La Lupe, Dios y el diablo en el cuerpo

La Lupe, Dios y el diablo en el cuerpo
Han pasado 20 años de la muerte de La Lupe, el ciclón que vivió dos vidas dirigidas en ambos casos por el estallido de las emociones.
 
Hay cierto tipo de fiebre que los termómetros no pueden medir. Es esa fiebre que poseen algunas personas y que las convierte en seres excepcionales que, en vez de avanzar por la vida, serpentean por ella, sacudiéndose a puro golpe de caderas. Es esa fiebre que solamente entiende de movimientos de placas tectónicas, porque todo lo demás le sabe a poco. Es esa fiebre que constituye el punto de partida de lo inclasificable, lo bizarro (en su verdadero significado, y no en el adulterado que los postmodernos utilizamos gratuitamente). Es esa fiebre, en fin, que recorrió la vida, el cuerpo y la voz de La Lupe (1939-1992) y que hizo de ella alguien tan rabiosamente único como monumental. Por eso, mientras canta su versión de Fever, la única opción es callar y dejarla florecer.
 
Hija de una Cuba convulsionada políticamente, de familia obrera y admiradora de Lola Flores, poseía esa ausencia de paradigma familiar que acompaña a tantos genios. Obnubi­lada por la sombra de su madrastra, se casó muy pronto, encontrando en el matrimonio el mejor medio para dejar la casa paterna. Yoyo, su primer esposo, fue también una especie de herida: con él formó el grupo Los Tropicuba, pero las peleas y las infidelidades hicieron que la unión durara poco.
 
Sin embargo, coincidiendo con la llegada al poder de Fidel Castro y con la exaltación de las libertades en la isla, La Lupe grabó su primer disco, con un título más que premonitorio, Con el diablo en el cuerpo, y abrió su propio local nocturno. Allí fueron a parar intelectuales europeos de la época, fascinados por su magnetismo. Sartre diría de ella que era un animal musical. Picasso diría, sencillamente, que era un genio. Pero este matrimonio con la Cuba de las libertades también fue breve, ya que La Lupe escapaba incluso a los parámetros de la mujer liberal que el régimen exaltaba.
 
Cuando vio que no había espacio para ella en la tierra que pisaba, cogió su furia, la metió en una maleta y se lanzó a ser emigrante. Paró en México, pero no se detuvo hasta que no llegó a Nueva York, donde pronto encontraría a Mongo Santamaría, encargado de producir su nuevo disco, que embelesó a todos los estadounidenses fanáticos del desgarro latino. Los embelesó y los desbordó, tan ininteligible como fue siempre su música. También se casó con William García, en un matrimonio muy distinto al que mantuvo con Yoyo. Todo fue muy rápido, y por eso llegó temprano el momento en el que cruzó su vida con la de Tito Puente, quien la atraparía en su orquesta y con quien grabaría su tercerdisco, ese donde se inmortalizó el Qué te pedí que la sobrevivió.
 
Reina del soul latino
 
Cuentan que todo este éxito repentino y desmesurado hizo que pudiera entregarse a una vida de excesos, ella, que era en sí misma el mayor exceso. Se convirtió en la reina del soul latino y enamoró a todos con su singular forma de cantar y con su puesta en escena rabiosa, irreverente y única. Fue madre, consumió cantidades ingentes de alcohol y drogas y gastó grandísimas sumas de dinero en caprichos como su mansión, la que hubiera sido de Rodolfo Valentino, en una vida que no era más que la extensión de su música y de su arte. Fue también por entonces cuando abrazó la santería, convirtiéndose en santa y entregando su dinamismo a este universo acaso solamente comprensible desde dentro. Fueron sus años dorados. Joven, rica, guapa, aparentemente feliz y siem­pre arrebatada. Pero tal y como llegaron se fueron.
 
Apenas unos años más tarde fue excluida del grupo de artistas de la Fania Stars, que decidieron encumbrar a Celia Cruz como nueva diosa latina. Ése fue el comienzo del final de La Lupe, si es que para ella hay algún final posible. Tal y como era de esperar, no se rindió, y convirtió su vida en una batalla por sobrevivir, por sacar la cabeza, por seguir adelante, llegando a pasarse al rock o al teatro, donde no consiguió ningún éxito.
 
Su popularidad menguaba y su salud menguaba con ella.No podía darle más a la vida porque se lo había dado todo en un principio, así que acabó viendo cómo su orgullo se desvanecía y ella se desvanecía con él. A ello se sumaron las palizas de William, su marido. Y a las palizas se unió la enfermedad de quien se las daba. Diagnosticado su marido de esquizofrenia, La Lupe gastó hasta el último céntimo en tratamientos poco fructíferos, hasta que perdió su querida mansión.
 
Eran los años 80, y La Lupe se retiró de la vida pública. Solamente quedaron expuestas al ojo público todas las leyendas que se generaron en torno a ella: que vivía en un apartamento del Bronx, que más tarde también perdió porque las velas de los santos lo incendiaron o, incluso, que acabó viviendo como vagabunda por las calles de Puerto Rico.
 
Sea como fuera, el desenfreno pareció llegar a su fin con un accidente doméstico preparando la Nochevieja de 1984-85. A raíz de una caída y de una larga estancia en el hospital, La Lupe dejó de lado todo lo que había sido para entregarse a la iglesia evangélica. Según ella, fue la forma definitiva de encontrar el camino a dios, algo que siempre había estado buscando. No obstante, queda el testimonio en vídeo de algunos de sus discursos religiosos y quien quiera verlos bien podrá ver en ellos a una Lupe con la misma actitud que la de aquélla que se retorcía sobre sí misma en los escenarios. Valga un ejemplo: su llamamiento a pisarle la cabeza al diablo (suponemos que el mismo que declaró tener en el cuerpo ya en el título de su primer disco).
 
Curiosamente, nosotros, los españolitos, descubrimos a La Lupe en esta misma década, cuando ella ya se apartaba de la luz y se entregaba a las oraciones. Pedro Almodóvar y su Mujeres al borde de un ataque de nervios fueron en parte los responsables de traerla hasta el primer plano en nuestro país, convirtiéndola en diva de la comunidad gay, convirtiéndola en fetiche de una época que si algo está claro es que quería transgredir.
 
La Lupe murió sin hacer apenas ruido hace 20 años, en 1992. Sin embargo, su trabajo sigue aquí. Y su fiebre. Si dios existe, no cabe ninguna duda de que le dio una misión muy clara: allanar las emociones haciéndolas estallar y estallando con ellas. Si han pasado 20 años y sigue siendo un mito y una de esas personas que justifican la existencia de la especie humana es porque sus terremotos siguen vivos a día de hoy, porque la fiebre sigue subiendo y la vida sigue doliendo, porque la carcajada acaba siendo la mejor medicina. Y, sobre todo, recuerda: si los tacones no te dejan bailar, quítatelos y escúpeselos al escenario. Ay, mamá.
 
* Publicado en diagonalperiodico

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