La España de reyes y cortesanos
Por Marcos Roitman Rosenmann*
El tatarabuelo de Felipe VI, Alfonso XIII, poco antes del advenimiento de la Segunda República, (1931) decidió ampliar su corte. Nombró duques, condes y grandes de España. No sería la primera ni la última vez que un monarca acudiera a dicha práctica
Títulos nobiliarios a cambio de lealtad. Presidentes de gobierno, entrenadores de futbol, empresarios y literatos son bendecidos con títulos nobiliarios. Durante los tres siglos de ocupación española en territorios de América Latina, conquistadores y colonizadores, mutaron de aventureros a virreyes y archiduques, acrecentando la fortuna de Austrias y Borbones. Juan Carlos I y Felipe VI siguen la tradición.
Militantes del Partido popular, PSOE e Izquierda Unida pertenecen a la nobleza. Cayetana Álvarez y Peralta Ramos es la XV marquesa de Casa Fuerte; Esperanza Aguirre, ex presidenta de la comunidad de Madrid, es grande de España, y su alcalde, José Luis Martínez Almeida, se acredita conde de Navasqüés. Nicolás Sartorius y Álvarez de las Asturias Bohorques es hijo de los condes de San Luis, fue militante del Partido Comunista y fundador de Comisiones Obreras. El primer director general de Universidades con Felipe Gonzalez, Emilio Lamo de Espinosa Michels de Champourcin, es vástago del marqués de Mirasol y barón de Frignani; su hermano, ministro con Adolfo Suárez. Jorge Semprún, ex comunista, llega a la nobleza por parte de madre, emparentada con la condesa de Cabarrús y vizcondesa de Rambouillet. Otros ciudadanos adhieren a la sociedad cortesana recibiendo la Gran Orden y Cruz Isabel la Católica, Alfonso X El Sabio o la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III.
Así, se puede entender el cierre de filas de gran parte de la élite política española, gobierno y oposición, acusando a México de patrocinar la cultura del odio, al ningunear al jefe de Estado una invitación para asistir a la toma de posesión de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo. Pero hagamos memoria. Son cinco siglos de monarquía, los reyes forman parte del ADN del pueblo español. Si exceptuamos el breve interregno del periodo republicano, la primera (1873-1874) y la segunda (1931-1939), España se concibe como unidad en lo universal, cuna de la civilización occidental y los valores cristianos. La guerra hispano-cubana-estadunidense en 1898, supuso una crisis de identidad, perdió Puerto Rico, Cuba, Filipinas y la más grande de las Islas Marianas, Guam. Su imperio quedó en nada, causando un profundo dolor en la sociedad española, que perdura hasta nuestros días.
Alfonso XIII, cuyo reinado va desde 1906 hasta la proclamación de la segunda República, 1931, propuso un nuevo comienzo para recomponer el nacionalismo español, al cual adhiere la izquierda españolista de hoy. En 1918, el 12 de octubre de 1492 pasa a ser celebrado como el Día de la Raza. El dictador Francisco Franco le dio continuidad y en 1958, decide apellidarlo Fiesta de la Hispanidad. Tras la coronación de Juan Carlos I en 1975, y bajo la Constitución de 1978, el gobierno de Felipe González emite en 1987 el real decreto que establece el 12 de octubre como Día de la Fiesta Nacional. Su redacción no deja dudas del sentido imperial: “Simboliza las efemérides históricas en que España, a punto de concluir un proceso de construcción del Estado a partir de nuestra pluralidad cultural y política, y la integración de los reinos de España en una misma monarquía, inicia un periodo de proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”. Síntesis perfecta de la propuesta de Alfonso XIII, quien declaró, tras el desastre colonial, que el 12 de octubre del siglo XX, sería conocido como el nacimiento espiritual del imperio hispanoamericano. Así, se construye la leyenda rosa y exculpa a los monarcas de cualquier acto de violencia cometido en sus territorios de ultramar. La identidad de España no se cuestiona. El rey lo es por origen divino y es representante de la nacionalidad española. No hay más explicación. De ahí la pataleta, los insultos, descalificaciones y exabruptos con la decisión de no invitar al monarca a la toma de posición de la nueva presidenta de México. Como muestra, sirvan los improperios lanzados por el miembro de número de la Real Academia de la Lengua Española Arturo Pérez Reverte, quien refiriéndose a Claudia Sheinbaum y Andrés Manuel López Obrador como: “imbéciles, oportunistas, demagogos y sinvergüenzas o las cuatro cosas a la vez”. En esta ocasión, Pedro Sánchez y el gobierno, calla y otorga.
En Chile, en la plaza de armas de su capital, luce la estatua del conquistador Pedro de Valdivia. La placa tiene la siguiente leyenda: “Al fundador de la nacionalidad chilena don Pedro de Valdivia. Obsequio de la colectividad española en homenaje al 150 aniversario de su independencia. Día de Santiago Apóstol 25 de julio de 1963”. Presentar a Pedro de Valdivia como fundador de la nacionalidad chilena es una broma de mal gusto. Sus huestes violaron y esclavizaron a hombres y mujeres. Y el nombre de Santiago no tiene glamur. Mientras combaten españoles y araucanos, emerge la figura de Santiago apóstol espada en mano, causando la derrota de los indios. El mito del apóstol toma un nuevo cariz para pasar de Santiago matamoros a Santiago mataindios. Hoy muchos hacen su camino sin conocer la historia.
Los pueblos originarios han sido excluidos en América Latina, salvo excepciones, Bolivia y Ecuador, estados plurinacionales, como forjadores de identidad nacional. Resisten, sin perder su dignidad, luchando y sobreviviendo a los megaproyectos, las trasnacionales, y el capitalismo verde. El EZLN o los mapuches son ejemplo. Mientras el pueblo español considere la conquista y colonización la más grande gesta civilizatoria de la humanidad, llevada a cabo contra indios, infieles o simplemente homúnculos, los gachupines no albergan conciencia de haber cometido crímenes de lesa humanidad. Por tanto, ¿De que tendrán que disculparse? No hay razón alguna, ni siquiera para pensarlo. ¡Viva el rey!
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