La política como espectáculo

Por Alejandro Giménez Sánchez*
En los últimos años, hemos sido testigos de un fenómeno curioso en los medios de comunicación: el auge de las tertulias. Si bien este formato comenzó como un espacio para discutir temas del corazón —con su carga de cotilleos, rumores y análisis superficiales—, hoy ha mutado hacia un terreno mucho más preocupante: las tertulias políticas. Ambas modalidades, aunque abordan temas aparentemente distintos, comparten un mismo ADN: el triunfo del ruido sobre el rigor, la ausencia de debate constructivo y la preeminencia de los argumentarios prefabricados por encima del análisis crítico.
Del corazón a la política, el declive del periodismo crítico
Las tertulias del corazón siempre han sido un escaparate del espectáculo mediático más banal. Allí, tertulianos sin formación específica ni criterio profesional se lanzan a opinar sobre vidas ajenas con una mezcla de desinformación y moralina barata. Lo que antes era un entretenimiento ligero para momentos de ocio, ahora parece haberse convertido en el modelo sobre el que se estructuran las tertulias políticas. En ambos casos, lo que prima no es el contenido informativo, sino el espectáculo; no la reflexión, sino el enfrentamiento superficial. Los tertulianos, sean del corazón o de la política, se limitan a recitar guiones escritos por otros, defendiendo posturas que rara vez tienen que ver con su propia capacidad de análisis.
Lo triste del asunto es que, mientras las tertulias del corazón pueden ser vistas como un mal menor (aunque igualmente dañino para la cultura y el pensamiento crítico), las tertulias políticas tienen un impacto mucho más profundo en la sociedad. Estos espacios, que deberían ser foros de discusión informada y crítica, se han convertido en plataformas para la difusión de bulos, mentiras y narrativas interesadas. Y, lo que es peor, los moderadores, que en teoría deberían velar por el equilibrio y la objetividad, callan cómplices ante las falsedades que emergen de uno u otro lado. No importa si el bulo proviene de la derecha o de la izquierda, del gobierno o la oposición: el moderador, en lugar de intervenir, se limita a mantener el ritmo del espectáculo, dejando que la mentira fluya como un río incontrolable.
Pero lo más alarmante es el papel de los supuestos «especialistas». En teoría, estos tertulianos son expertos en política, economía, derecho, volcanes, pandemias o cualquier otra materia que se discuta en el programa. Sin embargo, en la práctica, su especialización es ficticia. Son simples voceros de los partidos o medios que los contratan, repitiendo de memoria los argumentarios que les han sido entregados previamente. Da igual el tema que se trate —una reforma laboral, una crisis internacional o una ley educativa—, todos hablan de todo con la misma seguridad, aunque carezcan de conocimientos reales sobre el asunto. Su función no es informar, sino legitimar la narrativa de sus patrocinadores políticos o mediáticos.
Claro está, hay excepciones. Algunas voces se alzan por encima del ruido y ofrecen análisis rigurosos, frescos y comprometidos con la verdad. Pero son contadas, casi anecdóticas (especialmente en los medios de comunicación de masas, tradicionales), frente a la avalancha de tertulianos que se limitan a alimentar el circo mediático. Precisamente por eso, estas excepciones brillan tanto: porque destacan en medio de un panorama tan desolador. Sin embargo, estas voces quedan relegadas a un segundo plano, mientras el espectáculo sigue siendo el protagonista.
Este estado de cosas refleja un declive generalizado del periodismo. En el pasado, el periodismo de investigación y especializado era la piedra angular de una sociedad informada. Hoy, ese rigor ha sido sustituido por un periodismo genérico, donde todos valen para todo y donde el análisis crítico ha dado paso a la repetición acrítica de consignas. ¿Nos dejaríamos operar la rodilla por un médico que no está especializado en traumatología? Claro que no. Entonces, ¿por qué aceptamos que personas sin formación ni experiencia en temas complejos, como la geopolítica, la economía o el derecho constitucional, opinen como si fueran expertos? Al igual que en medicina, donde confiamos en la especialización para salvar vidas, en el periodismo necesitamos voces cualificadas que puedan desentrañar los problemas reales de la gente y ofrecer soluciones basadas en datos y conocimiento, no en eslóganes vacíos.
Este fenómeno no es casual: en gran parte está profundamente influenciado por la narrativa imperialista de Estados Unidos, que ha impregnado a muchos medios globales y locales. Desde esta perspectiva, el mundo se reduce a una dicotomía simplista entre «el bien» y «el mal», ignorando otras realidades y narrativas que podrían ofrecer una visión más completa y equilibrada de los acontecimientos.
Mientras tanto, las voces críticas, las narrativas alternativas y las realidades ocultas quedan relegadas al olvido. Temas que afectan directamente a la vida de las personas —la precariedad laboral, la vivienda digna, la desigualdad social o la sanidad universal— son silenciados o minimizados, porque no encajan en el relato dominante. Así, el periodismo actual no solo ha perdido su capacidad de informar, sino también su compromiso con la verdad y la justicia social.
Este escenario crea un círculo vicioso peligroso. Cuanto más superficial y sensacionalista es el contenido, menos capacidad de reflexión crítica desarrolla el público. Y cuanta menos capacidad de reflexión tiene el público, más superficialidad y falta de rigor demanda, porque es lo que ha aprendido a consumir. Las tertulias políticas, lejos de romper este círculo, lo retroalimentan. Ofrecen un producto diseñado para generar ruido, polarización y entretenimiento, pero nunca para fomentar el pensamiento crítico o la comprensión profunda de los problemas. En este contexto, la sociedad pierde no solo la capacidad de analizar la realidad, sino también la esperanza de encontrar soluciones reales a los retos que enfrenta.
Y aquí es donde la supuesta izquierda actual, que históricamente se ha bañado en la intelectualidad —aunque muchas veces solo de forma estética—, tiene más que perder. La izquierda, que tradicionalmente se ha caracterizado por su capacidad reflexiva, su análisis crítico y su vocación transformadora, está entrando sin complejos en el juego de la superficialidad y la espectacularización. Su discurso, que debería ser el faro de quienes buscan alternativas profundas y coherentes, se está reduciendo a eslóganes simplistas y sectarismos que destruyen su carácter filosófico y político. Esta deriva no solo empobrece al movimiento progresista, sino que también lo aleja de su esencia: la capacidad de pensar y actuar como contrapeso a la derecha, que parece haber dado un sorprendente salto en su propio rearme ideológico y en la intelectualización de sus dirigentes en la sombra. Mientras la izquierda dilapida su legado reflexivo, la derecha gana terreno en la lucha por el poder, consolidándose como una fuerza estratégica y cohesionada.
El paralelismo entre las tertulias del corazón y las tertulias políticas es evidente: ambas son síntomas de una sociedad que ha abandonado el pensamiento crítico y la búsqueda de la verdad. Mientras unos se entretienen con chismes y otros se polarizan en debates huecos, los problemas reales quedan fuera de foco. Y en este contexto, la izquierda, que podría ser el contrapeso necesario para equilibrar la balanza, corre el riesgo de perder su alma, dejando un vacío que podría ser ocupado por quienes poco tienen que ver con los valores democráticos y sociales que alguna vez defendió con orgullo.
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