues ya no hay dictaduras como las de Pinochet, Franco o Videla, pero lo cierto es que Álvaro Uribe, elegido democráticamente, organizó y ejecutó la desaparición de 25.000 personas durante sus años como Presidente de Colombia. No es el único ejemplo. En México, Felipe Calderón también contó con el respaldo de las urnas y empleó su cargo presidencial para aliarse con el “Chapo” Guzmán, el jefe del cartel de Sinaloa, desatando una guerra que ha causado al menos 60.000 víctimas, en muchos casos niños menores de doce años. Desde 2009, Joaquín “Chapo” Guzmán Loera aparece en la revista Forbes como uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta. Ese dato, lejos de ser una prueba de lo lucrativo que puede llegar a ser el negocio del narcotráfico, revela que las fronteras entre el capitalismo y el crimen organizado han desaparecido o nunca existieron. Al igual que Pinochet, Álvaro Uribe ha actuado bajo las órdenes de Estados Unidos, pero su “presidencia democrática” ha causado muchas más víctimas que la dictadura del general chileno, sin apenas despertar reacciones de indignación. “La verdad mayor –escribe Jon Sobrino- no consiste en la globalización, sino en la contradicción entre democracias políticas y un régimen mundial fuera de todo control democrático y con un extraordinario poder. Los pequeños simplemente no cuentan. No existen”.
 
Es imposible conocer estos datos y apoyar el actual sistema democrático. Es imposible acudir con una papeleta a una urna y no sentir que se participa en una deprimente farsa. Es imposible pensar que las cosas cambiarán con unos resultados electorales diferentes, pues los grandes partidos están financiados y dirigidos por la patronal y la banca. Los sindicatos mayoritarios han abandonado a los trabajadores a su suerte y los escritorzuelos con plaza en los grandes medios de comunicación obedecen a sus amos sin pestañear. ¿Democracia? No, gracias. Pueden aplastarnos, humillarnos, amordazarnos e incluso matarnos, pero por favor que no nos pidan llevar una vela en esta triste mojiganga.
 
 

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