La Unión Europea: una nueva colonización

La Unión Europea: una nueva colonización

[I]

La crisis económica que afecta a nuestro país y las políticas de austeridad impuestas por la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) están provocando una fractura social cada vez más evidente. La ciudadanía observa atónita la degradación de la vida cotidiana y la tolerancia del poder con los abusos cometidos por los más privilegiados del país. Como no podía ser de otra forma, el creciente deterioro de las condiciones materiales de una cada vez más amplia mayoría social llega acompañado de gravísimos escándalos de corrupción que salpican al conjunto de las élites políticas y económicas, alumbrando una sociedad cada vez más instalada en la injusticia y la desigualdad.

En este contexto, el sueño de la integración europea ha devenido una pesadilla que impone un duro presente y nos condena a un porvenir sombrío. De una forma intencionada, se ha ofrecido a la ciudadanía una imagen falsa, ideológica e idílica de la hoy denominada Unión Europea, utilizando los medios de comunicación para proyectar una visión mítica y alejada de la realidad: una Unión Europea completamente ajena a los principios de cohesión y colaboración solidarios, que se ha convertido en una suerte de reserva de caza alemana en la que las economías fuertes explotan sus ventajas económicas y comerciales para aplastar a las débiles. Una Unión Europea gobernada por la ley de la selva.

Sin embargo, la gravedad de la situación económica y la caída del velo del bienestar individual hacen que comience a abrirse paso entre los habitantes de la periferia la idea de ser víctimas de una nueva colonización. Cada vez es más difícil ocultar que la implantación del euro ha generado una relación centro-periferia en el seno de la Unión Europea que enfrenta al Norte central y dominante con el Sur periférico y dominado. Ya no es posible negar que la existencia de la moneda única ha beneficiado a Alemania y a otros países ricos de Europa, reforzando su posición en el esquema europeo como exportadores netos de bienes de equipo y de consumo y como importadores netos de demanda general. Para decirlo claramente y en pocas palabras: la unión económica y monetaria ha permitido que los países centrales, especialmente Alemania, acumulen crecientes excedentes comerciales en su espacio vital europeo, bloqueando cualquier posibilidad de devaluación competitiva y alimentando una intensa redistribución del trabajo en perjuicio de las modestas economías de la cuenca mediterránea. Los países fuertes del centro, como Alemania, Holanda o Finlandia, incrementan su competitividad, conservan su soberanía nacional y financian sus estados de bienestar gracias a la pérdida de la competitividad, la destrucción de la soberanía y desmantelamiento del bienestar de sus compañeros de moneda, la periferia europea.

Los trabajadores del Estado español, junto a los del resto de economías periféricas, se han convertido en una reserva de mano de obra low cost. Como han señalado algunos autores, el proceso de construcción europea ha generado una nueva división internacional del trabajo, alimentando una dinámica colonialista caracterizada por la hegemonía alemana y por la subordinación de las economías periféricas[1]. Esto es lo que explica que las actuaciones estatales de control sobre el mercado y de protección de los derechos sociales estén siendo destruidas al ritmo de los dictados de la unión económica y monetaria. Cuando las exigencias del proceso entran en contradicción con las disposiciones estatales en materia de política social, los Estados periféricos proceden a adaptar sus respectivos sistemas de bienestar, siempre en el sentido de disminuir la protección de los derechos laborales y sociales. El dumping social no sólo no se ha combatido, sino que se ha fomentado, situando la regulación del factor trabajo como elemento de competitividad y desencadenando un feroz darwinismo normativo para reducir los estándares laborales y de protección social.

La nueva división europea del trabajo explica y promueve la progresiva destrucción de los modelos sociales estatales auspiciada por la troika e inmediatamente perceptible en dos ámbitos fundamentales: la flexibilización de los mercados de trabajo (en concreto, mediante la rebaja de la tutela de la estabilidad en el empleo y la devaluación del coste de la mano de obra) y la reducción de la protección social, en particular de los sistemas de Seguridad Social (reducción de la cuantía de la pensión de jubilación, reforma sanitaria, etc.). Su influencia se advierte igualmente en la reforma educativa del Ministro Wert, también auspiciada por las instituciones europeas, que orienta el sistema educativo hacia la preparación de mano de obra barata, provista de los conocimientos indispensables para desenvolverse adecuadamente en el mercado laboral basura que caracteriza a los países subdesarrollados. La posición dependiente y periférica de nuestra economía en el esquema europeo es radicalmente incompatible con la existencia de pensiones públicas, la educación y la sanidad públicas y un mercado laboral medianamente digno.

Al aceptar los dictados de la troika, las clases dirigentes de los países periféricos asumen su incapacidad de afrontar un camino independiente para sus respectivos países y sellan una relación de subordinación y dependencia semejante a la que se produce en el proceso de colonización clásico, caracterizado por la desposesión sistemática de las economías periféricas y la sobreexplotación de sus trabajadores. No debemos olvidar que son las clases dirigentes de los diferentes Estados miembros las que han construido y abonado este modelo de Unión Europea, bajo cuya intocable legitimidad han resguardado las más impopulares y duras reformas. La posibilidad de socavar la posición negociadora de los sindicatos abonó la traicionera connivencia de las élites de los países deficitarios, alimentando una alianza sólida y estable con la burguesía alemana para imponer un nuevo orden político-social a escala europea.

En este contexto, no deja de sorprender que determinados sectores de la izquierda española y europea insistan en reformar la eurozona como solución a la actual situación de emergencia social y económica. Con cierto aire panglossiano, invocando la necesidad de “más Europa”, se critica la fragmentación de la política fiscal y se denuncia la actuación de un BCE dispuesto a proporcionar abundante liquidez a los bancos mientras abandona a los Estados endeudados que soportan los ataques especulativos. Como propuesta política, se reclama la abolición del Pacto de Estabilidad, la creación de una autoridad fiscal y la modificación de los estatutos del BCE para que pueda conceder préstamos a los Estados que atraviesan por dificultades. En un arrebato de ingenuidad, incluso llega a hablarse de un “euro bueno” en el que podría establecerse un salario mínimo europeo para reducir los diferenciales de competitividad entre los países.

Se trata de una quimera que ha paralizado durante décadas a buena parte de la izquierda y del movimiento sindical y que bloquea la construcción de una alternativa al servicio de las clases populares de nuestro país. La zona euro carece de un estado único europeo y no hay ninguna expectativa de que pueda crearse uno en un futuro cercano. La unificación de la política fiscal supondría una completa reestructuración de la soberanía en toda la Unión Europea, construida a partir de una rigurosa jerarquía de estados y un cuidadoso cálculo de intereses nacionales, y precisaría un consenso que no va a producirse. Cualquier reforma posible debería respetar la jerarquía de poder existente, caracterizada por el dominio de los países de la zona central y muy especialmente de Alemania. Por expresar la idea con mayor precisión, el euro ha sido el medio utilizado para forjar la hegemonía del capital alemán, que se impone inexorablemente en el escenario europeo y que impide la posibilidad de realización de un programa que atienda a las necesidades de las mayorías sociales.

En nuestra opinión, cualquier agenda política que pretenda romper realmente con el neoliberalismo, incluso en un sentido reformista, debe plantearse en serio la salida del euro y enfrentarse a la Unión Europea como tal. Como ha señalado Costas Lapavitsas[2], la única salida progresista para nuestro pueblo consiste en abandonar de la zona euro y recuperar el control de la soberanía, en el marco de un desplazamiento radical del poder económico y social hacia el Trabajo. Una estrategia que empieza con el impago de la deuda soberana y se amplía a una salida del euro que permita a nuestro país escapar del cataclismo de la devaluación interna impuesta por la Unión Europea. Nuestro país tiene futuro, pero un futuro digno pasa necesariamente por romper con esta Europa y con las instituciones de esta Europa.

[II]

La Unión Europea se ha construido a golpe de falacias. Desde su creación, con la Comunidad Económica Europea en 1961, la defensa de la paz y de la libertad han aparecido como objetivos idealizados, en un espacio supranacional aparentemente basado en relaciones de igualdad y solidaridad entre los pueblos europeos. Este ideal actuó como un potente cebo para la ciudadanía del sur de Europa, muy especialmente la española, la portuguesa o la griega, que salían de sus dictaduras con el ansia de entrar en lo que parecía el club de la democracia y la prosperidad. A esta idealización contribuyó de forma notable el publicitado crecimiento económico que en el ámbito de la antigua UE-15 se produjo (en beneficio de unos más que de otros) durante casi dos décadas y que dotó de legitimidad y de un atractivo innegable al proyecto europeo.

No obstante, pronto se demostró que aquel “club” no era garantía ni de la democracia ni de la prosperidad, sino una trampa para inhibir la primera y arrumbar la segunda. En realidad, y como veíamos anteriormente, la trampa europea encubría una nueva colonización basada en relaciones de fuerza y caracterizada por el dominio de los países del norte europeo, fundamentalmente de Alemania. El Tratado de Maastricht y la aparición del euro desencadenaron una guerra comercial que ha devastado las economías de los países periféricos y lleva camino de hacer lo propio con sus sistemas políticos, destruyendo la soberanía y desmantelando el bienestar de los estados que se encuentran en dificultades. Pronto se evidenció que aquella prosperidad había derivado de un previo y continuado desarrollo económico y social conseguido en el plano nacional por estados enmarcados en el constitucionalismo social de posguerra, con dinámicas intervencionistas y planteamientos redistributivos que la unión económica y monetaria ha eliminado por completo. Se trata, en palabras de Emmanuel Todd, de la negación de Europa.

En este contexto, se antoja imprescindible desbordar los márgenes impuestos y atreverse a plantear la ruptura con las limitaciones que impiden el avance de un programa realizable de transformación social. En nuestra opinión, la salida del euro constituye una alternativa necesaria para recuperar la soberanía y superar la gravísima crisis que atravesamos. Se trataría, junto con la negación al pago de la deuda ilegítima, del primer paso de una estrategia constituyente que pretenda el reequilibrio de la economía en el marco de un desplazamiento del poder económico y social hacia el Trabajo, situando al Estado en el puesto de mando de la economía.

La estrategia tiene numerosos y diversos eslabones. De entrada, es previsible que la devaluación monetaria provoque un incremento de la deuda externa, pues debería liquidarse en una moneda mucho más valiosa que la nuestra y sería imposible continuar satisfaciéndola. Por lo que respecta a la deuda pública (alrededor de 300.000 millones de euros), parece ineludible la suspensión de pagos y la realización de una auditoría pública para asegurar una quita sustancial que aligere el aplastante peso de la deuda sobre nuestra economía. En particular, consideramos que debería declararse ilegítima la contraída por el Estado en la reestructuración y rescate del sistema financiero, que ha supuesto una obscena socialización de las pérdidas acumuladas por la banca en la financiación de las burbujas bursátiles e inmobiliarias.

Por lo que respecta a la deuda privada, los bancos estarían bajo presión y tendrían que afrontar quiebras. Las tensiones que experimentaría el sector financiero harían insoslayable la nacionalización del mismo y la creación de una banca pública con el fin de garantizar los depósitos y asegurar una financiación estable a las pequeñas y medianas empresas. Además, y fundamentalmente, el control público del crédito haría posible afrontar los desequilibrios de fondo que han provocado la crisis, convirtiendo la banca pública en un instrumento clave para revertir la financiarización de la economía y transitar de un modelo dependiente basado en la especulación a un modelo basado en la economía real, productiva e industrial.

En paralelo, el Estado debería nacionalizar los sectores estratégicos (servicios públicos, transporte, energía y comunicaciones) y promover una política de inversiones públicas que, manteniendo la protección y defensa del medio ambiente como pilar fundamental, contribuyese a modificar y renovar la estructura productiva del país, deteniendo los procesos de desindustrialización y especialización productiva que derivan de una inserción asimétrica en la economía europea. Como han destacado algunos autores, la crisis económica está provocando un preocupante deterioro de nuestra capacidad productiva motivado por la debilidad de la actividad inversora, la descapitalización del tejido industrial y la descualificación de la fuerza de trabajo, ahondando la fractura productiva que separa al centro de la periferia[3]. En este contexto, la reconversión del modelo productivo deviene una tarea urgente, so pena de embocar una rápida y dramática transición al subdesarrollo. En definitiva, se trata de iniciar una trayectoria de crecimiento diferente, caracterizada por la intervención pública en la economía, la colaboración de un sistema bancario público y el respeto al principio de sostenibilidad ecológica.

Como correlato de lo anterior, la estrategia constituyente tendría que abordar dos aspectos cruciales para detener y revertir la ofensiva neoliberal: una reforma fiscal progresiva y una profunda reestructuración del mercado de trabajo, como expresión de una nueva racionalidad económica que sirva a los intereses de la mayoría social. En efecto, la extensión de la base imponible a los sectores más poderosos y la persecución del fraude fiscal permitirían expandir el gasto público y mejorar las prestaciones sociales, especialmente sanidad y educación, que han sufrido un importante deterioro a causa de los recortes presupuestarios. Del mismo modo, harían posible la reorganización del sistema de pensiones transfiriendo recursos de los presupuestos generales del Estado para garantizar la sostenibilidad del sistema y el poder adquisitivo de las prestaciones[4].

En lo que atañe al mercado de trabajo, urge una respuesta contundente y efectiva a la emergencia social provocada por la situación de paro y precariedad generalizados, otorgando a la legislación laboral un necesario protagonismo político. De entrada, nos enfrentamos a la necesidad de desandar el camino andado durante las dos últimas décadas, retomando la creación de empleo decente como eje nuclear de la política económica. En este sentido, las últimas reformas laborales aprobadas por el PSOE (2010-11) y el PP (2012-13) deben ser expresamente derogadas. Las nuevas normas laborales deberían incentivar la creación de empleo decente, estable y con salarios dignos, mejorar las condiciones de trabajo, prestando una atención especial a la igualdad efectiva entre mujeres y hombres, a la corresponsabilidad y a la inserción laboral de la juventud así como reforzar la negociación colectiva. Partiendo de esta base, una de las estrategias para combatir el paro que permite una salida progresista y solidaria a la grave situación actual es la reducción de la jornada laboral de manera generalizada para facilitar la colocación de los trabajadores desempleados. Esta medida estratégica debería complementarse con un incremento significativo del salario mínimo interprofesional y con la extensión de la protección por desempleo, a fin de contrarrestar los efectos más nocivos del ajuste interno y alumbrar un modelo diferente de distribución de la riqueza producida por la sociedad.

En los anteriores párrafos hemos resumido la estrategia que, en nuestra opinión, permitiría superar la dinámica colonial en la que nos encontramos tras la implantación del euro. Por supuesto, el empleo del término “constituyente” tiene un significado preciso y congruente con la hoja de ruta anteriormente esbozada: la clave es impulsar un proceso constituyente para realizar una transición democrática completa, que solvente las graves carencias arrastradas desde la dictadura y que refleje un nuevo equilibrio de fuerzas entre clases y entre géneros. No puede haber un reequilibrio de la economía a favor de los trabajadores sin una profunda transformación del Estado en un sentido republicano, plurinacional y democrático, con pleno respeto al derecho a decidir de los pueblos. Una transformación que refleje una gran alianza político-social para sustituir mecanismos de gobierno ineficientes y corruptos por la transparencia y la participación popular permanentes. Esta alianza existe de manera potencial en nuestra sociedad y podría materializarse si las izquierdas políticas y sociales se aglutinasen en un giro radical alrededor de una estrategia constituyente que dispute la hegemonía a la oligarquía.

Notas:

[1] NAPOLEONI, L. Democracia en venta. Cómo la crisis económica ha derrotado la política. Barcelona, Paidós, 2013.

[2 ]LAPAVITSAS, C. Crisis en la eurozona. Madrid, Capitán Swing, 2013.

[3] ÁLVAREZ PERALTA, I.; LUENGO ESCALONILLA, F. y UXÓ GONZÁLEZ, J. Fracturas y crisis en Europa. Madrid, Clave Intelectual, 2013.

[4] Vid., en esta línea, el documento “En defensa del sistema público de pensiones”, disponible en http://documentopensiones.org/

* Héctor Illueca. Es doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social.

Adoración Guamán.Es doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.

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