Lechón

Lechón

El lechón de El Cuñao se puede deshilachar, el cuero aún conserva todo su crujir después de picado y servido. Su sazón está al punto, discreta, baja en sal, lo cual es un arte, logro significativo, cuando se adoba animal tan mostrenco.

Edgardo Rodríguez Juliá

El cerdo en el fango gruñe: pru-pru-prú.

Luis Palés Matos.

Cámara. No hace mucho, en la película de Milós Forman, Los fantasmas de Goya (2006) volvió a aparecer el tópico del cerdo —¿me persigue?— en el contexto del catolicismo hispánico, una teología para nada inapetente ni abstemia. ¿Cuerpo, sangre, carne y vino? Aunque se trataba de una trama ficticia, la propuesta de la película no era descabellada: a finales del siglo XVIII la negación a comer puerco podía ser manipulada por la Santa Inquisición como una muestra de continuidad judaizante, a raíz de la cual —por Dios, ¿a quién no le gustan las chuletas?— quedaba justificada la violencia divina. ¡Aplaca, Señor, tu ira! Por eso, desde antaño, los católicos, siempre carnívoros y románicos, celebraban la navidad comiendo —incluso los buenos ateos— carne de cerdo, ingesta que marca una frontera infranqueable entre los tres monoteísmos del Mediterráneo: los cristianos acá y los semitas allá, del lado oscuro del jamón. ¿No crucificaron ellos, los primeros en prohibir el cerdo, a Jesucristo? De ahí que, como venganza simbólica, se decían los fieles seguidores de la filosofía escolástica frente a una imagen de San Ignacio, nos deleitemos en el atracón de tocino que ninguno de ellos se podía dar. ¡Qué se caguen ahora en Jesucristo!

En Elogio de la fonda (2001), Rodríguez Juliá, connoisseur de la comida popular boricua —un escritor con apetito de cura barroco varado a gusto en las Antillas— pone sobre la mesa lo que, bajo otras condiciones, se podía considerar como una arqueología mínima del lechón boricua. Según dice la golosa pluma de Edgardo, la proclividad boricua le debe más a Portugal que a España: Esta nuestra veneración del cerdo peninsular permanece del lado portugués; evitamos los cochinillos al preferir el lechón ya engordado, ¡pero jamás el verraco! El leitãoportugués es muy parecido a nuestro lechón asado. De ser así, el cerdo tornaría a los boricuas en primos culinarios de Pessoa, un reaccionario interesantemente poético, en vez de emparentarlos con Cervantes, cuya Dulcinea —así lo subraya, en Un bicho linajudo: el cerdo, Ramón Rocha Monroy— tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de La Mancha.

El brinco del gaucho

De ahí que, al acercarse como turista imaginario, invitado por el poeta Juan Antonio Corretjer, al espacio emblemático del cerdo boricua —Guavate, zona de lechoneras y por eso mismo, dirían los nutricionistas que critica Michael Pollan en In Defense of Food. An Eater’s Manifesto (2007), de mucho colesterol, ¿un invento de la farmacopea neoliberal?— Adán Buenosayres, uno de los grandes personajes de la novela argentina, en plan difícilmente caribeño para un neocriollista conosureño de la primera mitad del siglo XX, reculara —¿como también lo habría hecho su amigo Xul Solar?— ante el tamaño de nuestro animal asándose o calentándose a la varita. ¡La concha de tu hermana! Para la mirada argentina que pasa por el ojo del paladar, el leitão boricua resulta una bestia descomunal, atravesada por la boca y el culo como si se tratara de un Cristo horizontal que, ante el abismo nietzscheano, se tocaba los cojones mientras se reía de la muerte. Como porteño, la veneración de Adán por el cerdo peninsular se encontraba del lado español: el cochinillo, una criatura ante cuya ingesta Rodríguez Juliá, carnívoro de los más irredentos que ha dado la isla, se acuclillaría con sabor y saber hedonistas: felix culpa. ¿Escribió por eso Bioy Casares una historia en la que se les llamaba cerdos a los viejos? Descentrado ante la enormidad del animal boricua, Adán, resbalándose en su propio chimichurri, al pulso de la humedad tropical, y por eso, sudando como cualquier hijo de vecino, se acobardó a la hora de meterle el diente a la carne del puerco grande, demasiado voluminoso para su metafísica porteña; y ello a pesar de que, en plan insolente, Adán había dicho de Freud que era un chancho alemán. Ajeno a las dimensiones del Caribe, el argentino se fue de Guavate sin probar el cerdo criollo, tapándose la boca con una cita reciclada de Martín Fierro.

El brinco del jíbaro

Desde el pueblo de Nueve de Julio, en la provincia de Buenos Aires, la sorpresa del boricua, ¿un esteta del saber sociológico o un sociólogo del sabor estético?, se hizo notar la noche que, bajo las estrellas del sur, de frente al fiestón de Noche Buena —un derroche a la parrilla: tira de asado, vacío, tapa, bife, pollo, chorizos— los argentinos anunciaron la llegada del cerdo. ¿Todo un lechón? pensó el caribeño con la Quilmes en la mano. Frente a las brasas, sin pensarlo dos veces, se inmovilizó ante la noticia —¿más carne?— como si algo en la garganta —¿una metáfora de Ricardo Piglia o una pedrada de Iván Silén?— le impidiera respirar. ¿Se ahogaba —la muerte es un ángeladorable con hocico de cerdo— con un poema sustancioso de Olga Orozco? Difícilmente. La llegada del cerdo lo sacó de balance. Con toda la carne que se cocía a fuego lento en la parrilla, se preguntó ¿iban a traer —¿quién se lo iba a comer?— todo un lechón a la varita? Aunque trató de borrarla, no pudo: la imagen de Guavate lo sobrecogió, así como se encontraba, indeciso, ante la majestuosidad de la noche pampeana, siempre oscura. Una noche que registró, siguiendo las sinestesias de Onfray, como un olor verde a humedad estrellada de negro; esa madrugada, probaría el rocío del campo, sudor alegre de los gauchos. Sin embargo, el asombro le duró poco, aclarándose fácilmente el sintagma porcino cuando, por las manos, le pasó un plato hondo con todo el lechón que trajeron los argentinos: a saber, un cochinillo para el picoteo antes de la carne de res y de los chorizos. Entonces, como el que, después de muchos intentos fallidos, logra diferenciar a Macedonio Fernández de Felisberto Hernández —¿no confunden los caribeños la letra de Borges con la de Bioy?— se sintió con fuerzas para trazar esta conclusión encabalgada. No sólo se ponían los argentinos del lado español en su veneración del cochinillo, sino que en la gramática del plato navideño el cerdo se ubicaba al margen, nunca al centro, de la comilona cristiana, como sucede en la navidad boricua, ¿y también portuguesa?, donde el lechón es rey. ¿Qué viva el cuerpo del Señor a la varita?

Brincoteo

Entre el perfil del opresor de Denis Mario Rivera, un cerdo con uniforme de militar latinoamericano entrenado en la Escuela de las Américas —¡[El] Señor Presidente, qué charquero de sangre!— y el ángel adorable con hocico de cerdo, maldita poética romántica de la muerte que marcó la letra ensangrentada de Alejandra Pizarnik, cuando se metió el pedazo de cochinillo a la boca —¿se iluminó el cielo estrellado de azul o de rojo?— la textura del animalito argentino no le pareció lechón. ¡Qué pernil más blando! Algo en esa mordida lo aleló. ¿Dónde estaban las fibras del lechón?  Perdido, como el que, ante un tropo literario, se tiraba de golpe al vacío para que se lo llevara la nada o la mierda, resbaló ante la influencia asimétrica de Argentina en la cultura boricua, una falta de reciprocidad demasiado ostensible para un estómago caribeño que acababa de probar el cochinillo gaucho. ¿No leen los porteños a Luis Rafael Sánchez? ¿Sabían los argentinos que nuestro Sarmiento, en las primeras décadas del siglo XX, se llamó Pedreira? Con la boca llena de puerco y las manos vacías, pero contento, satisfecho de haber vivido el sur de Borges y de Cortázar —ahora estaba seguro de que la literatura era la mejor teología— masticaba el cochinillo mientras se hacía estas preguntas: ¿se trataba al fin y al cabo de un muslo de pollo con menos sabor y agarre ante la agresión de la mandíbula? ¿Era el cochinillo una materia que no ofrecía resistencia y que, por esa dejadez de la carne vencida, perdía definición ante un paladar entrenado en la física del pernil de cerdo? ¿Qué le faltaba a la textura del cochinillo para llegar a la del lechón de Guavate, otra política de la alimentación?

Imagén de Denis Mario Rivera: Perfil de un opresor (1981).

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