La crisis es una manera de gobernar(nos)

La crisis es una manera de gobernar(nos)

El reciente rescate de la banca española con una primera partida de hasta 100.000 millones de euros mientras la crisis sigue mortificando a las capas más humildes de la sociedad, es un claro ejemplo del sesgo profundamente ilegitimo de la estigmatizada deuda soberana española. Porque el astronómico manguerazo crediticio se hace para salvar al sector que está en el origen del problema, es fruto de una decisión unilateral del gobierno sin consulta a la población y obliga a que sea la propia ciudadanía víctima quien asuma los costes de la mafiosa transacción. Si la intervención de facto realizada bajo el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en mayo de 2010 significó el comienzo de las reaccionarias políticas de ajustes y recortes, el rescate de jure de junio de 2012 solicitado por el ejecutivo popular de Mariano Rajoy es la prueba determinante del carácter esencialmente extorsionador de las medidas impuestas por Bruselas. El alarmante crecimiento de la deuda pública y del déficit, con que el PSOE y el PP han tratado de justificar sus fechorías no fue originado porque la población trabajadora viviera “por encima de sus posibilidades”, como proclama el coro de sicofantes en nómina del poder. Muy al contrario, fue debido en gran medida, entonces y ahora, a la acción cómplice y dolosa del duopolio gobernante que exigió imputar la ingente deuda de carácter privada-empresarial, generada por el desmedido afán de lucro del mundo de los negocios y las grandes fortunas, sobre las espaldas de los contribuyentes presentes y futuros. De momento, el último rescate bancario, que según el ministro Luis d Guindos se ha logrado en condiciones “extremadamente ventajosas”, supondrá aumentar la duda pública en 10 puntos y el déficit de 2011 en 3.500 millones de euros.

La crisis que ha provocado ya más de 5,5 millones de desempleados en España y una brutal regresión en derechos laborales, sociales y ciudadanos, no fue debida a una catástrofe natural ni vino por designio divino. Estuvo por el contrario provocada por la codicia de los seres humanos, de una categoría determinada de personas, personas jurídicas antes que físicas. Aquellas que, incrustadas en la clase dominante, controlan los resortes de la economía y las finanzas, buscando su propio beneficio a costa del resto de la población, el 1% que pisa al 99% restante. Y de la misma forma que es totalmente falso este concurrido mito de la crisis inevitable, anónima, sin autor, lo es asimismo el fetiche del euro campeador. Es la moneda única que sirve de medio de cambio en quince países de la Unión Europea (UE), a la que los mismos responsables de esta gran recesión intenta hacer pasar como una camisa de fuerza de que la sólo podemos librarnos a riesgo de hacer zozobrar a las sociedades que la utilizan como divisa común. Entre estos dos falsos dilemas propagados desde el poder y sus púlpitos, el tabú de la crisis y el tótem del euro, oscila la espada de Damocles con que se maneja el conflicto sistémico que nos devora.

Por eso lo primero que hay que hacer para tener una perspectiva realista del problema es contextualizar esos dos mitos que ofician de reclamo para favorecer la resignación global. Para ello basta con monitorizar el proceso, de-construir las claves sobre las que se ha levantando la trama y analizar la función que cada elemento de esa arquitectura ha desempeñado en su elaboración. Esta es la parte más fácil de abordar, la que ya no requiere de exorcismos, porque la flagrante lenidad de las medidas adoptadas para solventar el problema ha abierto los ojos a mucha gente. Pocos discuten hoy la dolosa implicación de los sectores financieros en la crisis y la antidemocrática actitud de los gobiernos que se han plegado a los intereses del capitalismo de casino, convirtiéndose en una suerte de ejércitos de ocupación al dictado de la hoja de ruta de las multinacionales y los grandes de la banca. Un ataque mancomunado, en suma, para el que se ha recurrido a auténticos golpes de palacio reformando al asalto algunas constituciones sin el consentimiento de los ciudadanos e incluso entronizando a jefes de gobierno no elegidos.

Esa partida, que abarca desde el estallido de la crisis hasta la entrada en escena de sus pirómanos reconvertidos en bomberos de fortuna, comienza a estar amortizada por la exigencia de responsabilidad de los damnificados, sellando así la primera derrota de la estrategia del mundo de los negocios. Nunca como hoy los gobiernos occidentales han estado tan desacreditados, como muy a su pesar demuestran las encuestan y los sondeos de opinión. La fenomenal deslegitimación, ganada a pulso con sus bárbaros ajustes y recortes, está hoy a la orden del día, y no hace sino incrementarse a medida que los efectos de la crisis persisten unilateralmente sobre las propias víctimas, mientras esos gobiernos en nómina del capital reinciden cínicamente en sus antidemocráticas acometidas contra derechos y libertades. Prueba de esta desafección galopante son los estrepitosos fracasos electorales cosechados por los “partidos del orden”, el tándem formado por conservadores y socialdemócratas, que se han alternado en el poder en el Viejo Continente desde la segunda guerra mundial en una especie de política lampedusiana consistente en cambiar algo para que todo siguiera igual. La crisis y sus mentiras han terminado incubando el caldo de cultivo propicio para que la ciudadanía rompa amarras con esa dinámica falaz, provocando un auténtico agujero negro (vacío de poder lo llaman en clave histriónica) en lo que hasta ahora ha sido uno de los pilares indiscutibles del statu quo. EL 15M, el movimiento de los indignados, nace de esa lacerante constatación, y supone el paso al frente de un contingente social que ha ido de la frustración a la no resignación, y que ahora perfila las pautas con las que hacer viable una impugnación que sirva para “derrocar” el modelo de dominación realmente existente.

El segundo espejismo con el que nos abducen los cruzados de la crisis, es el de un euro sin alternativas. Según esta tesis, predicada desde todas las esquinas del sistema por políticos, empresarios, economistas y medios de comunicación (o sea, toda la grey que no supo prever la crisis y que ahora se ha puesto al frente de la manifestación para señalarnos su solución), cualquier intento de abandonar la moneda única es un disparate que puede acarrear calamidades bíblicas a quien lo intente. Esta doctrina hace del euro un club hermético, en el que la admisión supone superar un riguroso proceso de selección pero donde una vez dentro la puerta de salida está vedada. Lo conclusión lógica en este contexto de tragedia griega es que los bienaventurados miembros que ingresan en la orden del euro tienen que cumplir con las medidas de austeridad que se imponen desde el directorio de Bruselas y el Banco Central Europeo, por muy dolorosas, arbitrarias e injustas que sean. Lo contrario, afirman, sería el suicidio colectivo. Y precisamente es en el arraigo popular de este absurdo conjuro (euro versus caos) donde se hallan en estos momentos las mayores dificultades para que las víctimas se liberen del dogal del capital financiero y sus gobiernos sicarios. Vencer ese miedo, desmontar esa estrategia de la tensión, es aquí y ahora la tarea del héroe.

Aunque existen caminos que indican que “si se puede” dar esa batalla. El caso de los países que se han rebelado contra la expoliación financiera nos muestra herramientas y políticas para refutar ese mito del eurocandado. Islandia, un país con moneda propia pero que aspira a entrar en la Unión Europea, ha sido uno de los primeros en sufrir la embestida de los mercados financieros y también uno de los pocos que está saliendo a flote en un tiempo récord gracias a aplicar remedios completamente opuestos a los preconizados por Bruselas. Lejos de aceptar el consabido esquema de “socializar las pérdidas”, el pueblo islandés se sublevó contra sus autoridades y exigió que no se sufragaran con dinero público las quiebras de la aventurera banca privada que, con sus inversiones especulativas, había llevado al país al borde del abismo. La modélica y democrática protesta en la calle de la ciudadanía activa derivó en la caída del gobierno, la exigencia de responsabilidades penales para banqueros y políticos cómplices y la puesta en marcha de una nueva constitución a través de la iniciativa popular que aprendiera de la amarga experiencia. Ólaur Ragnar Grímson, el presidente de Islandia que se negó a sancionar una ley que obligaba a la población a pagar al Reino Unido y Holanda por la quiebra de sus bancos, resumió así el sentido de la revuelta de sus indignados: “Lo fundamental es que Islandia es una democracia, no un sistema financiero. La gente no tiene que pagar la locura de los bancos”.

El otro ejemplo de respuesta a la crisis desde la resistencia popular lo tenemos en Grecia, el primer país intervenido por la troika (Bruselas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo), que está sirviendo de cobaya para calibrar el grado de sacrificio que es capaz de soportar un pueblo dejado de la mano de los mercados. Allí hubo de colmarse el vaso del expolio para que los helenos abrieran una vía de escape pasando factura a los dos partidos hegemónicos, el conservador Nueva Democracia y el socialdemócrata PASOK, que con su traición como súbditos complacientes de los poderes económicos y financieros han convertido al país en lo más parecido a un protectorado al servicio de los intereses de Alemania. El reciente sorpasso electoral del frente de izquierdas plural que aglutina Syriza señala en la dirección del ejemplo Islandés por otros medios. Syriza es una formación que rechaza los ajustes y recortes y se ha comprometido a la derogación de las medidas de austeridad y al replanteamiento de la deuda soberana, en todo o en parte, como deuda odiosa y en consecuencia ilegítima.

Por tanto, no es verdad que no exista vida fuera del euro y que no se pueda hacer nada contra el todopoderoso sistema financiero. Hacer o deshacer, regular o desregular, es una cuestión de voluntad política. De estricta democracia. Y llegado el momento nada impide a un país salirse del euro si con su permanencia lo que está provocando es llevar a sus habitantes a la ruina (una generación pérdida) para que sobre sus cenizas brote un capitalismo de nueva planta, más explotador, más canalla y más injustamente global. Vencer el miedo a la maldición del “euro y contigo pan y cebolla” significa también comprender que con la vuelta a la moneda nacional (el dracma en el caso griego) se recobran estímulos positivos desde el punto de vista económico. La devaluación comparativa que esa salida de emergencia conlleva entraña riesgos y dificultades, como un empobrecimiento general (general, ojo, no selectivo y clasista) y un horizonte temporal inflacionario, pero también supone dotar de mayor competitividad a las mercancías allí producidas con respecto al entorno, hacer más atractiva comercialmente la “Marca Grecia”, tipo aceite, vino, navieras y turismo, e incluso que el repunte de la inflación sirva de paliativo para reducir el montante de la deuda. Pero sobre todo, la baza suprema de tal “reiniciar” radica en el intangible de la recuperación de la soberanía nacional y el fortalecimiento de su base democrática. Claro que dejar atrás al euro no es superar el capitalismo ni cosa parecida. Por eso, la subversión del statu quo que traería la irrupción de Syriza en un gobierno de unidad popular no debería limitarse a volver al país a la casilla de partida de la era pre-euro. Igual que en Islandia la revuelta ha servido para diseñar una nueva constitución que evite los errores-horrores pasados, la alternativa realmente trasformadora en Grecia pasaría, en el plano ético, por erradicar la cultura de la corrupción y del clientelismo en el aparato de la administración y, en el terreno productivo, por asumir las enseñanzas de la crisis y promover una economía eficiente, sostenible y decrecentista al servicio de las necesidades reales de toda la población.

En esta encrucijada de mentiras, ajustes y descrédito de las instituciones se encuentra la España pepera de Mariano Rajoy. Aquí hemos pasado de la euforia compartida por el bipartidismo dinástico reinante de socialistas y populares, con una crecimiento “envidiable” hecho a base del combinado ladrillo-banca (“la mejor del mudo”), a estar en la UVI porque ese sistema financiero igualmente “envidiable” llevaba plomo en sus alas, dado que los gobiernos sucesivos urdieron con los bancos una auténtica conspiración para cargar la crisis que ellos habían desatado sobre los hombros de los trabajadores. El caso Bankía, privatizado por el PSOE y nacionalizado por el PP (el colmo de la contradicción) ha sido el último capítulo de un proyecto de dominación estratégico que busca poner buena parte de los recursos públicos en el cesto del mercado. Este saqueo planificado, en una economía como la española, que pesa en el PIB europeo el doble que la irlandesa y la griega juntas, ha sido posible por la identidad teleológica de la izquierda y la derecha en el poder, trasunto chusco de una representación ostentada en nombre de los ciudadanos que ha devenido en patio de monipodio. Mientras en Irlanda se piensa someter a referéndum el Pacto Fiscal que demanda la canciller Merkel, en nuestro país el tema se despachó con una llamada de teléfono del presidente Zapatero a Rajoy para incluir en la actual constitución el principio de equilibrio presupuestario, reforma de penalti que supondrá en la práctica la adopción por parte del Estado español de la ideología económica neoliberal. ¿Tendrá esto algo que ver con el hecho de que el Consejo de Europa haya suspendido a España por la oscura financiación de sus partidos? Por otro lado, sorprende que en las últimas elecciones del 20-N ningún partido a la izquierda del PSOE planteara, siquiera fuera en el terreno de la especulación intelectual, la problemática de la salida del euro. No hubo tal, ni siquiera en formaciones que habían hecho campaña en su día contra los postulados de Maastricht, lo que demuestra que existe un pensamiento único respecto al euro que no entiende de ideologías.

Sin embargo, en el tobogán de la crisis que tiene como víctima propiciatoria a los pueblos de los países afectados, hay también un doble “pasivo” que no debemos pasar por alto, porque revela el lado vulnerable del modelo imperante. Uno es de tipo político, la gestión del orden social, y otro de carácter económico, referido al ADN del capitalismo neoliberal. El primero destaca la debacle de la socialdemocracia, la fórmula de éxito con que la clase dominante había conseguido apaciguar a los ciudadanos y trabajadores al calor de un Estado de Bienestar más o menos consolidado. La crisis fiscal del Estado ha dejado a la intemperie a los partidos socialistas del consenso social, obligándoles a descararse como feroces agentes del sistema ante sus confiados representados. Incluso con el “valor añadido” de ser precisamente ellos, la izquierda nominal, los abanderados de la Internacional Socialista (IS), quienes priorizaron la brutal contrarreforma que el capital exigía para mantener su tasa de beneficio. La consecuencia no se ha hecho esperar y el derrumbe de la opción socialdemócrata es de tal calibre que pone en peligro su propia supervivencia. Hemos pasado del “algo va mal”, pronosticado por el malogrado historiador Tony Judt, al “sálvese quien pueda”. Los efectos de la devastación están en todas partes como una metástasis. En Egipto y Túnez, donde el pueblo insurgente expulsó a sus corruptos dictadores Mubarak y Ben Ali, miembros de número de la IS. En Grecia, con un Papandreu, presidente en ejercicio de esa internacional, aplicando las medidas de austeridad al dictado de los mercados que negó en su campaña electoral. En España, con un PSOE que erige como líder para la nueva etapa a Alfredo Pérez Rubalcaba, la persona que ha llevado al partido a su mayor derrota de la historia. En Francia, con la elección del burócrata Hollande como opción de recambio para personalizar el eje franco-alemán. O, en fin, con un partido socialdemócrata alemán (SPD) que desaíra a sus socios ideológicos apoyando el Pacto Fiscal que preconiza Ángela Merkel, contra la tesis oficial de sus colegas del sur, en teoría más proclive hacia políticas de crecimiento.

El segundo eslabón de este bumerán tiene que ver con la satanización del crédito. No gastar más de lo que se tiene. ¿Pero no habíamos quedado en que lo contrario, vivir por encima de nuestras posibilidades, era la gallina de los huevos de oro del sistema? En el imaginario social, la retórica de la crisis ha impuesto una nueva frugalidad. Pero sin volver al ahorro de la primera fase de la sociedad industrial, superado luego por la sociedad de consumo y su sobreproducción a escala. Desde entonces el crédito ha sido el cemento del régimen, como demuestra que la crisis se incubara en una loca carrera de hipotecas al por mayor concedidas sin apenas garantías. Por eso, volver a una cultura de estricta austeridad, tanto ingresas tanto gastas, cuando desde el otro extremo de la crisis se proyecta por décadas paro estructural y devaluación de la renta disponible, parece la pescadilla que se muerde la cola. La austeridad así concebida puede ser la verdadera prima de riesgo del sistema.

Hace tres años, cuando la crisis planeaba sobre nuestras cabezas, este modesto observador publicó un artículo que llevaba un título que entonces parecía grandilocuente (“La tercera guerra mundial, estúpidos”, Rojo y Negro julio-agosto 2009), en el que se insinuaba que lo que estaba ocurriendo, por su efectos letales sobre lo sectores mas humildes de la sociedad, era equivalente a otra conflagración mundial, pero no bélica, ni entre países, sino de clases. Hoy esa perspectiva está siendo atropellada por los acontecimientos. La diferencia, señalaba entonces, es que “hasta ahora una guerra mundial justificaba el sacrificio de una generación para que la siguiente fuera más libre”. Y concluía: “con la guerra económica actual será la primera vez en la historia contemporánea en la que los hijos vivirán peor que sus padres”. Porque, como afirman los pensadores anónimos del Comité Invisible, “la crisis es una manera de gobernar”.

* Publicado en Radio Klara

(Nota. Una versión reducida de este artículo, con el título “El chantaje del euro” ha sido publicada en el último número de Rojo y Negro).

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