La desconocida historia de la inmigración asiria y siriana ortodoxa en Argentina

Por Leandro Albani
Pueblos y comunidades que escaparon de los genocidios cometidos por el Imperio Otomano y el naciente Estado turco escaparon hacia América Latina. Argentina fue uno de los lugares a dónde arribaron después de cruzar océanos, ríos, dolores y añoranzas.
—¿Por qué viniste, abuela?
—Porque mataban a las mujeres, violaban a las mujeres.

Susana Jalo, en ese momento una niña de 12 años, está frente a su abuela María. Sus ojos se cruzan, se estudian, guardan silencios y recuerdos que nunca verán la luz. Susana todavía escucha esa pregunta que hizo y la respuesta a “media lengua”. Y frente a ella, su abuela, las arrugas de la historia en la cara, un pañuelo que le cubre el cabello y el aroma de la comida tatuada en sus manos y en toda la casa.
Ahora, mientras hablamos sobre los antepasados que fluyen por su sangre y la de sus hijos, Susana dice “cómo se me escapó”. Esa frase representa el silencio ante las palabras de su abuela, nacida en el Creciente Fértil, en Mesopotamia, en la tierra que hace miles de años se convirtió en la civilización sumeria que abrió las puertas al mundo actual, y vio al Imperio Asirio resplandecer y ocultarse en el ocaso de la historia.
“Yo no podía retrucar -se sincera Susana-. Hubiera querido ser periodista y haberle hecho un reportaje a mi abuela. Me perdí eso. Lo que sé es por lo que contaba algunas veces con toda la familia”.
Las pocas palabras de la abuela María encierran una de las principales tragedias que vivió el pueblo asirio: el genocidio Seyfo, perpetrado en 1915 por el Imperio Otomano en el territorio de la actual Turquía. Ese genocidio, poco conocido para muchos y muchas, se produjo en paralelo al que sufrió el pueblo armenio. Y como los armenios huyeron desesperados ante la persecución y las matanzas, los hijos e hijas del dios Ashur también escaparon: a Siria, Líbano, Europa, Estados Unidos y a Argentina.
Cuando Susana habla de sus orígenes asegura que en su familia había mucho silencio y “un trauma” derivado del genocidio. Sus bisabuelas y bisabuelos no salieron de sus tierras “por propia decisión -remarca-, sino que fueron obligados”.
En búsqueda de los orígenes
Ricardo Georges es sociólogo, de origen asirio-libanés. En su casa en Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, su historia y la de su familia se abre paso entre la niebla del recuerdo oral, libros, mapas y viajes. En el último tiempo, y después de vivir varios años en España, decidió investigar y escribir. ¿Sobre qué? Sobre sus raíces asirias, sobre la marcha monumental de una sociedad que convivió con kurdos, armenios, turcomanos, árabes, musulmanes, cristianos, yazidíes y alevíes, pero que, en un mundo de conflictos crecientes a partir del siglo XIX, también sufrió la represión.
En su estadía en Madrid entre 2002 y 2016, viajó a Mardin, en el sudeste de Turquía, una de las principales ciudades en la que todavía viven los asirios. Fue a buscar a sus antepasados, a recorrer las calles que ellos caminaron, a hurgar entre ruinas y casas en las que se cobijó su familia paterna. Pero Ricardo no se quedó quieto y llegó a Damasco, antes de la guerra, a rastrear a sus abuelos, a su padre, a sentir el aire que miles de asirios respiraron mientras escapaban del genocidio y llegaban exhaustos a la capital siria.

En 1908, en una Argentina que apenas despertaba al siglo XX, los primeros asirios pisaron una tierra lejana y desconocida. Ni el océano Atlántico ni el río de La Plata, que los obnubiló por su magnitud, los detuvo. Ricardo dice que en ese primer momento eran muy pocos y se trasladaron, principalmente, a las ciudades de La Plata, Berisso y Quilmes. No hay cifras claras, los datos se pierden entre papeles oficiales que ya no existen. Pero Ricardo explica que, según lo que pudo investigar, en total al país arribaron entre 150 y 200 familias asirias hasta 1953, año en que cortó la inmigración.
Los primeros inmigrantes, jóvenes que no alcanzaban los 20 años de edad, se tropezaron con los puertos argentinos con pasaportes otomanos entre sus manos. ¿Sabían a dónde llegaban? ¿Qué conocían del país del ganado y las mieses? ¿Por qué -se preguntaban- al poco tiempo de pisar suelo argentino inevitablemente todos les decían “turcos”?
Un pueblo de Mesopotamia
¿Cómo reconstruir en pocas líneas la historia de un pueblo milenario? Es imposible. Pero algunas referencias, datos y hechos permiten conocer a quienes, siglos y eras después, arribaron -algunos, tal vez, sin saber muy bien por qué- a las ciudades ribereñas del río de La Plata.
—Asiria, o Beth Nahrein, significa país o pueblo entre los ríos, porque a sus tierras las cruzan el Éufrates y el Tigris. Ese nombre todavía se transmite de generación a generación pese a los largos siglos de la historia. En el corazón de Mesopotamia, la región asiria pasó por la autoridad de varios imperios: medos, aqueménidas, macedonios, seléucidas, partos, romanos, sasánidas.
—Para el año 2600 antes de nuestra Era (anE), el pueblo asirio se asentaba en torno a la ciudad de Ashur, a orillas del Tigris. El núcleo territorial del pueblo asirio tuvo su cénit entre los siglos VIII y VII anE, con un vasto Estado desde los montes Zagros hasta Egipto, desde las tierras aledañas al mar Caspio hasta el Golfo Pérsico. Su gran capital, Nínive, fue destruida por babilónicos y medos en el año 612 anE, lo que marcó el final del Imperio Asirio, que comenzó en el año 900 antes de nuestra Era.
—Los asirios conforman un grupo semítico que originalmente hablaba la lengua acadia. Más tarde, se comunicaron con el arameo antiguo. Según algunos analistas, la lengua asiria atraviesa un retroceso lento y peligroso. El asirio moderno está conformado por dos dialectos (suret y suryoyo, u oriental y occidental) del arameo moderno, una lengua semítica con más de tres mil años de antigüedad que, en su momento, fue mayoritaria en Mesopotamia. La lengua del pueblo asirio fue víctima, inevitablemente, de invasiones militares y guerras. Eso implicó que el idioma se convierta en blanco de los vencedores que en diferentes etapas intentaron persificar, arabizar o turquificar la lengua.
—Ashur es el dios principal del pueblo asirio. Y también su nombre coronó a la capital del impero, recostada sobre las aguas del Tigris. Como deidad, Ashur hace referencia al sol y al mundo natural, por eso también era representado por un árbol. Al igual que otros pueblos de Mesopotamia, sus diosas y dioses tenían un vínculo directo con la vida. Otra característica de este dios es ser el encargado de la creación: durante el milenio I anE, su nombre se escribía con los signos “As”, que significa dios, y “shar”, que se identifica con el concepto de infinito. La representación de Ashur, que se puede ver en reliquias y ruinas todavía en pie, es un disco solar alado con ciertas variaciones: en algunos casos, otros círculos envuelven al círculo central y a cada lado caen rayos ondulados; o el círculo, suspendido por alas, protege a un guerrero que dispara flechas o tiene su mano derecha levantada. En muchas banderas asirias -fondo blanco con una estrella central de cuatro puntas que combina el azul y rojo, y de la que se desprenden cuatro franjas onduladas azul, roja y blanca- se ve, en su parte superior, la simbología de Ashur.
—Cuando irrumpió el islam durante la Era actual, la mayoría de los asirios eran cristianos. En un artículo aparecido en abril de 2024 en La Razón, de España, y titulado “Agonía y esperanza de Asiria, la última patria cristiana de Oriente Medio”, se detalla: “Lejos de profesar un solo cristianismo, los asirios se reparten en una decena de confesiones. La más numerosa de ellas es la iglesia católica caldea, que preside el patriarca-catolicós de Bagdad de los caldeos desde la capital iraquí. Le siguen, con arreglo al número de fieles, la iglesia asiria de Oriente (conocida como nestoriana) y la siro-ortodoxa, pertenecientes a la familia de las iglesias ortodoxas orientales. Todas fueron fundadas en el siglo I por Tomás el apóstol y sus discípulos San Aday (Tadeo de Edesa) y San Mari según la tradición, y siguen empleando el siríaco oriental (un dialecto del arameo, que fue la lengua de Jesús) como idioma de la liturgia. También hay asirios vinculados a otras iglesias orientales y protestantes”.
—En el mismo artículo, Robin Betshmuel, profesor e investigador de la Universidad Salahaddin, de la ciudad de Erbil, capital del Kurdistán iraquí (Bashur), resume: “Su identidad se manifiesta en una historia, una lengua materna y unas tierras históricas, tradiciones, costumbres y celebraciones, nombres personales y títulos o uniformes propios, señas todas ellas de una identidad en peligro”.
—Todos los 1 de abril se celebra el Día de Akito, el año nuevo asirio. En su calendario, los asirios transitan el año 6774. Como otros pueblos originarios de Mesopotamia, en la fecha se festeja la llegada de la primavera, el renacimiento de la vida y la renovación de la tierra. A partir de esa fecha, llegan los tiempos de siembra para un pueblo que forjó su cultura en relación directa con la naturaleza que lo rodea.
—En la actualidad, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoce a los asirios como un pueblo originario, con su capital en Nínive. Las estimaciones sobre la cantidad de habitantes en Turquía, Irak, Siria e Irán oscilan entre números bastantes dispares, aunque se pude inferir que en total son alrededor de quinientos mil en total. Sí es sabido que su diáspora, principalmente asentada en Europa y Estados Unidos, supera la cifra de asirios en su tierra originaria.
El maletín
Un día cualquiera, Susana encontró un maletín en la casa de su abuela paterna. Me muestra lo que había adentro: fotos, cartas, algunos documentos en árabe, papeles sueltos. Ese maletín le permitió redoblar su insistencia por conocer la larga historia de su familia, que es, también, la de su pueblo.
La patria más cercana de Susana está formada así: su madre, Irma Rosa Tomas, y su padre, Fernando Carlos Jalo. Su abuela y abuelo paternos: Marin Allaf y Abdulkarim Jalo; y su abuela y abuelo maternos: María Calaili y Abdulmacich Tomas.

“Tengo ascendencia por doble vía, materna y paterna. Los apellidos fueron adaptados en Argentina, porque en realidad mi apellido es Allo”, dice mientras me muestra algunos documentos que aparecieron en el maletín. “Nosotros acá somos Jalo, argentinizados”, resume. El caso de la familia Tomas fue similar: el apellido remitía a Diyarbakir, la provincia del sudeste turco vecina de la ciudad de Mardin. Ni Susana ni nadie sabe con certeza en qué puerto quedó anclado el apellido original.
Susana cuenta que el primer familiar que llegó a Argentina fue su tío Behnan Jalo, tal vez en el año 1910. Y otra vez hurga en el maletín, saca una foto y señala a su abuelo y a Behnan, el “señor de los bigotes anchos”. Por los caprichos de los funcionarios de migraciones o, quizá, por sus nuevos vecinos en La Plata, Behnan pasó a llamarse Fernando. “Él es el que empieza a llamar a toda la familia”, dice, y en esas pocas palabras resume travesías por tierras, mares y océanos que, con las bondades del clima, permitieron a los Jalo y a los Tomas olfatear que en las costas del río de La Plata se podía construir un futuro.
Entre 1910 y 1930, las familias Jalo y Tomas se afincaron en la capital de la provincia de Buenos Aires. En la pequeña valija de Susana todavía queda una parte importante de sus historias.
Sirianos ortodoxos
A principios del siglo XX llegaron a Argentina los primeros sirianos ortodoxos, comunidad a la que pertenece Susana. Los primeros inmigrantes se establecieron a lo largo del país, en especial en La Plata y sus alrededores, y en las ciudades de Buenos Aires, Avellaneda, Córdoba, Frías (Santiago del Estero) y Salta.
¿Pero quiénes son los sirianos ortodoxos?
La fundación de la Iglesia Siriana Ortodoxa de Antioquía se remonta a los inicios de la cristiandad, en la época apostólica, cuando Antioquía era la capital de Siria y una de las tres capitales del Imperio romano. El libro de los “Hechos de los Apóstoles” testifica que fue en Antioquía donde por primera vez los discípulos de Jesucristo recibieron el nombre de “cristianos”.
Según la tradición eclesiástica, la Iglesia de Antioquía es la segunda establecida en la cristiandad después de la de Jerusalén. La prominencia de su sede apostólica está bien documentada.
La Iglesia Siriana Ortodoxa sobrevivió bajo el dominio de numerosos imperios a lo largo de los siglos. Su supervivencia atravesó los poderes de los árabes, los mongoles, las cruzadas, los mamelucos y los otomanos.
A principios del siglo XX, el cristianismo ortodoxo siriano estaba confinado principalmente a zonas rurales montañosas, como Tur Abdin, y varias ciudades del Imperio otomano. La peor de las persecuciones se produjo en tiempos de la Primera Guerra Mundial, cuando las masacres y la limpieza étnica azotaron a la comunidad en manos de los turcos otomanos y tribus kurdas vecinas. Los sirianos ortodoxos también fueron víctimas del genocidio Sayfo que produjo, entre otras cosas, “el éxodo colectivo” (“sefer berlik”, en turco).

En Argentina, la comunidad se reunió alrededor de la Asociación Siriana Ortodoxa de Beneficencia, fundada en 1932 en La Plata, y de la catedral San Pedro, de la Iglesia Siriana Ortodoxa. Hasta el día de hoy, la asociación tiene como “objetivo social dedicarse a la beneficencia, expresión de agradecimiento” a Argentina “que acogió a nuestros inmigrantes, amparó sus actividades y fue retribuida con trabajo que contribuyó a su progreso”. Para los sirianos ortodoxos en Argentina, la asociación y la iglesia fueron fundamentales como ámbitos de reunión, ya sea para rezar y aferrarse a su credo como también para cocinar y hacer fiestas.
La siriana ortodoxa es una de las corrientes eclesiásticas más antiguas y con mayor historia dentro del cristianismo. Una de sus características principales es la utilización del arameo como lengua litúrgica, idioma que también tienen sus raíces en la antigua Mesopotamia.
Vía Damasco
La historia paterna de Ricardo comienza en Mardin. De ese lugar son su abuelo y su abuela paterna, Razzouk George Kouki y Luisa Zako. (En la danza de nombres y apellidos modificados, Ricardo explica que su abuelo era originalmente Gorgis, pero en sus documentos francés y árabe figura Kouki; en el caso de su abuela, el Zako se transformó en Zacarías en su identificación argentina, pero que ese cambio ya la acompañaba desde Siria por la arabización del apellido).
Entre las décadas de 1910 y 1920, miles de asirios escaparon del genocidio que otomanos y turcos aplicaron en la región. Muchos arribaron a Siria, a ciudades como Qamishlo, Alepo y Damasco, en ese momento bajo mandato francés. “El documento de identidad de mi abuelo se lo dieron los franceses -cuenta-. Decía: comerciante, nacido en Mardin, y le arabizaron los apellidos. En Damasco y en el sur de Siria, mi abuelo tuvo negocios de ramos generales. En Mardin no sé qué hacía, porque sabemos muy poco de la familia mi abuelo”. Su abuela Luisa sabía leer y escribir porque había recibido educación en un orfanato protestante en Mardin.
“Sabemos más de la familia de mi abuela, que era asiria pura, porque el apellido era Zako, que no es una palabra árabe, sino asiria. Hay una localidad en Irak, en la frontera con Turquía, que se llama Zako. Esa era una zona asiria”, afirma Ricardo.
En Damasco, sus abuelos se instalaron en el barrio Bab Touma. Luisa hizo la peregrinación a Siria junto a Said, de apenas dos años de edad, al que había adoptado en el orfanato protestante en Mardin. Aunque la abuela de Ricardo falleció cuando él tenía nueve años, mucho tiempo después descubrió algo sobre Said, que vivió hasta sus últimos días junto a su familia en Argentina. “Todo el mundo sabía que mi tío Said era armenio, yo me enteré en la adolescencia y no me atreví a preguntar -recuerda-. Es una de las cosas que me gustaría haber sabido. Pero son cosas tan traumáticas, en las que no se quería escarbar y a veces mis familiares no querían hablar de lo que pasaron, como si fuese un pacto de silencio”. El silencio, otra vez, como consecuencia directa del genocidio asirio.

En Damasco, sus abuelos tuvieron varios hijos e hijas. Cuando Luisa enviudó, decidió viajar a Argentina, donde estaba uno de sus hermanos, Anís Zako que, como dice Ricardo, fue uno de los “pioneros” en Quilmes. “Ella adoraba a su hermano y tenía otro hermano más, Julio, que ya estaba acá. Creo que ellos vinieron cerca de 1909, antes seguro que no. Aunque puede ser que me equivoque, y hayan venido en la época del genocidio, porque también hicieron el itinerario de ir a Damasco y de ahí a Argentina”, reconoce Ricardo que, como a su pueblo, las fechas precisas muchas veces se le escapan de la historiografía.
La abuela Luisa casó a sus hijas y con sus hijos varones amaneció en Argentina un día de 1952. El padre de Ricardo, que nació en 1925, llegó un año después junto a sus tíos Said y Eduardo. En la capital siria trabajaba como empleado administrativo en una tabacalera. Cuando pudo viajar a Damasco, Ricardo estuvo con tías que no conocía. Una de ellas, llorando, le contó con dolor lo que sintieron cuando su madre se fue a Argentina. “Hay muchas historias de ese tipo, con esa iniciativa femenina de emigrar. Mientras mi abuela estuvo casada mandaba el marido, pero después mandaba ella”, dice.
Genocidio
El genocidio Syefo, o el Año de la Espada, marcó a fuego al pueblo asirio y a los sirianos ortodoxos. Por eso, los hombres y las mujeres que sufrieron esta masacre planificada todavía dicen que son “huéspedes de su propia patria”.
La conjunción exacta entre los últimos estertores del Imperio Otomano y el nacimiento del nacionalismo turco, de la mano de los Jóvenes Turcos, el Comité Unión y Progreso, y el liderazgo de Mustafa Kemal (Atatürk), desembocaron en el genocidio. El año de inicio fue 1915. La consecuencia más grave: la masacre de entre trescientos mil y quinientas mil personas. ¿Las razones? Son variadas, pero para nada diferentes a las esgrimidas contra los armenios que habitaban el territorio otomano.
El periodista español Ferrán Barber conoce de cerca al pueblo asirio. Autor del libro “En busca de los últimos cristianos de Irán e Irak. Crónica de un viaje por los monasterios y cuarteles guerrilleros de los asirios de Mesopotamia”, y realizador del documental “Los últimos asirios de Mesopotamia”, como corresponsal en Medio Oriente siempre le robó tiempo a los conflictos más urgentes para seguir la huella de ese pueblo.
Los hombres y mujeres asirias fueron fusiladas, torturadas, descuartizadas y desaparecidas. Las mujeres, sin distinciones de edad, violadas y arrancadas de sus familias. Muchos sobrevivientes escaparon como pudieron al Líbano o a Siria. Otros fueron confinados en el Valle de Nahla, en el norte de Irak, transformando el lugar en una “reserva” para los sobrevivientes. Quienes pudieron quedarse en sus tierras, que a partir de 1923 pasaron a formar parte de la República de Turquía, sufrieron la persecución, el cercenamiento o la negación total de sus derechos culturales y ancestrales.
En 1924, bajo las órdenes de Atatürk se produjeron nuevas purgas contra el pueblo asirio. Muchos fueron expulsados hacia Irán y les prohibieron el retorno a sus territorios orientales de la región de Hakkari. En 1933, pero ahora en Irak, el rey Faysal no se quedó atrás y desató la masacre de Simele: un total de sesenta y tres pueblos de mayoría asiria fueron arrasados. Según diferentes estimaciones, las víctimas mortales oscilaron entre tres mil y seis mil personas.
En sus investigaciones, Barber ubica “la estacada final para los asirios” con la firma del Tratado de Lausana, en 1923, que no sólo los privó de sus tierras sino que los dejó en manos de sus propios verdugos. Para la naciente República turca, los asirios pasaron a ser “turcos-semitas, del mismo modo que los kurdos estaban a punto de transformarse en turcos de las montañas”, apunta el periodista.
Escapar
Quienes llegaban tenía 17, 18 o 19 años, o mucho menos. Con el Imperio Otomano en decadencia y la Primera Guerra Mundial en puerta, los hombres más jóvenes escapaban para no ser reclutados por el ejército. La abuela María llegó con apenas 13 años. Susana me muestra otra foto: mujeres regadas de color sepia. Algunas tenían 14 o 15 años, pero están vestidas “como señoras”, dice. Su otra abuela nació en Argentina. Los padres de la abuela María, ambos asirios, se difuminan en los recovecos de la historia. “Con ellos se me pierden los datos, porque no tengo registro como con mi familia paterna”, cuenta. Lo único que sabe es que ese bisabuelo, del que casi no tiene información, trabajó en un frigorífico en Berisso, localidad lindera a La Plata. En ese mismo lugar encontró trabajo Pedro, hermano de su abuelo Abdulmacich. “Como no sabía hablar, contaba que lo maltrataban, lo discriminaban y tuvo que pedir que lo sacaran de ahí porque no la pasaba bien”, afirma Susana.

Todos y todas venían de Mardin, la ciudad que con el paso del tiempo se transformó en un lugar por momentos melancólico, por momentos perfecto, por momentos inalcanzable.
Mientras ambas familias arribaban a La Plata, la prioridad era conseguir un trabajo. “La mayoría de ellos fueron vendedores ambulantes”, señala Susana, una profesión que compartieron con muchos inmigrantes sirios y libaneses. “Beine beineta, jabón jaboneta”, pronuncia Susana y se ríe. En el idioma árabe (que hablaban por imposición) la letra p existe y se pronuncia be.
El trabajo, sí; pero también la educación. Los Jalo y los Tomas sabían que eso era lo más importante. Susana cuenta que sus abuelos y abuelas, que tuvieron cuatro hijos e hijas por familia, hicieron todo lo posible para que fueran a la escuela. “Después, algunos se dedicaron al comercio, pero, por ejemplo, mi papá fue ingeniero mecánico-electricista. Mi abuela no lo lleva a cualquier colegio, sino al Nacional de la Universidad de La Plata”, remarca.
La madre de Susana, nacida en 1932, cursó sus estudios en la Escuela Normal Nacional Nº 1 Mary O. Graham, que lleva el nombre de una de las maestras que Domingo Faustino Sarmiento trajo a Argentina en el siglo XIX como formadoras de espacios de docencia. Con los años, se recibió de maestra normal y además daba clases particulares de inglés. En esa década, dice Susana, el ascenso social de una familia de inmigrantes no era una utopía lejana.
El mundo nuevo: Quilmes
En el país de la década de 1950, la pequeña comunidad asiria todavía mantenía vínculos comunitarios fuertes. Para las familias que buscaban nuevos horizontes, los trabajos se sucedían vinculados a la industria textil, los saladeros, el puerto y el comercio.
El padre de Ricardo, Michel Georges, también siguió su camino como viajante textil, una labor que lo llevó a ciudades como Saladillos, Tapalqué, Rauch y Tandil. En Siria, Michel estudió en un colegio británico en el barrio Bat Touma, institución que hasta el día de hoy se caracteriza por recibir refugiados.
En 1964, Michel viajó a Siria y después a Líbano. Al país de los cedros llegó con la idea de encontrar una esposa. Violete Ibrahim, veinte años menor que Michel, fue la elegida. Joseph Ibrahim Rizk y Mufida Juri, padre y madre de Violete y abuelos libaneses de Ricardo, aceptaron a Michel.
“Ahí se casa con mi vieja y la trae a Argentina. Todo muy rápido, en unos meses. Siempre estaban buscando casarse con paisanas. Mi mamá es libanesa maronita -señala Ricardo- y durante mucho tiempo fue ama de casa. Cuando se separó de mi viejo, puso una casa de deportes y hasta tuvo una dietética. Ahora está jubilada”.
El padre de Ricardo fue simpatizante del Partido Social Nacionalista Sirio (PSNS), que extendió su prédica por varios países, como Líbano, Jordania e Irak. Antun Saade, su máximo dirigente, estuvo en Argentina y dio una charla en una de las asociaciones mardinenses. A partir de ese momento, crecieron las simpatías por ese partido que hablaba de una gran Siria y de la convivencia de los pueblos que habitaban la región. Los asirios que adherían al PSNS decían que el nombre Siria derivaba de Asiria, por lo cual veían en esa organización la vía para canalizar un incipiente nacionalismo. También argumentaban que como muchos asirios habían nacido en Siria y era el país que les brindó la nacionalidad y el cobijo, apostaban por unificar a las naciones de la región o que se independizaran todas juntas. Aunque el PSNS se puede definir como de centro-derecha, en ese entonces “tuvo mucho impacto en una parte de la comunidad asiria en Argentina, porque era lo único y lo más parecido que había como para tener una identidad separada, sobre todo los que nacieron en Siria”, explica Ricardo. “Ahí había cristianos y musulmanes laicos, porque era un partido laico”, agrega.

Ricardo hace un apretado resumen familiar, que revela el tejido de pueblos y religiones en Medio Oriente: “La parte asiria viene del lado de mi papá, pero los maronitas son de frontera también, porque ellos tienen como lengua litúrgica el siriaco, un desprendimiento de la Iglesia Siriana Ortodoxa, que es de Turquía. Fueron a predicar al Líbano y algunos se radicaron ahí, entonces se mezclaron. Fairuz, la más icónica cantante libanesa, es asiria. Es hija de Wadi Haddad, vecino de Mardin, que en la época del genocidio emigró al Líbano”.
Los hombres y mujeres de origen asirio que arribaron a Argentina eran ortodoxos, católicos, caldeos y hasta protestantes. “A Argentina vino una composición mestiza”, asegura Ricardo.
De mercachifles y fábricas
Irma y Fernando -que nació en 1928- tuvieron dos hijas: Susana y Marcela. Fernando siempre había trabajado en Buenos Aires, pero cuando en la década de 1960 el abuelo Jalo sufrió una hemiplejía, su hijo se hizo cargo de la fábrica textil de la que era propietario. “Alberto Jalo e hijos” se puede ver en las hojas membretadas que sobrevivieron.
La historia (la historia dentro de la Historia) había comenzado mucho antes: el abuelo de Susana era mercachifle hasta que, junto a un primo, abrieron una mercería en las calles 39 y 115 en La Plata. Cuando los primos se separaron, el abuelo Jalo y uno de sus hermanos empezaron a forjar los cimientos de una empresa textil que se especializó en el tejido con viyela, una tela ligera de algodón o lana.
“En ese momento había una economía que permitió que ellos se conformarán como clase media y tuvieron una muy buena posición -recuerda Susana-. A lo largo de las actividades vas viendo los avatares del país, las políticas económicas”. En la década de 1970, con la primera etapa neoliberal en el país, sostener y mantener la fábrica se convirtió en un desafío. “Estimo que cerraron en 1976, eso ya estaba muerto en plena dictadura. La fábrica pasó un momento en que se fue reacomodando -cuenta-. Previo al cierre, mi viejo ya operaba con la textil Fazonier y hacían tejer la viyela en Quilmes”. Sobre el trabajo en la empresa que fundó su abuelo, Susana dice: “Es muy lindo lo que hacían. Era viyela para ropa de bebés, hoy día eso no existe más. Me acuerdo porque íbamos a la fábrica con mi papá y mi hermana. La tela salía con unos hilos negros. Entonces, mi papá, con una pinza de depilar, le sacaba los hilos a la viyela. Lo recuerdo como si fuera hoy”.
¿Qué fue de la fábrica, del lugar donde estaba? “Ahora quedó un espacio vacío”, susurra Susana, entre enigmática y triste.
Olvido y legado
¿Qué fue de la comunidad asiria en Quilmes, esa ciudad cercana a Buenos Aires que llegó a tener dos clubes que representaban a un pueblo que creció bajo el sol de Mesopotamia y cruzó caminos y océanos, escapó de masacres y persecuciones, hasta reinventarse en la tierra fértil de América del Sur?
Ricardo cuenta que en las últimas décadas, los asirios más viejos se reunían para jugar a las cartas, hacer comidas y algún que otro festejo, pero no mucho más. El Centro Mardin de Quilmes -fundado por un primo de su padre, Yamil Kalala, llegado a Argentina en 1930 desde Damasco- “ni siquiera había sacado personería jurídica”. La comunidad no se renovó. En la ciudad de Ricardo todavía tiene abiertas sus puertas el Círculo Armenio, que -aunque su nombre confunda- fue creado por asirios caldeos. “Ahora es difícil encontrar personas que se reconozcan como asirios”, dice. Pero en Quilmes hay entre treinta y cuarenta familias que tienen sus orígenes en las tierras y los cielos de Ashur.
Los artículos de Ricardo que reconstruyen la historia de los asirios en Argentina sirven para que nietos y nietas, o hasta bisnietos, sepan dónde están plantadas sus raíces. “Hay gente que empezó a viajar a Mardin. Me consultan muchísimo antes de viajar. Hace poco viajó un paisano con su mujer, también de origen mardinense. Vieron las casas de sus abuelos, estuvieron en la iglesia caldea, en el monasterio Mor Gabriel, hicieron un recorrido. Me preguntaban si los discriminarían, y yo les dije que vayan tranquilos. Allá hay gente asiria todavía, que de hecho han contactado y les han ayudado a recorrer”.
Pese a la nostalgia de lo que ya no es, Ricardo apunta que la historia asiria y sus orígenes ahora son más fáciles de encontrar. “Lo asirio aparece más porque hay páginas web, hay artículos, estamos visibilizados, entonces toma más identidad -indica-. Pero no hay una conexión con las organizaciones asirias en Suecia, en Australia, porque ellos emigraron muy recientemente y vivieron el fenómeno del Daesh”, el grupo terrorista que en su paso por Irak y Siria, hace ya diez años, tuvo como uno de sus objetivos principales al pueblo asirio.

Los rastros asirios en Argentina, aunque dispersos, se pueden encontrar. Como en La Plata, donde funciona el Club Mardin y la Asociación Siriana Ortodoxa de Beneficencia. Si alguna vez alguien se acerca a conocer la catedral de esa ciudad, a un costado puede ver el monumento que recuerda el genocidio Seyfo. En Buenos Aires, algunos retazos asirios se encuentran en la muestra “Del Mediterráneo oriental al Plata”, que se expone en el Museo de los Inmigrantes hasta diciembre de 2025. Ahí están algunos originales de la Revista Asiria, dirigida por Farid Nozha y publicada entre 1934 y 1969 por el Centro Afrémico Asirio y posteriormente por la Casa Editorial Asiria y los Talleres Gráficos Asiria.
Ricardo dice que le gustaría seguir investigando y escribiendo, pero casi no tiene tiempo. Los libros se apilan sobre la mesa del living de su casa. En sus páginas hay retazos del pueblo asirio, su alfabeto, sus paisajes, sus costumbres y sus historias que siempre hacen fuerza y se filtran por las grietas de la Historia. En Quilmes, parece que esas grietas se siguen ensanchando.
Hacia el sur
Casualidades o no de la vida, el pueblo asirio tuvo a América Latina como uno de sus destinos del exilio. En el artículo “Así salvó Iberoamérica a miles de armenios y asirios del genocidio organizado por los turcos en 1915”, publicado en mayo de 2015 en Público, Barber reconstruye el viaje que llevó a hombres y mujeres a cruzar el océano Atlántico y recaer en las costas de Sudamérica. Según el periodista, los emigrados “vivían en una maraña de confusión identitaria porque, en el caso por ejemplo de los mardinenses, procedían de una ciudad turca, hablaban un dialecto árabe mezclado con el siríaco y eran cristianos de etnia armenia o asiria”.
En base a testimonios de descendientes de asirios en el continente, Barber explica que las nuevas generaciones “desconocen incluso quiénes fueron sus ancestros y en medio de esa nebulosa, se autodesignan atendiendo al nombre de la iglesia de sus bisabuelos, que solía ser el centro de vida social y el elemento de cohesión que ha logrado mantenerlos más o menos aglutinados”.
En el caso puntual de Argentina, relata que al país incluso llegó un grupo de asirios desde Rusia, originarios de la ciudad iraní de Urmia, para trabajar, estableciéndose en la provincia de Tucumán. También señala que a diferencia de la inmigración armenia en Argentina, los asirios no tuvieron “sus escuelas propias o poderosos centros culturales”.
En el reportaje, se cita una investigación de Heitor de Andrade Carvalho Loureiro, que documentó el caso de un intento de las autoridades de Gran Bretaña de “trasladar” en la década de 1930 a “cientos de familias asirias de Mesopotamia iraquí a la selva de Paraná”. Al respecto, detalla que “estos caldeos se habían quedado en una situación muy complicada tras la independencia del país porque habían servido con anterioridad a los intereses de los británicos, quienes los abandonaron a su suerte, al igual que la Sociedad de Naciones. No se les otorgó el prometido Estado propio y quedaron expuestos a las iras de los musulmanes que los veían como traidores, lo que desembocó en la masacre de Simele (1934)”.
Como reflexión final, Barber destaca que los asirios que llegaron a nuestro continente, en especial a Argentina, pero también a Chile y a Perú, “terminaron al menos confundidos con los cristianos levantinos, sirios y libaneses, o con los armenios, cuya emigración a América Latina fue masiva”.
Aromas, recetas, raíces
En la búsqueda de sus raíces, Susana tomó fotos de la casa de una de sus abuelas luego de que falleciera: en una se ve la cocina y el horno blanco, la luz tenue cortando el acero y las paredes, las esquinas y el piso perdidos en tonos oscuros. Esa imagen también tiene aromas: de cuando su abuela, con un pañuelo atado a la cabeza, cocinaba para revivir la historia.
En la memoria de Susana también hay fotos guardadas, como en el maletín que es archivo familiar. Una imagen es de cuando su padre y su madre viajaron a Estambul y a Mardin. En esa ciudad se encontraron con una de las bisabuelas de la familia. Otra foto-recuerdo: en 1977, luego de que falleció su abuelo materno, su abuela María retornó a la tierra que la vio nacer y de la que salió por orden de su propia madre. Y ahí, en Mardin, se reencontró con ella. En el medio, décadas y silencios, memorias borrosas e interrogantes. La abuela de Susana llegó a Mardin con una sola pregunta temblando en los labios: “¿Por qué me mandaste, mamá?”.
“Hay que ubicarse en el tiempo, con el Imperio Otomano. Mi bisabuela la manda a mi abuela María a América. Su papá supuestamente estaba acá, pero estaba en Estados Unidos. A mi abuela la deben haber mandado en el barco equivocado. O sea, nunca más vio a su papá, y a su mamá recién la volvió a ver en 1977”, relata y agrega que cuando habla sobre esto “se le pianta un lagrimón”.
En 2015, Susana viajó a Turquía junto a uno de sus tíos y a su hermana. Llegaron a Estambul pero no alcanzaron a pisar Mardin. En ese momento, la guerra civil en Siria repercutía con fuerza en las zonas kurdas (y asirias) de Turquía y nadie quiso venderle los pasajes. “Mi tío, que ya falleció, tenía muchas ganas de conocer la casa donde había vivido su padre y no pudo darse. Yo no quiero morirme sin conocer Mardin”, afirma.
Para los Jalo, la familia es fundamental. Según Susana, el amor, el apego y el cariño son los pilares que aprendieron a transmitir de generación en generación. “Reunirnos a comer keppe o hiapraj siempre fue una ceremonia. A veces hago keppe y te puedo asegurar que en mi familia aman comer eso. No solamente porque es rico, sino porque también es la manera de rendir homenaje a nuestros antepasados”, cuenta Susana. Su cultura, que le transmitieron sus abuelos y abuelas, todavía viaja entre los suyos a través de la comida, de los aromas en las cocinas, en ese momento preciso en que alguien le revela al otro las recetas que nunca serán escritas, y en las reuniones familiares donde las raíces sembradas en Mardin todavía hoy los arropan.
* Leandro Albani, periodista y escritor. Autor de No fue un motín. Crónica de la masacre de Pergamino, y Ni un solo día sin combatir. Crónicas latinoamericanas. Tiene cuatro libros sobre Kurdistán. Ha realizado coberturas desde Venezuela, Bolivia, México, Cuba, Ecuador, España, Bélgica, Irán y Bashur (Kurdistán iraquí).
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