Mi viaje por la política

Mi viaje por la política

Crecí en una familia burguesa, de convicciones liberales, republicanas y antifranquistas. En Cataluña, han existido muchas familias con estas características, pero en Córdoba, Toledo y Madrid constituyen una rareza. Cito estas ciudades porque han sido el escenario donde transcurrió la vida de mis padres, abuelos y bisabuelos. A los catorce años, un primo lejano intentó convencerme de que Falange Auténtica era un partido obrero y revolucionario. Después de leer a saltos las obras completas de José Antonio Primo de Rivera, descubrí que el fascismo tiene una vertiente social, paternalista, pero eso no significa que no desempeñe el papel de guardia pretoriana de las oligarquías. Asqueado, empecé a leer a Marx. El capital se reveló como un bosque impenetrable, pero intuí que representaba una opción ética y humana, con el propósito de construir una sociedad sin injusticias ni desigualdades. El Manifiesto Comunista me pareció un texto mucho más asequible y me convenció definitivamente. Años más tarde, me afilié el PCE y aún conservo el carné, lo cual no implica que suscriba su línea oficial. De hecho, creo que Santiago Carrillo desempeñó un papel nefasto en la Transición. Actualmente, no sabría ubicar mi posición ideológica, pues simpatizo con el anarquismo, la teología de la liberación y los movimientos de liberación nacional, como el levantamiento zapatista de Chiapas.

No voy a ocultar que en 1982 voté a Felipe González. Solo tenía 19 años y pensé que encarnaba la posibilidad de un cambio real. Seis meses más tarde estaba profundamente decepcionado, pues advertí que su propósito real era defender los intereses de la banca y la patronal, integrar a España en la OTAN y subirse al tren de la revolución neoliberal, copiando las políticas antisociales de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Cuando salió a la luz la guerra sucia contra ETA, sentí que mi voto había contribuido a fomentar el terrorismo de estado. Me avergoncé aún más cuando el gobierno del PSOE se implicó en la primera Guerra del Golfo. Desde entonces he votado a Izquierda Unida, salvo en 2004, cuando estimé que la prioridad era desalojar al PP del poder. En realidad, mi voto no era una expresión de simpatía con el proyecto político de Rodríguez Zapatero, sino un gesto de rabia e impotencia inspirado por el deseo de barrer el legado de Aznar. No tardé en desilusionarme y, en las siguientes elecciones, voté de nuevo a Izquierda Unida, considerando que era el mal menor. Por entonces, la política cada vez me producía más tristeza y apatía. Cuando empezaron a manifestarse los aspectos más trágicos de la crisis iniciada en 2007, recuperé el interés por la política y sentí que debía solidarizarme con los más débiles y vulnerables. Como profesor de enseñanza secundaria en un barrio obrero de Madrid, presencié de cerca situaciones que muchos asociábamos a un pasado felizmente superado: familias desahuciadas, pobreza infantil, jóvenes sin otro horizonte que la emigración o la exclusión social. El 15-M representó el primer intento significativo de movilización popular. Una de mis antiguas alumnas se hallaba en la Puerta del Sol la madrugada del 16 de mayo, cuando la Unidad de Intervención Policial cargó con una brutalidad inusitada y detuvo a 19 personas. Mi alumna se libró por los pelos, pero varios de sus amigos acabaron en la comisaría de Moratalaz, que más tarde sería bautizada como el Guantánamo de Madrid. No es un símil excesivo, pues esa noche los detenidos sufrieron malos tratos, humillaciones y amenazas de muerte. De hecho, los abusos no han cesado desde entonces. Los detenidos el 22-M en las Marchas por la Dignidad pasaron 35 horas sin poder utilizar un baño o beber agua.

Empecé a investigar y descubrí que la tortura, lejos de ser algo ocasional, era un procedimiento habitual en nuestro país. De hecho, en el informe presentado por Amnistía Internacional en 2014 se recoge que el 45% de los españoles tienen miedo de ser torturados, si son detenidos por participar en alguna forma de protesta social. Tal vez ese es el mayor logro de Jorge Fernández Díaz, Ministro del Interior, y Alberto Ruiz-Gallardón, Ministro de Justica. Sus políticas antidemocráticas han propagado el terror entre los ciudadanos, devolviéndonos al clima represivo de la dictadura. Los abusos que hoy soportan los ciudadanos se han convertido en la mejor prueba de que la Transición solo fue una pantomima, concebida para reformar la dictadura y garantizar su continuidad bajo el manto de la Casa Real. La herida abierta por la guerra civil no se cerró y siguió alimentando la violencia. Yo viví los años de plomo y sufrí de cerca los atentados de ETA. Sentí rechazo y repulsa moral, pero también el deseo de comprender. No tuve que escarbar demasiado para descubrir ese otro lado sistemáticamente ocultado por los grandes medios de comunicación. Entre 1977 y 2007, 7.000 vascos habían sido detenidos y un 40% habían denunciado torturas, la mayoría durante el régimen de incomunicación. El prestigioso forense Francisco Etxeberria ha denunciado infinidad de veces que la tortura no desapareció porque jueces y forenses actuaron como cómplices o encubridores. El recuerdo de esos años es la evidencia del fracaso humano en su capacidad de convivir fraternalmente con el otro. Cuando la izquierda abertzale se deslindó definitivamente de la violencia, sentí que uno de los bandos apostaba por la paz y la coexistencia pacífica. Las reflexiones de Otegi me parecieron valientes, serenas, profundas y comprometidas. Otegi conoce la crudeza de la lucha armada y tal vez por eso considera que la desobediencia es un camino mucho más deseable. El derecho de autodeterminación es un derecho democrático y no encuentro ninguna razón para negar a un pueblo el ejercicio de su soberanía. ETA no habría existido sin el franquismo. La violencia genera violencia. Si la derecha españolista anhelara realmente la paz y la reconciliación, aceptaría participar en una Comisión de la Verdad que sacara a la luz todos los crímenes del régimen, pero nos gobiernan los hijos y los nietos ideológicos del franquismo, cuyo objetivo es minimizar o negar el genocidio cometido por los generales golpistas. Los 150.000 hombres y mujeres enterrados en fosas clandestinas son un grito permanente contra la impunidad de sus asesinos y una prueba irrefutable de la indignidad de una derecha que describe la dictadura como un período de extraordinaria placidez.

Los escasos éxitos del 15-M me incitaron a pensar que no se produciría un cambio político sin una estrategia revolucionaria, basada en la confrontación directa con el poder. Escribí unos cuantos artículos incendiarios que ahora me parecen pueriles e infantiles. De repente advertí que me aplaudían sectores identificados con Stalin, la STASI y la dictadura de Corea del Norte. En esa nube flotaban fantasías sangrientas que recriminaban a Otegi su giro ideológico y celebraban el sufrimiento de Miguel Ángel Blanco. Horrorizado, rectifiqué hace año y medio, repudiando mis textos, pero la espiral represiva del PP me aproximó de nuevo a posiciones radicales. La autocrítica es el signo de identidad de un pensamiento libre y dinámico. Nadie podrá privarme de ese derecho. No me quita el sueño perder lectores. Solo me preocupa actuar de una forma ética y coherente. Todos los escritores escriben estupideces y yo he escrito unas cuantas. Tendré que aceptar ese lastre y convivir con él. No rechazo el derecho de resistencia contra la tiranía, recogido en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pero entiendo que solo puede esgrimirse en casos donde no existen vías pacíficas y democráticas. Pondré tres ejemplos: la lucha del maquis contra el franquismo, la resistencia de los partisanos contra la Alemania nazi y el Movimiento 26 de Julio contra Batista. Sigo admirando al Che, pero cuando leo que su columna fusiló a desertores y chivatos en Sierra Maestra no puedo reprimir una profunda consternación. Saber que el Che ordenó las ejecuciones y que a veces se encargó personalmente de apretar el gatillo, solo agrava mi pesar. Dado que soy animalista, no puedo aprobar que ordenara estrangular con una cuerda a un cachorro de perro que les acompañaba para evitar que sus ladridos revelaran su posición. En Bolivia, el Che se mostró más indulgente y su columna se dispersó, lo cual le costó la vida y el fracaso de su proyecto de exportar la revolución. La lección es sencilla: las guerras se ganan así, con grandes dosis de inhumanidad.

Hace tiempo, escribí un artículo que justificaba el odio como motivación para luchar contra el capitalismo. Ahora pienso que el odio es un sentimiento dañino y deshumanizador. Otegi ha afirmado en El tiempo de las luces que superar el odio “te permite crecer como ser humano y encarar la vida de forma más serena”. He criticado a Nelson Mandela, pues el fin del apartheid no afectó a las estructuras económicas, manteniendo intolerables desigualdades, pero en este momento pienso que mi objeción no anula el valor de su trabajo por la paz. De hecho, la izquierda abertzale lamentó su muerte, firmemente convencida de que su ejemplo era un modelo a seguir en la resolución de un conflicto. Al igual que Otegi, considero que los arsenales bélicos deben ser reemplazados por “arsenales para la seducción y la convicción”, pues los cambios políticos, sociales y culturales que surgen de la voluntad democrática de un pueblo son mucho más duraderos y consistentes que los obtenidos por medio de la fuerza. El objetivo es convencer, renunciando de forma unilateral e irreversible a cualquier dinámica de confrontación que implique el uso de la violencia. La meta es crear “un contrapoder obrero y popular frente a la agresión neoliberal” y, en mi opinión, eso solo se logrará mediante la transformación de la mentalidad colectiva. Urge una pedagogía que instaure nuevos valores. La sociedad no cambiará si no lo desea realmente una mayoría. En 2007, nadie hablaba de política en España y casi todos habíamos caído en una espiral de consumo, olvidando a los que sufrían cuadros de marginación y explotación. Desde entonces, se ha producido una eclosión de revolucionarios cibernéticos, con más rabia que argumentos. Yo he nadado en esas aguas, pero ahora me conozco mejor y sé que no poseo el temperamento y las convicciones de un revolucionario, si por revolucionario se entiende la voluntad de utilizar la violencia. Ejecutar a un desertor o a un chivato me parece una aberración moral. Si empiezas por ese camino, acabas justificando las víctimas colaterales y otra clase de barbaridades. Además, siempre he sido un firme opositor a la pena de muerte. Pienso que es un castigo inmoral y degradante. Nunca he dejado de pensar que el capitalismo es un sistema abominable, incompatible con la dignidad del ser humano. Luchar contra él es un imperativo moral, pero personalmente me siento más cerca de Ignacio Ellacuría o Martin Luther King que de Ernesto Guevara de la Serna. Siempre estaré con las víctimas, nunca con los de arriba, pero intentaré no olvidar las palabras que  pronunció Manuel Azaña el 18 de julio de 1938 en el Ayuntamiento de Barcelona: “Paz, piedad y perdón”. Ese es el camino e intentaré no apartarme de él.

*Rafael Narbona 

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