La Resistencia: memoria oculta de la Segunda Guerra Mundial

Por Andrés Ruggeri*
Las conmemoraciones por los ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial están atravesadas por las disputas políticas de la actualidad, quizá más que en ninguna ocasión anterior. En lo que hace al frente europeo de la guerra, las consecuencias más evidentes son los intentos de los países occidentales por ignorar la contribución decisiva de la Unión Soviética para la derrota de la Alemania hitleriana, llegando a absurdos como la exclusión de Rusia de las conmemoraciones por la liberación del campo de exterminio nazi de Auschwitz, realizada por el Ejército Rojo.
A 80 años del fin de la contienda, los pueblos surgen como los verdaderos protagonistas
Sin embargo, incluso reconociendo la decisiva contribución de la URSS a la derrota del Eje, suele soslayarse o poner en un plano absolutamente secundario el rol de la resistencia popular a las potencias ocupantes y el sufrimiento de la población civil, con la excepción del genocidio nazi contra los judíos. Y, sin embargo, más de la mitad de las bajas de la guerra más sangrienta del siglo XX se explican por las durísimas condiciones de la ocupación y la “guerra total” contra los no combatientes, mientras que la contribución de los partisanos y resistentes de todo tipo a la derrota del Eje no suelen ser mensuradas ni formar parte del relato de los acontecimientos.

Recuperar la memoria de la resistencia es importante porque es la memoria de la lucha popular en las peores condiciones posibles. Hacerlo implica pensar a la Segunda Guerra Mundial desde dos planos que se combinan: por un lado, el de la confrontación político-ideológica entre nazifascismo y antifascismo y, por el otro, la continuidad de la disputa interimperialista que no se terminó de resolver en la primera guerra mundial. La guerra comenzó en este plano de disputa geopolítica irresuelta, pero rápidamente mutó a una contienda total en que el enfrentamiento de modelos político-económicos se transformó en una lucha por la supervivencia de los pueblos, y es aquí donde la resistencia popular cobra fundamental importancia.

La memoria de la guerra, muy discutida y reinterpretada hoy en las claves de los intereses en pugna del presente, termina ignorando las luchas populares contra la Alemania nazi y, en frente asiático, el Japón imperial, un fenómeno complejo y masivo que costó muchísima sangre. Las víctimas civiles de la guerra no fueron solo producto de los bombardeos, sino principalmente de las consecuencias de ocupaciones brutales que incluyeron la práctica genocida planificada, las represalias contra todo tipo de oposición, las hambrunas y muertes por congelamiento, agotamiento, masacres de aldeas y ciudades enteras, trabajos forzados y toda clase de barbaridades y violaciones contra la dignidad humana. Por poner un solo ejemplo, de los 27 millones de muertes sufridas por la URSS en la contienda, por lo menos unos 18 millones corresponden a las distintas violencias contra su población civil, incluyendo el exterminio de los judíos, mientras que entre los militares muertos hay que contar la casi nula tasa de supervivencia de los cerca de seis millones de prisioneros de guerra en manos de los alemanes. Hablar de la resistencia no supone una romantización que lava las humillaciones de la derrota sufrida por los ejércitos regulares como el francés, sino de los sufrimientos de la población de los países ocupados, que fueron cada vez mayores a medida que avanzaba la guerra y que no fueron iguales para todos: el Este europeo, la URSS y China sufrieron mucho más que los países de Europa occidental, sin que esto constituya un ranking del sufrimiento, sino una realidad fácilmente constatable.
Pero, además, esa resistencia encabezada por la izquierda tanto a los nazis como a los japoneses tuvo una prolongación en la posguerra cuidadosamente ocultada y extirpada de los relatos. Los acuerdos de Yalta, con su reparto de zonas de influencia entre las potencias vencedoras, pusieron lo suyo para que, en determinados países, las milicias de la resistencia fueran doblegadas no por los derrotados fascistas sino por los vencedores occidentales. El final de la guerra no solo alumbró rápidamente a la guerra fría, sino que dejó expuestas las fracturas sociales y políticas que la conflagración había provocado o exacerbado. En los casos más extremos, se trató de cruentas guerras civiles entre derecha e izquierda que, como en Grecia, se prolongó en la posguerra, o las luchas anticoloniales que resurgieron o se articularon alrededor del debilitamiento de las viejas potencias, especialmente en Asia. Asomarse a esta historia también implica hablar de episodios polémicos e incómodos como la insurrección de Varsovia por el Ejército Clandestino polaco católico tratando de expulsar a los nazis antes de la llegada del Ejército Rojo y la extensión del colaboracionismo y las versiones locales del fascismo en muchos países.
La tragedia de la ocupación

La guerra relámpago (blitzkrieg) alemana se desató sobre Polonia el 1 de septiembre de 1939 y dio comienzo a una serie de triunfos impactantes que, en poco más de un año y medio, aplastó a Francia, aisló a Gran Bretaña y ocupó casi toda Europa incluyendo los Balcanes. El 22 de junio de 1941, con el lanzamiento de la Operación Barbarroja, comenzó la invasión de la Unión Soviética, la cual llevó al ejército nazi y sus aliados hasta las puertas de Moscú, donde seis meses después y en pleno invierno sufrió su primera gran derrota. A esta altura el Eje, bajo el impulso arrollador de los ejércitos alemanes, dominaba desde el Atlántico hasta las profundidades de Rusia y había llevado la guerra al norte de África, mientras el Japón iniciaba una fulgurante campaña contra las posesiones coloniales europeas en Asia Oriental y atacaba en el Pacífico a los Estados Unidos, proporcionando a estos un pretexto para la entrada activa a la guerra.
En Asia, sin embargo, la guerra se había puesto en marcha mucho antes. Japón había ocupado Manchuria en 1931 e instalado un régimen títere desde sus posiciones en Corea, y en 1937 comenzó una invasión a gran escala de China. Poco después fue derrotado por los soviéticos en Mongolia, lo que fue decisivo para que no se sumara a la invasión nazi contra la URSS desde el Este. La guerra en Asia precedía con mucho al bombardeo de Pearl Harbour.
Tanto para Alemania como para Japón, los países ocupados eran territorios a esquilmar para sostener su esfuerzo de guerra, no solo a través del despojo de sus materias primas o su capacidad industrial, sino también de la explotación del trabajo de sus poblaciones. La maquinaria de guerra alemana necesitaba de una cada vez mayor movilización industrial, llevada a cabo por la organización Todt (por el ministro nazi de armamentos) y que utilizó mano de obra esclava de las zonas ocupadas, junto con el trabajo hasta el agotamiento e incluso la muerte de los confinados en los campos y los prisioneros de guerra. Millones de soviéticos, yugoslavos, griegos, franceses y de otros países, hombres y mujeres, fueron trasladados a trabajar sin descanso en fábricas en territorio alemán. No pocos fueron víctimas del salvajismo de los guardias y de los bombardeos de alfombra de ingleses y norteamericanos sobre Alemania.
El extractivismo extremo de los ocupantes también diezmó, con la movilización forzosa de trabajadores, la capacidad de producción de alimentos y otros productos esenciales, desviada además en beneficio de los ejércitos del ocupante. El resultado fue el empeoramiento de las condiciones de vida y la propagación del hambre, que en algunos países provocó verdaderas catástrofes, como en Grecia, cuya economía fue golpeada tanto por la ocupación germano-italiana como por el bloqueo marítimo de los ingleses. A esto hay que sumarle el exterminio de la población judía y de otras minorías catalogadas como inferiores por los nazis, el establecimiento de una gigantesca y asfixiante red represiva, y la contribución no menor a estos males de las brutalidades de los colaboracionistas que aprovecharon para tomar venganza de enemigos variados, como los ustachas croatas o los nacionalistas de los países bálticos y de Ucrania, que fueron en ocasiones más entusiastas en la represión y el exterminio que los propios alemanes.

No fue mejor el panorama en las zonas invadidas por los japoneses, especialmente China, con incesantes masacres contra la población y una despiadada explotación económica. La agresión japonesa contra China fue más prolongada que la guerra en Europa, y provocó además el exterminio de millones de personas, tanto por la violencia como por hambrunas masivas. La ocupación japonesa también fue severa en la península coreana, arrebatada a China a fines del siglo XIX y que siempre trató como una colonia cuyo único propósito era la provisión de alimentos y materias primas para la industria japonesa. Esa situación opresiva se volvió insoportable durante la guerra dada la necesidad imperiosa del militarismo japonés de recursos para alimentar a su población y su ejército desplegado en el Pacífico y en media Asia. No menos trágico fue el destino de decenas de miles de mujeres de los “batallones de consuelo”, coreanas y chinas, obligadas a prostituirse para los soldados del ejército nipón.
Los japoneses intentaron mostrar su fulgurante victoria contra las viejas potencias coloniales como Holanda y Francia como una reivindicación de la capacidad de los asiáticos de derrotar y humillar a los occidentales, pero su reemplazo como potencia ocupante pronto se reveló aún peor que los antiguos poderes. Esto terminó alentando a los movimientos de resistencia que, además, encontraron repentinamente debilitados a los colonizadores y buscaron aprovechar la oportunidad, especialmente en Indochina.
Por último, esta situación de extrema expoliación de las poblaciones colonizadas también tuvo su expresión en la principal posesión del imperio británico, la India. Aunque el avance de los japoneses fue trabajosamente detenido en las selvas de Birmania en 1944, la explotación de la economía india para solventar el esfuerzo de guerra británico terminó también provocando hambrunas gigantescas, especialmente en la región de Bengala, que causaron millones de fallecidos. La represión a los movimientos independentistas recrudeció: Gandhi, Nehru y los principales líderes opositores al dominio inglés pasaron casi toda la guerra encarcelados.
La resistencia armada

Los partisanos fueron cientos de miles en Europa y en Asia constituyeron verdaderos ejércitos populares, que desviaron enormes fuerzas de los frentes principales, sabotearon suministros, depósitos de armas, nudos ferroviarios, provocaron pérdidas materiales y humanas a los ocupantes y sufrieron terribles bajas y represalias sangrientas. La resistencia popular incluía no solo a jóvenes combatientes sino a todo tipo de personas que tomaban riesgos, transportando armas, pasando mensajes, recabando información del enemigo, ocultando fugitivos, acopiando materiales, operaciones que, por más sencillas que fueran, significaban un claro peligro de muerte.
Si bien las organizaciones resistentes se formaron desde el principio de la ocupación en la mayor parte de los países, el punto de inflexión para el surgimiento de poderosos movimientos partisanos fue la invasión de la Unión Soviética en junio de 1941, que puso en pie de guerra a los partidos comunistas, acostumbrados a la clandestinidad y una rigurosa organización. Este hecho supuso un impulso determinante, ya que los comunistas habían quedado en una situación ambigua a partir de la firma del pacto de no agresión entre la Alemania nazi y la URSS firmado días antes de la invasión de Polonia.
En los regímenes fascistas preexistentes, la represión había precedido largamente a las hostilidades. El enfrentamiento entre el fascismo y la izquierda había dado lugar a la política de los frentes populares y se había manifestado con toda intensidad en la Guerra Civil Española. En Alemania, el nazismo había establecido una férrea dictadura y eliminado toda oposición. La persecución del Partido Comunista Alemán fue prácticamente el primer acto de gobierno de Hitler al tomar el poder en enero de 1933, seguida rápidamente por la de los socialdemócratas y los sindicatos conducidos por la izquierda. Así y todo, diversas conspiraciones y sabotajes siguieron existiendo incluso en plena guerra, en particular las operaciones de espionaje a favor de los soviéticos. Parte de la militancia comunista emigró a la URSS, donde formó un gobierno en el exilio y una pequeña fuerza militar alemana antinazi que participó de los combates, junto a cuerpos similares de otras nacionalidades.
En otros países, la resistencia clandestina logró adquirir proporciones de guerrilla, sobre todo en zonas montañosos o boscosas. En Italia, la lucha partisana se hizo masiva después de la capitulación y el derrocamiento de Benito Mussolini en septiembre de 1943, que provocó la inmediata invasión alemana, llegando a ser a finales de la guerra 300 mil combatientes, organizados en brigadas de los distintos partidos antifascistas. No solo el Partido Comunista Italiano, que fue la organización mayoritaria, sino los socialistas, demócratas cristianos e incluso anarquistas, tuvieron sus unidades en toda la Italia ocupada. La lucha partisana en Italia se enfrentó tanto a los alemanes como a los remanentes del régimen fascista de la República Social Italiana. La culminación de ese proceso fue una serie de insurrecciones populares que fueron liberando las ciudades antes incluso de la llegada de las tropas aliadas, hasta la captura y la ejecución del propio Mussolini y otros jerarcas por un comando comunista en los últimos días de la guerra. No son pocos los autores que han catalogado esta fase de la guerra en Italia como una auténtica guerra civil. El PCI emergió como el partido más fuerte del país, aunque, al igual que en Francia, entregó el poder a un gobierno provisional multipartidario, apoyado por la presencia de las tropas aliadas en la península.

La experiencia partisana fue muy poderosa en los Balcanes, especialmente en Yugoslavia, Albania (invadida en 1938 por Mussolini) y Grecia, tres países que sufrieron una ruinosa ocupación que, además, estuvo basada en un fuerte colaboracionismo. Los partidos comunistas constituyeron, en estos tres países, las fuerzas hegemónicas de la resistencia y fueron un verdadero dolor de cabeza para las fuerzas ocupantes.
La ferocidad de la ocupación de los Balcanes provocó un rápido surgimiento de la resistencia, cuyas acciones fueron creciendo hasta obligar a las fuerzas del Eje a refugiarse en las ciudades y lanzar periódicas y cada vez más difíciles campañas de castigo en los territorios dominados por los partisanos. En Yugoslavia, los comunistas liderados por Tito pronto se convirtieron en un poderoso ejército guerrillero, que dominó las zonas más montañosas e inaccesibles. Además de los invasores, la represión quedó en manos de los ustachas comandados por Ante Pavelic, nacionalistas croatas de extrema derecha que horrorizaron a los propios nazis por sus masacres indiscriminadas de otros grupos étnicos y simpatizantes de la guerrilla. Paralelamente a los guerrilleros de Tito surgieron los chetniks, milicias promonárquicas mayoritariamente serbias dirigidas por el coronel Mihailovic, que pronto dedicaron más energías a combatir a los comunistas y a otras nacionalidades que a los ocupantes. Por último, al aproximarse el fin de la guerra, el ejército partisano fue capaz de expulsar a los nazis antes incluso que llegaran las primeras tropas del Ejército Rojo en su arrollador avance por Europa del Este. Otro tanto sucedió en Albania y en Grecia, donde los ingleses desembarcaron en una Atenas en pleno dominio del ejército guerrillero de hegemonía comunista.
La resistencia francesa no logró, a pesar de su fama posterior, la fortaleza de sus pares de Europa Oriental, dividida entre la Francia Libre del general De Gaulle y los maquis encabezados por los comunistas. Los republicanos españoles confinados en Francia al final de la guerra civil, con su experiencia militar y antifascista, contribuyeron notablemente a establecer las redes clandestinas y las acciones de sabotaje y hostigamiento a los alemanes. La capacidad organizativa y de lucha de sus militantes hicieron enormemente popular al Partido Comunista Francés, que sin embargo acató los acuerdos de Yalta y las órdenes de Stalin de integrar gobiernos de coalición en la inmediata posguerra.

La fuerza más importante de la lucha partisana fue la desarrollada detrás de las líneas del frente oriental, en los distintos territorios de la Unión Soviética. Prácticamente a medida que avanzaban los alemanes, se iban armando en la retaguardia ocupada grupos de resistencia, al principio basados en los soldados y oficiales del Ejército Rojo que quedaban aislados y se unían a pobladores locales y a estructuras del Partido Comunista. A diferencia de otros países, el Ejército Rojo siempre mantuvo contacto con los partisanos y los integró a su estrategia militar. El ensañamiento contra la población, especialmente contra la numerosa comunidad judía y los militantes comunistas, contribuyó a multiplicar la lucha partisana. Los sabotajes constantes a las líneas de comunicación, el conocimiento del terreno, el refugio a los perseguidos, el hostigamiento a la retaguardia y la participación coordinada con las tropas regulares en las operaciones hicieron de los cientos de miles de partisanos rusos, ucranianos y bielorrusos, entre otras nacionalidades soviéticas, parte importante de la derrota del nazismo. Esa resistencia costó muy cara, las masacres en las aldeas, las ejecuciones y represalias, el saqueo y el hambre hicieron estragos entre la población civil que proveía el grueso de los combatientes y les procuraba refugio y alimentación. Su rol fue fundamental porque desviaba grandes fuerzas para cuidar la logística y la retaguardia, consumía recursos y bajaba la moral del invasor. A medida que el Ejército Rojo iba reconquistando terreno, las unidades partisanas en su mayor parte se incorporaban a las tropas regulares, hacían de auxiliares o eran desplegadas nuevamente tras las líneas enemigas. Si en algún lado hubo una significativa resistencia popular, fue en la Unión Soviética, incluida Ucrania.
También en Asia la lucha contra el ejército nipón asumió rasgos de masividad. El caso de China es paradigmático. Las milicias comunistas de Mao Zedong, que habían sido víctimas de masacres y “campañas de extermino” por parte del Kuomintang gobernante, hicieron una tregua y un frente patriótico con sus enemigos para enfrentar la invasión japonesa. En Vietnam, en ese entonces colonia francesa junto con Laos y Camboya (Indochina), los comunistas encabezaron con fuerzas aliadas el Vietminh, luego vencedor de los franceses que intentaron recuperar su imperio al finalizar la guerra. El incipiente movimiento, dirigido militarmente por un genio estratégico como Vo Nguyen Giap, aprovechó el debilitamiento del poder colonial para formar una guerrilla que fue la base de la lucha por la independencia. Incluso Ho Chi Minh en persona consiguió apoyo y armamento de los Estados Unidos a través de la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos), nada menos que el precursor de la CIA. Otro tanto pasó en Corea, en donde Kim Il Sung, abuelo del actual líder de Corea del Norte, encabezó la lucha contra el Japón.
Colaboracionistas y guerras civiles
Una de las razones por las que las luchas populares de resistencia en los territorios ocupados por el Eje han ido desapareciendo de la historia de la guerra y las conmemoraciones es que se trata de un pasado incómodo para las versiones edulcoradas de la guerra y, también, para los sectores políticos hoy dominantes. Al buscar imponer una versión en que la URSS fue un actor menor de la victoria y, aún peor, un Estado totalitario que compartía la esencia antidemocrática y genocida del nazismo, también se oscurece el rol de la resistencia, porque implica reconocer que una gran parte de la propia población no solo luchó contra los nazis por una cuestión nacional sino por ideales revolucionarios y alineados con los soviéticos. Y también implica reconocer la magnitud del colaboracionismo y que sus sucesores políticos forman hoy parte de la élite política europea.

El colaboracionismo con los nazis fue mucho más extendido de lo que se suele o conviene reconocer, progresivamente “blanqueado” a medida que la Guerra Fría fue imponiendo sus lógicas de enfrentamiento. El caso más notable es el de Stepan Bandera, hoy convertido en héroe nacional por el gobierno ucraniano, que no solo fue un nacionalista de extrema derecha opuesto al poder soviético, sino un aliado de los nazis que se terminó convirtiendo en un problema por su intento de autonomizarse. Los banderistas no solo lucharon contra el Ejército Rojo durante la guerra, sino después, manteniendo bandas armadas dentro de la URSS hasta los años 50, esta vez con el apoyo de la CIA.
Además de los “Quislings”, los gobernantes pronazis de los países ocupados –llamados así por el dirigente colaboracionista noruego–, fue importante la complicidad de policías y paramilitares locales en la persecución de los resistentes. La Francia de Vichy, por ejemplo, envío a miles de refugiados republicanos españoles al campo de Mauthausen o, incluso peor, a las cárceles de Franco, donde muchos de ellos enfrentaron el pelotón de fusilamiento, como el ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluis Companys. Promediando la guerra y ante la necesidad de tropas, las Waffen SS formaron una gran cantidad de divisiones con fascistas y mercenarios de toda Europa (también los japoneses armaron varios ejércitos cómplices). Incluso hubo un ejército ruso, comandado por un exgeneral soviético, Andrei Vlasov, que logró reclutar algunas decenas de miles de soldados, de dudosa lealtad, en los campos de prisioneros de guerra. En cambio, fueron muchos más los que, a pesar de las terribles condiciones que auguraban una breve sobrevida, se negaron a integrarlo.
La existencia de estos regímenes pronazis le dio carácter de guerra civil a lo que sucedía en varios países ocupados al llegar la guerra a su etapa definitoria. Además de Yugoslavia, fue en Grecia donde se vivió un fuerte enfrentamiento entre fracciones de la resistencia, en que el mayoritario ELAS (Ejército Popular de Liberación Nacional, brazo armado del Frente de Liberación Nacional, EAM) se enfrentó con la resistencia de derecha, el EDES (Ejército nacional Democrático Griego), y con los batallones de seguridad del gobierno títere. Los andartes, los guerrilleros griegos, se hicieron héroes populares, dominando las montañas y los campos y estableciendo amplias redes clandestinas en las ciudades. Al retirarse los alemanes, el EAM-ELAS quedó en dominio del país, hasta la intervención abierta del ejército británico para impedir su acceso al poder. El desembarco de grandes tropas inglesas modificó el equilibrio de fuerzas a favor del gobierno griego en el exilio, no solo en alianza con el EDES sino también recuperando a las unidades militares organizadas por el gobierno colaboracionista, repletas de criminales de guerra y torturadores. Después de un breve pero intenso enfrentamiento, el EAM firmó un acuerdo de paz y entregó las armas, solo para verse poco después inmerso en una nueva guerra civil que duró varios años y acabó con la masacre de la izquierda y el confinamiento de miles de sus partidarios en islas semidesiertas del Egeo.
También en Asia la derrota del Japón llevó a la continuidad de la guerra entre las guerrillas comunistas y los antiguos poderes coloniales (como en Indochina) o contra los aliados de los Estados Unidos. En China, el triunfo de los revolucionarios finalmente llegó en 1949, dando lugar a la República Popular. En el caso de Vietnam, el Vietminh se encontró en pleno dominio del país y declaró la independencia el 2 de septiembre de 1945. La contraofensiva francesa recrudeció la feroz guerra que solo llegó a su fin con la retirada norteamericana en 1975. Es interesante notar que el encargado de recuperar el dominio colonial fue el general Leclerc, cuya división fue la primera en entrar a liberar París. La “Francia Libre” que había luchado contra los nazis no dudó en masacrar campesinos vietnamitas para reconstruir su imperio, ni en hacer lo propio con los argelinos que también creyeron llegado el momento de sacarse de encima el yugo colonialista. En Argelia, el 8 de mayo no es el día de la victoria, sino el aniversario de la masacre de Sétif, en que los militares franceses mataron a miles de argelinos que creyeron que la liberación también les correspondía.
Muchos de estos colaboracionistas y mercenarios fueron primero tolerados y después rehabilitados en nombre de la lucha contra el comunismo, para después ir amalgamándose en las derechas políticas de la posguerra, en los servicios de espionaje o como especialistas militares.
Ocultar ese pasado es tan importante para el poder dominante como esconder a los resistentes que no solo pelearon contra los invasores de sus naciones sino por una nueva sociedad.
Esos combatientes, hombres y mujeres en su mayoría de clase trabajadora, fueron cuidadosamente olvidados.
Los pueblos que sufrieron bombardeos, hambre, condiciones terribles de trabajo para solventar el esfuerzo de guerra, masacres, trabajo esclavo en las fábricas nazis, exterminios en los campos de concentración y otras calamidades, no pueden ser ignorados. Su sufrimiento merece ser rememorado tanto como el de los soldados de los ejércitos que, también, eran hijos del pueblo.
* Publicado en Tektónikos.
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