Juan Carlos Monedero y yo

Juan Carlos Monedero y yo crecimos en el barrio de Argüelles, cerca del Paseo de Pintor Rosales y el Parque del Oeste. Los dos estudiamos el primer curso de primaria en los Sagrados Corazones de Ferraz, un colegio de monjas de aspecto apacible, con dos plantas, una escalera de mármol, un patio umbrío y una azotea que permitía contemplar la Casa de Campo. Juan Carlos trabajaba en el bar de su padre, situado en la esquina entre Romero Robledo y Ferraz. En la trastienda del bar, había una pequeña tienda de ultramarinos, que abría incluso los domingos. Los dos nacimos el mismo año y, después de escarbar en mi memoria, me atrevería a jurar que compartimos aula. Ambos sufrimos los agravios de una educación represiva, que enviaba a los niños con malas notas a la mesa de los tontos e inventaba castigos refinados, como permanecer de rodillas sobre unos trozos de tiza. La directora era una monja bajita, con el rostro estólido, una voz hiriente como una cuchilla y unas gafas de pasta negra. En esas fechas, yo era un niño tímido y mimado. La violencia de las monjas me sobrecogía y alimentaba una rabia que tardaría años en manifestarse. No puedo afirmarlo con seguridad, pero creo que Juan Carlos era un chico rebelde y carismático, que gozaba de la admiración de sus compañeros. Por supuesto, ese privilegio no era una prebenda gratuita, sino una distinción que se pagaba con tirones de pelo, sonoros bofetones y frecuentes visitas al despacho de la directora, que aguardaba al malhechor con una mirada de hielo y una regla de madera. Durante una de esas indeseadas visitas, Juan Carlos y otro compañero aprovecharon un descuido de la directora para incendiar una papelera. El fuego se propagó y las cortinas ardieron. Los pirómanos huyeron, imagino que con la ebriedad del soldado que ha logrado volar por los aires el fortín del enemigo. Presumo que el castigo debió ser severísimo y ejemplarizante.

He intentado recordar la cara de Juan Carlos en ese colegio. Los niños llevábamos babi y uniforme, lo cual nos daba cierto aspecto de reclusos. Tal vez sólo es un sueño o una simple equivocación, pero recuerdo que en una ocasión mis compañeros auparon a un chico para celebrar una hazaña futbolística. Creo que era Juan Carlos, pues su cara de golfillo y sus orejas puntiagudas de duende aún flotan en mi memoria, como uno de esos momentos de nuestra infancia que se resisten al olvido. Quizás me equivoqué, pero sí recuerdo esa gozosa sensación de libertad que explotaba cada vez que surgía algo notable y los niños se liberaban por unos instantes del régimen penitenciario de un colegio con la atmósfera envenenada por una inacabable dictadura militar. No recuerdo ninguna conversación con Juan Carlos. Yo empezaba a descubrir que los límites de mi casa dibujaban una pequeña y precaria utopía abocada a desintegrase con los primeros brotes de lucidez. Juan Carlos estudió el bachillerato en los Sagrados Corazones de la calle Benito Gutiérrez, donde había realizado el bachillerato mi hermano Juan Luis. Yo acabé en el Fray Luis de León, un colegio de padres reparadores ubicado en Martín de los Heros. Eran centros exclusivamente para chicos, donde los curas repartían hostias con fervor tridentino. Durante esos años, yo acudía al comercio de su padre, particularmente los domingos, cuando mi madre abría el frigorífico y descubría que siempre faltaba algo: un bote de mahonesa, una lata de tomate, algo de jamón york. Recuerdo a un chaval avispado, diligente, que corría de un lado a otro del mostrador, esbozando una sonrisa y atendiendo a los clientes con rapidez y eficacia. No sabía que además llevaba los encargos a domicilio. A diario, mi madre compraba en una galería de alimentación y no pedía ayuda para transportar las bolsas. Pasaron tres décadas. Juan Carlos se convirtió en profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense y yo me saqué una plaza de profesor de filosofía en la Comunidad de Madrid, simultaneando la docencia y la crítica literaria. En 2012, sufrí un cuadro de acoso en el IES Rey Fernando de San Fernando de Henares (Madrid). Una pandilla de neonazis hizo una pintada en el muro exterior del centro, donde podía leerse: ¡Rafa Narbona, comunista! Presumiblemente, leyeron mi blog y descubrieron mis simpatías por el Che, Allende y Hugo Chávez. La dirección no mostró mucho interés en borrar la pintada. Durante tres semanas, pudo leerse en la Avenida de Irún. No recuerdo de qué modo, pero Juan Carlos y yo nos pusimos en contacto por medio de las redes sociales. Le conté mi situación y se ofreció a pronunciar una charla en el centro, pero la dirección declinó su oferta, alegando que el mal comportamiento de los chavales convertía esa clase de experiencias en un fracaso. “Además, se pierden horas de clase y se retrasa la programación”, exclamó displicente la directora. Incapaz de soportar la situación, pedí una baja por depresión. Juan Carlos me facilitó su teléfono para conocernos en persona y charlar. Sin embargo, yo me encontraba tan abatido que extravié el número y me refugié en un aislamiento que se prolongó varios meses.

Pasaron dos años y las redes sociales nos pusieron de nuevo en contacto. Juan Carlos había adquirido un nuevo perfil político al participar en la creación de la plataforma Podemos. Yo escribí varios artículos, manifestando mi escepticismo y mis dudas. La vía del reformismo me parecía estéril y no creía en la posibilidad de cambiar las reglas del sistema desde dentro. No es el momento de repetir mis argumentos, que ya he expuesto, pero sí de recordar que Juan Carlos, lejos de enemistarse conmigo, conservó el buen humor y no cambió de actitud. Nos conocimos en persona y descubrimos nuestro pasado en común. Le pedí que participara en la presentación de mi primer libro, Miedo de ser dos, y accedió sin titubear, pese a su ajetreada agenda. Yo volví a la carga con mis artículos sobre Podemos, señalando que no sería posible un cambio real sin abandonar el euro y la UE e incluso dibujé un escenario de futuro, con el PSOE, IU y Podemos firmando un pacto para evitar un gobierno del PP, UPyD, PNV y CiU. Pensé que Juan Carlos me pegaría un puñetazo cuando volviéramos a reencontrarnos y, por supuesto, se negaría a presentar mi libro. Por eso, le envié un mensaje, explicándole que entendería su negativa a participar en la presentación, pero Juan Carlos reaccionó como una persona civilizada e inteligente. Se rió y le restó importancia a las discrepancias. El día de la presentación en la Librería Muga de Vallecas acudió con dos cuartillas y un ejemplar de Miedo de ser dos lleno de anotaciones. Su experiencia como contertulio televisivo y activista político se apreció desde el primer momento. Desenvoltura, humor, perspicacia, capacidad de seducir al público y mantener su atención, poder de análisis y dominio de diferentes registros. Evocó nuestros años de escuela y me reveló que su madre fue una de esas niñas obligadas a entrar por la puerta trasera de los Sagrados Corazones, otro colegio situado en la misma calle, pero sólo para chicas, de acuerdo con el modelo educativo del nacionalcatolicismo, que segregaba los sexos y establecía diferencias de clase. Diseccionó el libro con sumo rigor, abordando los aspectos esenciales de la obra: la guerra civil, el Madrid del posfranquismo, la Movida, los estragos de la heroína, las fantasías con Audrey Hepburn y Marilyn Monroe, el suicidio, las pérdidas, la incurable melancolía. Antes de marcharse, señaló que le faltaba algo al libro: “humor”. Es posible. A fin de cuentas, es una “autobiografía psíquica” o una especie de autopsia sobre mis veinte años de litigio con el trastorno bipolar.

Al día siguiente, colgué las fotos del evento en Facebook. Algunos de mis contactos, expresaron su desagrado al contemplar las imágenes. Les parecía incoherente e intolerable que Juan Carlos y yo mantuviéramos una relación cordial y amistosa, después de que yo hubiera expresado serias objeciones a la plataforma Podemos. No me llamaron traidor, pero faltó poco. Como ya me ha sucedido en otras ocasiones, las críticas se convirtieron en insultos personales. Uno de mis contactos liberó su miseria interior, afirmando por el correo privado que “yo estaba realmente enfermo” y que podía borrarlo de mi lista de amigos virtuales. Al parecer, la amistad y las divergencias son incompatibles y cuando se alían alumbran pavorosos monstruos. Y, sobre todo, un bipolar es un individuo inestable y neurótico que carece de credibilidad. Juan Carlos intervino en la polémica y afirmó, contestando a otro comentario: “No pienso igual que Rafael (especialmente por la lectura que hace de Podemos donde, creo, ha supuesto cosas que no son así: pero ya las discutiremos), pero eso no quita que ayer hiciéramos un ejercicio de honestidad intelectual. Más allá de haber vivido en el mismo barrio –donde yo era el hijo de los currantes y él miembro de la burguesía a la que yo le llevaba a su casa los pedidos desde niño-, sino porque cuando hay compromiso con la verdad, de la discusión siempre se sale más acariciado. Por eso anoche fue una velada estupenda. Saludos)”. Agradezco las palabras de Juan Carlos, pero quiero decirle que se equivoca en parte, pues yo no pertenecía a la burguesía. Es cierto que si miro hacia atrás, las tres generaciones que me preceden se han dedicado a la medicina, la literatura o el derecho, pero nunca acumularon patrimonio. Yo vivía en un piso de renta antigua, una casa grande y luminosa, con un alquiler ridículo. Cuando mi padre murió en 1972, mi madre pasó a cobrar una pequeña pensión que se fue devaluando con los años. Nuestro poder adquisitivo menguaba a un ritmo vertiginoso. Nuestros únicos bienes eran una extensa biblioteca, cuadros de algún antepasado notable (como José Fernández de Cueto, alcalde de Sevilla en tiempos de Isable II) y algunos muebles de mis bisabuelos, como un bargueño napolitano, un reloj inglés y un brasero. No teníamos coche, no viajábamos –salvo a un apartamento de la playa, que mi madre terminó de pagar con grandes sacrificios-, nos costaba trabajo llegar a fin de mes y no podíamos reformar la casa. Este último detalle no es un dato irrelevante, pues vivíamos debajo de un ático y las goteras del baño, la cocina y el salón eran crónicas. En aquella época, los caseros se desentendían de estas cuestiones y el vecino de arriba era un militar que vociferaba por el patio, asegurando que iba a matar a su esposa con su pistola reglamentaria. Las goteras del baño y la cocina se descolgaban por las paredes y dibujaban formas que evocaban los cinco continentes. Los baldosines se agrietaron y el suelo de baldosa perdió sus colores originales. Vivíamos en un sexto y nuestro piso había sido destruido por los bombardeos durante la guerra civil. Para reconstruirlo, no se emplearon ladrillos nuevos, sino cascotes. Por eso, cada vez que una corriente de aire provocaba un portazo, se agrietaban las paredes, mostrando los cascotes y algunos clavos oxidados. Mi casa parecía el decorado de una película neorrealista. Tal vez podríamos haber pintado las paredes nosotros, pero las humedades se reproducían una y otra vez y nuestro origen burgués nos había incapacitado para los trabajos manuales. No era simple pereza, sino la impotencia ante unas tareas que nos parecían irrealizables. Además, era necesario alicatar, cambiar las tuberías y los elementos. Ni mi madre ni hermana –con una discapacidad física- ni yo, nos sentíamos capaces de algo semejante. Y la pensión disminuía sin cesar. Cuando se estropeó la cocina, que ya había superado los veinte años, tuvimos que utilizar durante meses una cocina portátil de gas. La cosa empeoró cuando se produjo un cortocircuito y mi madre no pudo pagar un cableado nuevo. La mitad de la vivienda se quedó sin luz. Nos acostumbramos a usar linternas y velas. Ahora puede parecer cómico, pero yo era consciente de nuestra penuria y los amigos de mi entorno disfrutaban de una posición económica muy desahogada, lo cual agravaba la sensación de miseria. Por ese motivo, nunca les invitaba a casa. Cuando llegué a la universidad, arrastrando esa inutilidad para la vida práctica de la burguesía arruinada, mis compañeros eran hijos de obreros, pero todos vivían mejor que yo. Sus padres eran taxistas, electricistas, instaladores de gas o dueños de pequeños comercios. Vivían en barrios de la periferia, pero eran propietarios de sus viviendas y disponían de dinero para comprar un coche, reformar la casa, viajar al extranjero o adquirir muebles. Cuando yo mencionaba que vivía cerca de Pintor Rosales, mis compañeros esbozaban una mueca que a veces se convertía en desprecio, especialmente si salían a relucir ciertos hábitos de conducta que delataban mi origen burgués. Admito que recuerdo todo esto con una mezcla de rabia y vergüenza.

No sé cómo vivió Juan Carlos esos años. Sé que trabajó mucho y fue buen estudiante. Yo no tuve mi primer empleo hasta los 25 años y consistió en una beca de formación de personal investigador. Fui un estudiante pésimo durante el bachillerato, pero en la universidad mejoraron mis calificaciones. Las notas no significan nada. No miden la capacidad ni la inteligencia, sino la adaptación al sistema. Hace poco, perdimos la casa de renta antigua donde vivió mi madre 65 años. Argüelles ya no es mi barrio, pero los recuerdos siguen ahí, obstinándose en sobrevivir. No sé cuánto durará mi amistad con Juan Carlos, pero le agradezco que haya presentado mi libro y no olvido el apoyo que me prestó hace dos años.  No sé si cambiará mi punto de vista sobre Podemos, pero siempre estaré abierto al diálogo y no aceptaré ninguna clase de coacción por supuestos guardianes de la pureza revolucionaria. Mis ideas básicas no van a cambiar. Apoyo el derecho de autodeterminación de los pueblos y me identifico con el socialismo internacionalista. Creo que es necesario releer a Marx y reivindicar su legado, sin renunciar a los conceptos de revolución y utopía. Por cierto, Marx no se consideraba un utópico, sino un científico que describía el tránsito del capitalismo al comunismo como un paso inevitable. Juan Carlos Monedero ha movido ficha e intenta crear una mayoría social, con la suficiente fuerza para gobernar y plantar cara al triunfante neoliberalismo. No sé si ese proyecto es posible con el método escogido, pero no encuentro ninguna razón para no tender puentes y dialogar con él. En cambio, me sobran motivos para no perder el tiempo con los que se han inmiscuido en mi vida, cuestionando mi derecho a dialogar con “el chico de la tienda”, pero sí quiero aclarar que yo no era “un hijo de la burguesía”, sino un niño y un joven que creció por debajo del umbral de la pobreza. Ahora somos dos profesores –en mi caso, prematuramente jubilado- que se emocionan al recordar nuestra infancia en un barrio, con un hermoso parque donde aún se aprecian las heridas de una guerra de clases que algunos todavía llaman injustamente guerra civil.

* Rafael Narbona

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