Lo que esconde la crisis de Chipre

Lo que esconde la crisis de Chipre
En 1953, la República Federal de Alemania bordeaba la quiebra financiera por su incapacidad de pagar sus deudas e indemnizaciones de guerra. Su hundimiento ponía en peligro al resto de las naciones europeas. Los 21 países acreedores se reunieron en Londres y acordaron una quita del 60%. Además, concedieron una moratoria de cinco años y un aplazamiento de 30, estipulando que el pago de la deuda sólo podía representar un vigésima parte de los ingresos alemanes por exportaciones. ¿Por qué no se actúa ahora del mismo modo? La deuda de los países periféricos es ominosa, inmoral e impagable. Sin embargo, la troika no se cansa de imponer medidas antisociales, que impiden superar la crisis, agravando el paro, el déficit y la deuda.
 
La UE no representa a los ciudadanos europeos, sino a los intereses de la banca alemana, que desde finales de los noventa hizo fluir el dinero barato, alimentando una peligrosa burbuja financiera. Esta agresiva política crediticia forma parte de una ofensiva concebida para desmontar el Estado del bienestar, privatizando la sanidad, la educación y el resto de los servicios públicos. La depauperación de los salarios y el abaratamiento del despido sólo agudizan los problemas, pulverizando el consumo y poniendo en peligro la sostenibilidad de la Seguridad Social, cada vez con menos afiliados. La reciente crisis de Chipre sólo es una maniobra de la troika para liquidar un presunto paraíso fiscal fuera de su control. Es cierto que Chipre ofrecía una baja fiscalidad a empresas extranjeras, pero casi nadie menciona que Alemania oferta a los inversores unos servicios financieros aún más ventajosos. Sin embargo, Alemania se ha librado de la oprobiosa denominación de “paraíso fiscal”. Según un documento de la OCDE, Liechtenstein, Mónaco, Luxemburgo, Austria, Bélgica y Suiza incumplen –entre otros países- los criterios internacionales en materia de transparencia bancaria y fiscal. En ese documento, aprobado por los líderes del G-20 en marzo de 2009, Chipre, Alemania, Francia o Reino Unido se hallaban en el mismo nivel de opacidad. El rescate de la troika, bendecido por el Eurogrupo, provocará que Chipre pierda el 20% de su PIB en los próximos cuatro años. El desastre será de tal magnitud que se considera ineludible “una asistencia financiera adicional” para garantizar los servicios básicos y el abastecimiento de alimentos y medicinas. Dicho de otro modo, Chipre se acercará al Tercer Mundo, perdiendo una prosperidad basada en unos depósitos que representaban el 700% de su PIB. Los inversores extranjeros –particularmente, los rusos, que habían depositado entre 15.000 y 30.000 millones de euros- sufrirán graves pérdidas, pero en ningún caso se deslizarán hacia la pobreza, una perspectiva reservada para los ciudadanos chipriotas. Después de su enfado inicial, ¿qué harán con su dinero los inversores rusos o de otras nacionalidades? Sin duda, cambiarán de escenario, fluyendo hacia Liechtenstein, Mónaco, Luxemburgo o Alemania, que se fortalecerá de nuevo con la descapitalización de los países afectados por la crisis. Algo semejante ha sucedido con los depósitos de Irlanda, Grecia, Portugal, Italia y España.
 
Por favor, desengañémonos de una vez. Esta crisis no es tan sólo producto de la negligencia, la avaricia o los defectos de diseño del euro. Se trata de una verdadera guerra económica, donde las oligarquías financieras pretenden desarmar y someter al mundo del trabajo. Nunca el capital había disfrutado de una impunidad tan vergonzosa, mientras despojaba a la sociedad de sus derechos elementales. El desprestigio del socialismo y los sindicatos ha envalentonado al capitalismo, que ha roto el pacto firmado entre las élites y los trabajadores durante la posguerra europea. La revolución liberal nos empuja hacia el siglo XIX, resucitando lacras como la pobreza, la malnutrición infantil y las formas más obscenas de explotación laboral. Nos habíamos acostumbrado a que esas penalidades sólo afectaran a los países del Tercer Mundo, pues creíamos que nunca nos golpearían a nosotros, cómodamente instalados en la fortaleza europea. Si la sociedad no se moviliza masivamente, nos espera un porvenir de miseria y humillaciones. Ya se ha dicho que las iniciativas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), acercándose a los domicilios de los políticos para recordarles su responsabilidad en los desahucios, constituye un acto de terrorismo. Se ha llegado a comparar a los activistas con los golpistas del 23-F. Al parecer, arrojar a una familia a la calle no es un acto de terrorismo, particularmente en un país con una Ley Hipotecaria abusiva e inmoral, de acuerdo con la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la UE.
 
La realización de una utopía puede producir hastío, pero la recurrencia de una pesadilla conduce hacia la desesperación. La ola que se inició con la caída de Lehman Brothers continúa su marcha y nada indica que su potencial destructivo haya perdido su colosal fuerza. Sin embargo, la sociedad europea apenas opone resistencia, pues no percibe alternativas. El desencanto causado por las políticas de Hollande ha confirmado que se han disuelto las diferencias entre neoliberalismo y socialdemocracia. Nuestra cultura del ocio se basa en el consumo de banalidades, fomentando el embrutecimiento colectivo y el egoísmo individual. Esa cultura no conoce fronteras y, de hecho, recuerda poderosamente la enajenación retratada en Un mundo feliz, 1984 o Farenheit 451. La cultura del ocio se ha aliado con la exaltación de la tolerancia, la democracia y la no violencia para transformarse en la ideología dominante. Evidentemente, se trata de una farsa. No hay tolerancia, pues se criminaliza cualquier forma de protesta y se excluye a los intelectuales disidentes de los grandes medios de comunicación. No hay democracia, pues las grandes corporaciones financieras han reemplazado a la voluntad popular y al principio de soberanía. Y es ridículo hablar de no violencia, cuando se ha lanzado una gigantesca ofensiva contra Oriente Medio para controlar sus recursos naturales, legitimando las invasiones militares, la tortura y los asesinatos selectivos extrajudiciales. La guerra de los drones de Obama y el waterboarding de la Administración Bush son la prueba irrefutable del desprecio por los derechos humanos, camuflado como “lucha global contra el terror”. La primavera árabe encubre la lucha por el petróleo, el gas y una importante posición geoestratégica. Sólo se puede negar este hecho desde la mala fe o la desinformación.
 
Nos han educado para que nos crucemos de brazos y nos resignemos, pero eso no impedirá que nuestras vidas se deterioren hasta límites insospechables. La violencia surgirá de todos modos. Por la izquierda y por la derecha. La derecha siempre dispondrá del Ejército y las Fuerzas de Seguridad del Estado, que sólo esperan autorización política para lanzar una campaña de terror y represión. La izquierda real, revolucionaria, sólo dispone del clamor popular, cada vez más débil. En esta coyuntura acuden a mi mente las palabras del carismático Pedro Arrupe, general de los jesuitas y ferozmente maltratado por la Curia romana: “No me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si yo no hubiera vivido. […] No pretendemos defender nuestras equivocaciones, pero tampoco queremos cometer la mayor de todas: la de esperar con los brazos cruzados y no hacer nada por miedo a equivocarnos”. Tal vez algunos se extrañarán de que cite a un jesuita, pero creo que la teología de la liberación es uno de los escasos movimientos revolucionarios surgidos en la segunda mitad del siglo XX. Jon Sobrino, otro jesuita hostigado por el Vaticano, afirma que “revolucionario significa darle la vuelta a las cosas. Y la revolución no se da sólo en el ámbito político, sino que también acontece en el plano humano, como una forma de pensar distinta que se rebela contra un mundo donde los Estados democráticos asesinan a millones de seres humanos inocentes, violentamente, con bombas atómicas y convencionales, con torturas y guerras injustas, con políticas comerciales que incrementan el hambre. Es inmoral que el presupuesto de un equipo de fútbol exceda el de un país africano como Chad”. El politólogo conservador Raymond Aron afirmó despectivamente que “el marxismo era una herejía del cristianismo”. Tal vez no se hallaba tan desencaminado, pues ambas formas de pensamiento apuntan hacia la realización de una utopía de igualdad y fraternidad. Las revoluciones y las utopías sólo pueden ser concebidas desde la esperanza y cierta temeridad que desafía a una realidad aparentemente inconmovible. Si renunciamos a cambiar el rumbo de la historia, perderemos el derecho a protestar e indignarnos cuando la calamidad llame a nuestra puerta y descubramos que nadie acude a solidarizarse con nuestro infortunio.
 
 
 
 

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