Los paisajes más bellos de África que Livingstone descubrió al mundo

Los paisajes más bellos de África que Livingstone descubrió al mundo
Inglaterra, año 1840. Un escocés de 27 años, serio, algo retraído y recién graduado como médico, es aceptado por la Sociedad Misionera de Londres para ocupar plaza en Kuruman, la más remota de las misiones británicas en Bechuanalandia, en el sur de África.Y de ahí a la historia con mayúsculas, porque estaba llamado a convertirse en el más grande de los exploradores africanos de todos los tiempos. Su nombre: David Livingstone. Hoy se cumple el bicentenario de su nacimiento y Zambia, dónde se encuentra un obelisco de seis metros erigido en 1902 justo en el lugar donde el explorador británico abandonó este mundo, se propone conmemorarlo con una amplia serie de actividades. Aquí recordamos algunos de los hitos geográficos más destacados que jalonaron su larga y fructífera peripecia africana.
 
Respecto a Zambia, resulta particularmente destacable la del Día de la Memoria, a celebrar el próximo 1 de mayo, fecha del óbito del médico escocés en Zambia. Para esa misma jornada, el Royal Livingstone Hotel, establecimiento de lujoso encanto perteneciente a la cadena Sun International tiene previsto ofrecer a quienes lo soliciten una visita guiada al monumento a su memoria. Dicho hotel, en virtud de su cuidada decoración victoriana y especialmente de estar situado dentro del parque de las cataratas Victoria, constituye el lugar ideal para rememorar el tiempo de Livingstone y dejarse atrapar por el mismo sentimiento de maravillada incredulidad que experimentó contemplando el Mosi-oa-Tunya, el humo que truena.
 
El pasado 19 de marzo de 2013, se cumplio el bicentenario del nacimiento del célebre galeno, misionero y explorador escocés, le rendimos homenaje desde aquí recordando algunos de los hitos geográficos más destacados de su vida.
 
Kalahari
 
Livingstone llegó a Kuruman a mediados de 1841. La aldea, asiento de 350 nativos y de unos pocos misioneros con sus familias, se alzaba en la margen meridional del África central, vasto territorio virtualmente desconocido por los europeos, que se extendía miles de kilómetros, por el norte, hasta el Sáhara. Pero el joven médico no logró congeniar con Robert Moffat, su superior, escocés como él -y con cuya hija, Mary, acabaría, no obstante, casándose-. Decepcionado, escribió a su familiares: “Nunca construiré sobre los cimientos que haya puesto otra persona; predicaré el Evangelio sin basarme en los lineamientos de ningún otro hombre”.
 
A principios de 1843, Livingstone se estableció en Mabotsa, 320 kilómetros al noreste de Kuruman, al borde del desierto de Kalahari. Difícilmente hubiera imaginado una comarca más inhóspita para fundar una nueva misión: una llanura colonizada por zarzales y tan calurosa que “hasta las moscas buscan aquí la sombra”. Pero lo cierto es que se sentía feliz mientras se abría paso entre los espinosos matorrales a 38º de temperatura, escrutando rocas y termiteros. “Experimento un gran placer animal al viajar por un país salvaje e inexplorado”, anotó en su diario el 26 de marzo de 1866, al inicio de la que sería su última y prolongada odisea africana.
 
En el fondo, aunque nunca llegó a reconocerlo abiertamente, Livingstone era mucho más explorador que misionero. Y fue en el desierto de Kalahari –930.000 km² de yermas soledades repartidas hoy entre Botsuana, Namibia y Sudáfrica-, que él sería el primer hombre blanco en atravesar 27 años antes de la citada anotación, donde nació su vocación exploradora.
 
El río Zambeze
 
Livingstone y Mary Moffat contrajeron matrimonio en enero de 1845. Juntos emprendieron después la tarea de fundar nuevas misiones al norte de Mabotsa, las cuales, desde el punto de vista de las conversiones, acabaron en rotundos fracasos. Para entonces, el futuro vencedor del Kalahari había acumulado suficiente experiencia de las gentes africanas para convencerse de que nunca aceptarían una religión extranjera, a menos que se cortaran de raíz sus tradiciones y su tribalismo.
 
Pero ¿cómo conseguirlo? Pues ni más ni menos que con una saludable inyección de comercio inglés; sólo así –pensaba- podría alterarse de base la economía de subsistencia del continente negro, sostenida, en parte muy considerable, sobre la infame trata de esclavos. Previamente era necesario encontrar una ruta de penetración hacia el interior, una vía fluvial navegable desde el Índico o desde el Atlántico por donde el cristianismo, de la mano de las mercancías del imperio británico, pudiera fluir, arraigar y florecer.
 
En 1851, tras marchar 1.100 kilómetros por una región del Kalahari tan seca (la palabra Kgalagadi –Kalahari, en tswano- significa “gran sed”) que tuvo que beber el agua de los hoyos abiertos por los animales, llenos de excrementos, Livingstone alcanzó la vasta región pantanosa de la tribu makololo. Y el 3 de agosto, no muy lejos de la aldea de Linyanti –en la actual Reserva de Vida Salvaje de la zona norte del delta del Okavango, en Botsuana-, divisó por vez primera el Zambeze. Mientras contemplaba su corriente avanzando mansamente hacia el Este hasta perderse en la distante neblina, se puso a llorar de alegría. Intuía que por fin había descubierto la “ruta de Dios”, la vía fluvial, ancha y caudalosa, por la que los misioneros llevarían el Evangelio para redimir a los nativos de su oscuro paganismo.
 
Cataratas Victoria
 
Lamentablemente para él, su intuición le engañaba, aunque iba a tardar en comprobarlo. Para ser exactos dos años, tres meses y catorce días, el tiempo que invirtió en explorar el Zambeze en ambos sentidos, primero hacia occidente y luego al contrario, desde el día en que lo descubrió hasta el 17 de noviembre de 1855, cuando avistó el Mosi-oa-Tunya, el humo que truena, como denominaban los makololo a aquellas prodigiosas columnas de vapor que se elevaban sobre el río y a las que jamás se habían atrevido a acercarse.
 
Livingstone, como cabía suponer, decidió ponerle a las cataratas el nombre de la Reina Victoria. Sin embargo, la innegable emoción estética que late en su descripción de la zona se vio empañada por el desencanto, porque aquel abismo acuático de 90 metros de altura y 1.600 de anchura representaba un obstáculo insalvable para la navegación. ¿Acaso el principio del fin de la “ruta de Dios”?
Situadas en la frontera de Zambia y Zimbabue, las cataratas Victoria, incluidas por la Unesco en la lista del Patrimonio Mundial desde 1989, constituyen hoy una de las mayores atracciones turísticas del África austral. Entre septiembre y diciembre, cuando el caudal está en su nivel más bajo, los más osados nadan en la Piscina del Diablo, un remanso al borde mismo del desplome de las aguas, al que se accede a través de la isla Livingstone.
 
Los rápidos de Cahora Bassa, Mozambique
 
Con su salud minada por las fiebres y la disentería, Livingstone se vio obligado a regresar a Inglaterra sin poder completar la exploración del curso inferior del Zambeze. A tal fin, esta vez patrocinado por la Real Sociedad Geográfica de Londres, retornó a África en 1858 al frente de una expedición que incorporaba, transportada en piezas desde Gran Bretaña, una novedad: el Ma-Robert, un pequeño vapor bautizado a lo africano en honor de la señora Livingstone, madre de Robert, el primogénito del explorador.
 
El grupo empezó a remontar el río en Quelimane y el Ma-Robert no tardó en mostrar síntomas de impotencia para superar la corriente: las calderas se ahogaban y tosían con tanta insistencia que recibió el apodo de El Asmático. A duras penas consiguió rebasar la aldea de Tete, pero unos kilómetros más arriba, al entrar en el hondón de Cahora Bassa, 48 kilómetros de cauce salpicados de rocas, impetuosos rápidos y bullentes remolinos, perdió la batalla. De esta manera, la optimista visión de Livingstone de un Zambeze apto para el tránsito de misioneros cristianos y de mercancías europeas saltó hecha pedazos.
 
El lago Nyasa (ahora lago Malaui)
 
Pero Livingstone ya no podía pensar en detenerse. Su fe en la misión que él mismo se había impuesto era absoluta y nunca dejó de serlo mientras vivió. Con renovado entusiasmo se lanzó a remontar el Shire, tributario septentrional del Zambeze. Y se quedó estupefacto al comprobar que su fuente era un manto de agua de casi 30.000 km² que los portugueses de Mozambique ya le habían descrito: el legendario lago Nyasa, tercero de África y noveno del mundo por su tamaño. Aunque no fue el primer europeo en visitarlo, sería el explorador escocés quien daría a conocer su existencia fuera de África.
 
De entrada, la majestuosa belleza del Nyasa reavivó sus sueños coloniales. Su sugerencia de fundar allí nuevas misiones fue atendida con el envío de una partida de reverendos, tres de los cuales acabaron sucumbiendo en medio de las guerras tribales y del tráfico de esclavos. Mary, su mujer, que había llegado con las familias de los misioneros, pereció también el 27 de abril de 1862. Livingstone, consternado, anotó en su diario: “Por primera vez en mi vida, sentí el deseo de morir.”
 
El lago Nyasa, ahora llamado Malaui, asienta sus riberas sobre tres países: Mozambique, Tanzania y Malaui. En Likoma, una de sus islas habitadas por pescadores y cultivadores de frutas, aparte de sus innúmeros baobabs aún es posible ver la catedral levantada por los anglicanos a principios del siglo XX. En 1980 y en su extremo sur se creó el parque nacional homónimo, el primero del mundo enfocado a proteger la vida marina de las aguas tropicales profundas del valle del Rift. Hoy es el santuario de peces de agua dulce más importante de África.
 
El lago Bangweolo
 
Durante los siete años finales de su vida Livingstone erró por el África profunda e ignota, obsesionado con la búsqueda del nacimiento del Nilo. A finales de marzo de 1866, como cónsul honorario de Su Majestad en África Interior, desembarcó en la aldea de Mikindani, junto al estuario del río Rovuma, que actualmente sirve de frontera natural entre Tanzania y Mozambique. Su propósito era remontarlo y hallar el lago Bangweolo, del que los traficantes árabes afirmaban que era el origen de una corriente que desaguaba en dirección norte. Tras ganar la orilla occidental del Nyasa, continuó hacia el noroeste, penetró en un territorio hasta entonces desconocido para los europeos y alcanzó su meta el 18 de julio de 1868.
 
Que el Bangweolo resultara ser una ciénaga de aguas someras corrompidas e infestadas de sanguijuelas no le quebró el ánimo ni la décima parte que el permanente espectáculo de los horrores causados por los negreros a lo largo del camino. “La más extraña enfermedad que he presenciado en este país parece ser realmente la angustia, el dolor moral extremo, y ataca a hombres que eran libres y han sido capturados y reducidos a la esclavitud”, se lee en su libro El último diario.
 
Situado en la cuenca del Alto Congo, en Zambia, el sistema del Bangweolo presenta una superficie acuática permanente de 3.000 km², la cual se expande a 15.000 en mayo, cuando las lluvias estacionales colman sus pantanos y llanuras aluviales de inundación. Con una profundidad media de sólo 4 metros, constituye uno de los mayores humedales del mundo, crucial para sostener la biodiversidad –especialmente la avifauna- y la economía de la zona norte del país. Samfya, en la costa suroccidental, es su mayor ciudad y su principal foco turístico.
 
La cabecera del Río Congo
 
Durante la mayor parte de 1869 y 1870, avanzando y retrocediendo sin cesar por el Alto Congo entre los lagos Nyasa, Bangweolo, Mweru y Tanganica, Livingstone buscó pertinazmente el origen del Nilo. Ya entonces el médico iba tan escaso de hombres y pertrechos que se vio obligado a viajar con una caravana de árabes traficantes de esclavos, humillación extrema para un hombre cuya conciencia condenaba la trata. A principios de 1871 lo encontramos en Nyangwe, activo centro del comercio negrero –actualmente en la República Democrática del Congo-, al cual fue el primer europeo en ir a dar con sus huesos. La aldea se levantaba en la margen derecha del río Lualaba, del cual Livingstone había empezado a creer que era el Nilo. Proyectaba una expedición en canoa para ver si éste o cualquiera de sus tributarios nacían en aquellas esquivas fuentes que le obsesionaban cada vez más cuando ocurrió la masacre del 15 de julio.
 
Todo comenzó con un altercado de lo más trivial: la discusión entre un vendedor nativo y tres traficantes armados por el precio de un pollo. “Antes de que me hubiera alejado treinta metros del mercado, el disparo de los fusiles entre la multitud me indicó que la matanza había comenzado”, registra Livingstone. En un brusco e inexplicable estallido de violencia, los árabes dieron muerte a tiros a casi 400 africanos. “Mientras escribo”, prosigue su crónica, “oigo los gritos lastimeros, procedentes de la orilla izquierda, de aquéllos a quienes están asesinando […] Tengo la impresión de hallarme en el mismo infierno”.
Tras el sangriento episodio no le quedaba esperanza de conseguir hombres y lanchas para remontar el Lualaba. Angustiado y con su salud seriamente quebrantada, el explorador partió para Ujiji, donde confiaba encontrar provisiones y el correo con noticias del mundo exterior.
 
Ujiji, en Tanzania: «El doctor Livingstone, supongo»
 
El Livingstone que entró en Ujiji era un hombre abatido, hambriento y enfermo de disentería que anhelaba desesperadamente información del mundo exterior, un mundo que, después de tres años de ausencia de noticias sobre el ya anciano explorador, albergaba los más negros presentimientos sobre su suerte. África se lo había tragado, literalmente. Livingstone era enormemente popular y el temor de que hubiera muerto conmovió a la opinión pública anglosajona. A tal extremo que un diario norteamericano, el New York Herald, dando un formidable golpe periodístico, decidió enviar en su búsqueda a su periodista más diligente y audaz: Henry Morton Stanley.
 
Ujiji, la ciudad más antigua del oeste de Tanzania, asentada en las orillas del lago Tanganica, era entonces una aldea de cierta importancia a cuenta de la lucrativa actividad de los árabes esclavistas, de los que Livingstone, tras la carnicería perpetrada en Nyangwe, se había jurado no volver a aceptar nunca más ayuda alguna, por caritativa que ésta resultase para él. Y fue aquí, en la calurosa mañana del 10 de noviembre de 1871, donde Stanley dio con su paradero, antes de saludarle con la que, sin duda, es la frase más célebre y comentada en los anales de las exploraciones africanas: “El doctor Livingstone, supongo”. Gran Bretaña y el resto del mundo civilizado no tardarían en recibir con alivio la buena nueva de que su venerado héroe se hallaba vivo en el corazón de África.
 
El lago Tanganika
 
Livingstone recuperó sus fuerzas, en parte gracias a los alimentos traídos por Stanley, el cual, a la vera del explorador, comenzó a apasionarse por el secreto de las fuentes del Nilo. Durante los cuatro meses que permanecieron juntos, determinados a descubrirlo, recorrieron el lago Tanganica, pero sus esperanzas, puestas en el Ruzizi, se derrumbaron al comprobar que este río vertía sus aguas en él, en vez de vaciarlas. Con todo, no descartaron que un reconocimiento completo del Tanganica pudiese revelar corrientes emisarias aún ignotas.
 
El médico y el periodista se separaron en Tabora (Tanzania) junto al “árbol de la amistad”, como dieron en llamarlo cuando, bajo su sombra, se despidieron para siempre el 14 de marzo de 1872. A Livingstone le quedaba poco más de un año de vida. Volvió al Lualaba para averiguar dónde desaguaba, pero sus fuerzas le abandonaban. A sus 60 años, enfermo y agotado, comprendió que no habría de ultimar aquella investigación. Murió la noche del 1 de mayo de 1873 en la orilla sur del lago Bangweolo –descubierto por él mismo en 1868-, sin saber que el Lualaba era el Alto Congo. Antes de transportar su cuerpo a Zanzíbar, Susi y Chuma, sus fieles sirvientes, extrajeron su corazón y lo enterraron al pie de un árbol en el lugar donde falleció.
 
El lago Tanganika, rodeado de montañas, ocupa un área de 32.900 km² sobre el gran valle del Rift, a caballo entre cuatro países: Tanzania (que acapara el 41% de su superficie), Zambia, la República Democrática del Congo y Burundi. Es el segundo más grande del mundo en volumen, también el segundo más profundo (tras el Baikal, en Siberia) e igualmente el segundo de África por su tamaño (sólo inferior al del Victoria).
 

 

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