¿Qué es una revolución?

¿Qué es una revolución?

Algunos –yo incluido- lamentamos que las nuevas generaciones hayan perdido el idealismo de los jóvenes que acudieron a España para luchar contra el fascismo, alistándose en las Brigadas Internacionales e inmolando su vida en el campo de batalla. Sin embargo, sería una injusticia no reconocer la existencia de infinidad de jóvenes que en la actualidad han sufrido los golpes de la policía o las abusivas multas de la Administración por luchar contra los desahucios, la corrupción de los partidos políticos, la privatización –abierta o encubierta- de los servicios sociales, la pérdida de derechos laborales, las obscenas desigualdades y el saqueo cometido por la banca, disfrazado de necesaria recapitalización para garantizar la solvencia y la liquidez de la economía española. Estos jóvenes represaliados han utilizado la desobediencia civil no violenta, pero su actitud pacífica no ha evitado que muchos acabaran con una brecha en la cabeza. No han sido tan desafortunados como los miles de jóvenes vascos que han soportado el régimen de incomunicación, cinco días infernales con torturas como la bolsa, simulacros de ejecución, vejaciones sexuales, privación de sueño y golpes por todo el cuerpo. No hablo del pasado, sino de la España de 2013. Vivimos un tiempo de barbarie y el derecho de resistencia parece la única alternativa capaz de producir un verdadero cambio político y social, pero tal vez olvidamos algo esencial. Las revoluciones no son posibles sin pegar un tiro. Es lo que le comentó Ernesto Guevara de la Serna a su amigo Alberto Granado mientras deambulaban por las ruinas de Machu Picchu, sin sospechar el lugar que reservaba la historia al joven estudiante de medicina, aficionado al rugby, el ajedrez y la poesía.

UN FIASCO LLAMADO FRANÇOIS HOLLANDE

Muchos sonreímos cuando François Hollande ganó las elecciones presidenciales en Francia, pero un año después el 76% de sus votantes están desilusionados, pues ha aplicado la misma política de recortes que Sarkozy y ha incrementado el presupuesto de Defensa, admitiendo que se proveerán los recursos necesarios para modernizar el armamento nuclear. Sin desviarse de los dictados de la Troika, ha anunciado una disminución del gasto público y una reforma de las pensiones que aumentará el período de cotización. En el plano internacional, Hollande ha anunciado que enviará armas a los rebeldes sirios. No hay que sorprenderse, pues su reciente intervención en Mali, con el pretexto de frenar la expansión del islamismo radical, resucita las políticas coloniales de un pasado no muy lejano, cuando Francia utilizó el terrorismo de Estado para combatir a los independentistas argelinos. No está de más recordar que los militares franceses, responsables de la desaparición forzosa de al menos 30.000 argelinos, exportaron su método de trabajo a América Latina, impartiendo técnicas de contrainsurgencia en la tristemente famosa Escuela de las Américas. El objetivo de la intervención en Mali no es luchar contra el islamismo radical, sino garantizar el acceso a las minas de uranio de Mali, Libia y Níger, que se hallan en las zonas controladas por la guerrilla tuareg. De hecho, en el norte de Níger, hay dos grandes minas de uranio (Arlit y Akouta) explotadas por empresas francesas. El despliegue militar ordenado por Hollande pretende consolidar esa forma de colonización económica, evitando al mismo tiempo que los rebeldes tuaregs puedan vender uranio a Irán, el principal adversario de Estados Unidos e Israel en Oriente Medio. La deportación de una niña kosovar de etnia gitana muestra el verdadero rostro del la socialdemocracia francesa. Detenida durante una excursión escolar, Leonarda Dibrani, de sólo 15 años, residía en Levier desde 2009, lo cual no impidió que Manuel Valls, Ministro del Interior, ordenara su expulsión. Con enorme cinismo y crueldad, las autoridades francesas autorizaron el regreso de Leonarda para finalizar sus estudios, pero sin la compañía de sus padres, previamente expulsados de Francia por su condición de inmigrantes ilegales. El ejemplo de Hollande corrobora que la socialdemocracia y el neoliberalismo aplican las mismas políticas y sólo disienten en materia de costumbres, una cuestión que no afecta a los intereses del poder financiero y militar.

LA GRAN RESTAURACIÓN NEOLIBERAL

Las políticas neoliberales de empleo fueron introducidas en España por el primer gobierno de Felipe González, apoyándose en los Pactos de la Moncloa, que se aprobaron un año antes. Los Pactos de la Moncloa crearon los comités de empresa, que ponían fin a los convenios colectivos y limitaban el papel de los asalariados a elegir cada cuatro años a sus representantes. Los comités de empresa se utilizaron para dividir a los trabajadores, debilitar a los sindicatos y favorecer los intereses de la patronal. El acuerdo, además, incluía la flexibilización del mercado laboral: contratación temporal, facilidades para el despido, contención de los salarios. UGT, CNT y ciertos sectores de CCOO se negaron a firmar el documento, pero al final sólo mantuvo su oposición el sindicato anarquista. España se incorporó de este modo a la Gran Restauración Neoliberal, que ha incrementado las rentas del capital mientras disminuían las rentas del trabajo, provocando una espeluznante espiral de desigualdad, pobreza y exclusión social. La reducción de los salarios aumenta de forma inmediata los beneficios empresariales, pero a medio plazo perjudica al consumo y a la inversión. Si no se quiere dar machar atrás y aumentar los sueldos, hay que buscar nuevos mercados para evitar un colapso económico. El capitalismo resuelve este conflicto mediante guerras. En los últimos cincuentas años, han desempeñado este papel las intervenciones militares en Vietnam, Irak, Afganistán, Libia o Siria. La destrucción de otros países es un negocio perfecto, pues de un plumazo se alimenta el complejo militar-industrial, se expropian recursos estratégicos y se obtienen enormes ganancias en las tareas de reconstrucción de los países ocupados. Lenin no se equivocó en ese sentido: el imperialismo es la fase superior del capitalismo. La tercera revolución industrial ha añadido nuevos factores. La informática, la química industrial y la biotecnología han permitido la globalización de la economía. La globalización no es un fenómeno inevitable en una época de grandes innovaciones tecnológicas, sino “un proyecto político” (Juan Ramón Capella), que promueve la libre circulación de capitales sin ninguna clase de control democrático. Esa liberalización afecta a las mercancías y bienes que lucran a las oligarquías de las sociedades opulentas, pero no al mercado de trabajo, pues establece severas restricciones en la libre circulación de las personas. La libre circulación de capitales favorece la especulación y la aparición de burbujas financieras basadas en una expansión irracional del crédito. La crisis de las hipotecassubprime es un ejemplo de crecimiento basado en el endeudamiento privado. Los bancos resuelven sus pérdidas mediante rescates con dinero público, pero las familias que pierden su vivienda o los trabajadores que van al paro sólo obtienen –en el mejor de los casos- subsidios miserables. El pinchazo de la burbuja inmobiliaria se está corrigiendo en España mediante las exportaciones, imitando el modelo alemán establecido por la socialdemocracia alemana de Gerhard Schröder. El problema es que una economía basada en las exportaciones ahoga el consumo interno, acentuando las desigualdades. Si los beneficios se buscan en el exterior, las empresas sólo podrán ser competitivas bajando los salarios y prolongando la jornada laboral. Esta estrategia provoca un hondo malestar social que se aplaca con una política represiva. En la España de 2013, la reforma del Código Penal y la nueva Ley de Seguridad Ciudadana criminalizan las protestas sociales, con multas desproporcionadas concebidas para amordazar a la opinión pública y penalizar las distintas formas de desobediencia civil no violenta. Es el regreso del capitalismo salvaje, que destruye la libertad y escarnece la soberanía popular, sembrando la miseria, la desesperanza y el miedo.

 LA VIOLENCIA REVOLUCIONARIA

Si el análisis anterior es correcto, sólo puede concluirse que vivimos bajo la bota de gobiernos ilegítimos. Casi ningún intelectual lo reconocerá públicamente, pues hace mucho tiempo que el neoliberalismo consiguió domesticar a los escritores, publicistas y filósofos mediante premios amañados, distinciones honoríficas y cátedras universitarias. Al margen de este lamentable hecho, conviene recordar que sólo se puede incitar a la revolución, si se admite que el modelo político actual carece de legitimidad democrática. Pero, ¿qué es una revolución? Declarar la guerra al Estado y atacarle en todos los frentes. En el siglo XX, casi todas las revoluciones han comenzado en forma de guerrilla urbana o campesina, con un puñado de hombres y mujeres que han utilizado la violencia para acabar con un poder ilegítimo. El foquismo, la teoría revolucionaria inspirada por el Che Guevara y teorizada por Régis Debray, estima que “no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución”. Es suficiente un pequeño foco que ataque al Estado, empleando la táctica de la guerra de guerrillas. Sus acciones ayudarán a la población a perder el miedo, mostrando que es posible vencer al régimen opresor. La guerrilla es la vanguardia del pueblo en lucha y la represión institucional –brutal y, en muchas ocasiones, indiscriminada- incitará a la insurrección. La Revolución cubana y la Revolución sandinista se basaron en este modelo. Los movimientos de liberación nacional de Vietnam y Argelia también siguieron estos pasos, con notable éxito, pero no sin un enorme caudal de sufrimiento. Por el contrario, los tupamaros y los montoneros fueron derrotados y diezmados. El caso de Perú es diferente. Sendero Luminoso despilfarró el apoyo popular obtenido en sus inicios, menospreciando la cultura indígena y sus costumbres ancestrales. La masacre de Lucanamarca reveló que la guerrilla maoísta se había internado en una injustificable barbarie. El 22 de marzo de 1983, la Ronda Campesina (una organización de autodefensa instruida por el Ejército peruano) asesinó al comandante senderista Olegario Curitomay en Lucanamarca, un pequeño pueblo de la provincia de Huanca Sancos en Ayacucho. El guerrillero fue apedreado y acuchillado en la plaza principal. Después, cuando aún se hallaba vivo, le prendieron fuego y le remataron de un disparo. Sendero Luminoso respondió con una matanza. El 3 de abril entró en la localidad y acabó con la vida de 69 personas. Entre las víctimas, había mujeres embarazadas, niños e incluso un bebé de seis meses. Abimael Guzmán, fundador y líder de Sendero Luminoso, justificó la matanza: “Frente a acciones militares reaccionarias… respondimos con una acción devastadora: Lucanamarca. Ni ellos ni nosotros lo hemos olvidado, es seguro, porque obtuvieron una respuesta que no imaginaron posible”. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) jamás han actuado de ese modo, pero se les atribuye vínculos con el narcotráfico, secuestros, reclutamientos forzosos y ejecuciones extrajudiciales. Las FARC explican su tolerancia con los cultivos de coca, negando su presunta relación con el narcotráfico organizado: “Un país como Colombia, montañoso y con grandes extensiones de selva, a cuyas regiones más apartadas fueron lanzados por sucesivas oleadas de violencia latifundista campesinos y colonos, abandonados además a su suerte por el Estado, resultó ideal para el crecimiento de los cultivos prohibidos. Esos campesinos hallaron en ellos el modo de sobrevivir y elevar medianamente su miserable condición de vida. Las guerrillas, enfrentadas desde varias décadas atrás al régimen, asentadas fundamentalmente en las áreas campesinas, no teníamos el derecho ni la vocación de volvernos contra la población con miras a prohibirle la única actividad de la que derivaba su pírrica subsistencia”. Por su parte, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ha actuado como un movimiento popular y sólo en pequeña escala como una guerrilla. Su objetivo es claramente utópico. Al preguntarle al subcomandante Marcos por el sentido de su lucha, respondió: “No queremos el poder, sino algo más difícil: un mundo nuevo”. En escenarios urbanos, han surgido grupos guerrilleros con escasa implantación popular, lo cual explica su fracaso. La Fracción del Ejército Rojo en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia y los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) en España perdieron su operatividad después atacar a las instituciones con mayor o menor éxito. En Irlanda del Norte y Euskal Herria, surgieron movimientos de liberación nacional que acabaron renunciado a la lucha armada para transformarse en fuerzas políticas.

En definitiva, el foquismo no parece viable en el momento actual, pues la sociedad, a pesar de su malestar por las crecientes desigualdades sociales, no está dispuesta a asumir el coste humano y moral de la violencia revolucionaria. Además, los grandes medios de comunicación deforman sistemáticamente los conflictos, ocultando la represión y el terrorismo de Estado y exhibiendo con voluptuosa complacencia el dolor causado por las organizaciones que recurren a la lucha armada. Se ha repetido infinidad de veces que las FARC se financian con el narcotráfico, pero apenas se mencionan los crímenes contra la humanidad cometidos por el gobierno de Álvaro Uribe, responsable –entre otras masacres- de los 2.000 desaparecidos enterrados en la fosa clandestina de La Macarena. En este caso, las víctimas eran “falsos positivos”, es decir, civiles asesinados por el Ejército para hinchar sus cifras sobre el número de guerrilleros abatidos. En otros ocasiones, se han utilizado hornos crematorios para no dejar ningún rastro. La Corte Penal Internacional estima que hay pruebas suficientes para juzgar a Uribe por crímenes contra la humanidad, pero pocos esperan que acabe sentado en el banquillo de los acusados.

LA PERSPECTIVA UTÓPICA

Las posibilidades de cambio por vías exclusivamente pacíficas y democráticas parecen exiguas, pero la sociedad del siglo XXI no parece dispuesta a embarcarse en una revolución. Los anhelos revolucionarios se extinguieron con el pacto social que alumbró el Estado del bienestar. Al legalizar los partidos y sindicatos obreros, aceptando parte de sus demandas (restricción de la jornada laboral, indemnización por despido, derecho de huelga, pensiones, sanidad y educación públicas), el capitalismo logró una tregua social que permitió un crecimiento sin precedentes, rozando el pleno empleo y una moderada redistribución de la riqueza mediante una fiscalidad progresiva. A cambio, fortificó sus privilegios, garantizando la plusvalía, la propiedad privada y la división en clases sociales. En este proceso, los trabajadores perdieron su conciencia de clase y utilizaron su tiempo libre en el consumo de bienes, que muchas veces exigían un endeudamiento excesivo. Se rompió el vínculo entre cultura y cambio social, tan fructífero y necesario, y se enterró el concepto de revolución, rebajado a utopía infantil. Ni siquiera la rebelión estudiantil del 68, logró que la clase obrera se comprometiera con un proceso revolucionario. Las huelgas que apoyaban la revuelta se disolvieron cuando la patronal acordó una subida salarial y ciertas mejoras en las condiciones de trabajo. Actualmente, la contrarrevolución liberal ha liquidado el pacto social firmado en la posguerra de 1945. Desde 1979, cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan iniciaron su cruzada a favor de las élites económicas, se han reducido salarios, se ha abaratado el despido, se han implantado los contratos precarios, se ha trasladado parcialmente a los trabajadores y pensionistas el coste de las prestaciones médicas, se han recortado los subsidios de empleo, se ha privatizado la gestión de los recursos naturales y se han aliviado las cargas fiscales de los más ricos. En definitiva, se ha avanzado hacia un “Estado mínimo” que ha reemplazado al Estado del bienestar. Al mismo tiempo, se han creado nuevas leyes represivas que hostigan sin descanso a los movimientos sociales. La clase trabajadora ha reaccionado con indignación, pero sin atreverse a pedir una revolución. ¿Cuáles son entonces las alternativas reales ante los estragos del capitalismo salvaje? Gramsci habló de una “revolución pasiva” mediante transformaciones moleculares. Si cada uno trabaja en su entorno inmediato a favor de una revolución incruenta, poco a poco irá ganando posiciones una nueva visión política y social que se reflejará en un cambio progresivo de las estructuras económicas. Foucault utilizará un argumento parecido en su “microfísica del poder”. Mi experiencia como profesor de la enseñanza pública me indica que esa “revolución pasiva” es una quimera, pues el sistema escupe, excluye y margina a todos los que ejercen la disidencia desde dentro. El socialismo del siglo XXI surgido en América Latina es un fenómeno esperanzador, pero aún es pronto para juzgar la trascendencia histórica de sus reformas, que han mejorado las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos. Estados Unidos y la UE han lanzado feroces campañas contra Hugo Chávez (tristemente fallecido), Rafael Correa, Evo Morales o Cristina Kirchner, una verdadera ofensiva mediática con el objetivo de restaurar las políticas neoliberales del FMI. No sabemos si las reformas del socialismo del siglo XXI inauguran una nueva forma de hacer política o si desaparecerán por culpa de la presión de las grandes potencias.

A estas alturas, podemos afirmar sin titubeos que ni la UE ni Estados Unidos son democracias reales, sino sistemas que se atribuyen la representación de la voluntad popular, cuando en realidad sólo trabajan para preservar los intereses de la clase dominante y reprimir el descontento social. Podemos hablar de “absolutismo democrático”, una aberración que borra las diferencias entre paz y orden público, calificando de “terroristas” a todos los que invocan el derecho de resistencia. El futuro es imprevisible, pero todo indica que el absolutismo democrático se prolongará durante décadas. En cualquier caso, nunca deberíamos renunciar a la perspectiva utópica, pues esa esperanza nos mantiene despiertos, combativos y comprometidos con la construcción de un mundo diferente. La utopía no es una fantasía infantil, sino la última barrera contra la barbarie, ya que nos obliga a mirar hacia delante, sin caer en un pesimismo paralizador. La resignación nunca es una opción racional y humana. Los pueblos deben seguir caminando, luchando, rebelándose, con la convicción de que la solidaridad, la justicia y la igualdad no son metas irrealizables, sino principios irrenunciables que nos humanizan y nos dignifican. Aunque ese esfuerzo parezca baldío, posee un enorme valor, pues introduce el sentido y la vida en la historia. El capitalismo siempre desemboca en escenarios de muerte y destrucción. La lógica de la acumulación es insaciable y absurda. No responde a necesidades reales, sino a una ambición de poder que destruye a la familia humana, dividiendo a los pueblos en explotadores y explotados y a las sociedades en ricos y pobres. La esperanza se subleva contra esta escisión y trabaja por lo bello, lo solidario y lo fraterno. La utopía es vida, generosidad, desprendimiento, comunión con el otro. Si el ser humano pierde ese horizonte, sólo le quedará una existencia miserable y una negrura sin límites, donde la palabra perderá su potencial transformador y no habrá un mañana ético, capaz de incendiar el corazón de las nuevas generaciones, instigándoles a luchar por un futuro sin víctimas ni pueblos crucificados.

* Publicado en “Into The Wild Union”

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