Nostalgia para amantes de los tebeos (Primera Parte). La España de Carpanta, Doña Urraca y Don Pío
Los niños que nacimos en la España de los sesenta, leíamos DDT, Pulgarcito, TBO, Mortadelo, SuperMortadelo, Joyas Literarias y otros títulos que no recuerdo. Conocimos así a Anacleto, Pepe Barrena, La abuelita Paz. Algunos de estos personajes arrancaban carcajadas semana tras semana, pero otros -como Carpanta o Doña Urraca- inspiraban más miedo que otra cosa.
Carpanta, el muerto de hambre más célebre de la postguerra, y Doña Urraca, la cara más avinagrada de la historieta española, procedían de los primeros años de la dictadura y sus aventuras tocaban temas como la miseria, la envidia o la intransigencia moral. Carpanta sobrevivía gracias a su ingenio y Doña Urraca era un ser mezquino que siempre iba de luto. El negro era el color que mejor reflejaba su alma empozoñada. Todo les alejaba. Carpanta vivía bajo un puente; Doña Urraca residía en un sombrío caserón repleto de muebles antiguos. Los retratos de sus antepasados cubrían las paredes y su dormitorio estaba lleno de santos y escapularios. Carpanta pertenecía a la tradición de la novela picaresca; Doña Urraca se había escapado de la novela gótica.
Había otro personaje -Don Pío- que reflejaba los milagros de la España de los sesenta, con una incipiente clase media, feliz por acceder al televisor, el frigorífico y el seiscientos. Don Pío era un pobre hombre con las mismas dificultades que cualquier padre de la época. Tenía un bigotito semejante al de Charlot y se cubría la cabeza con un sombrero de hongo. De carácter pusilánime y espíritu apocado, nunca se atrevía a replicar a los abusos de su jefe y no era capaz de negarle nada a su mujer. Se ajustaba perfectamente al papel de víctima y, de hecho, no era raro que se llevara unos cuantos palos en cada historieta. El Gordito relleno y Las hermanas Gilda se inscribían en la misma línea: su destino era el escarnio, la befa o el ridículo.
Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte y Los señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón mostraban el progreso material de una España que soñaba con un apartamento en la playa y el final de la censura, que consideraba inmoral hasta el baile de Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia. Rigoberto era un mediocre oficinista que acariciaba la idea de formalizar un matrimonio ventajoso, gracias al cual lograría mejorar su posición social. Había conseguido atraer la atención de una jovencita de buena familia, pero su futura suegra no contemplaba el enlace con mucho agrado. Un sobrinito canalla y una impertinente criada malograban sus planes una y otra vez. Cada entrega solía acabar con mamporros, gritos y carreras.
Pepón era un murciano que había convertido la pereza en un estilo de vida. Vivía con su hermana, algo cursi y no muy inteligente, y con su cuñado, que le aborrecía y que no hallaba el modo de deshacerse de él. Sus tentativas para encontrarle un empleo nunca prosperaban y muchas veces se veía envuelto en unos líos monumentales por la negligencia de Pepón. Las historietas finalizaban casi siempre con persecuciones y golpes.
No hay que olvidar a Sir Tim O’Theo, un tacaño aristócrata inglés importunado sin cesar por un fantasma que sólo él puede ver, lo cual propicia muchos malentendidos y provoca que lo tomen por un viejo chiflado. Su mayordomo, Patson, es mucho más perspicaz que él y, en realidad, es quien resuelve todos los casos que se le plantean. La policía local sólo aparece para hacer el ridículo.
La historieta española tendía a la redundancia, explotando una y otra vez las mismas situaciones: batacazos, equívocos y meteduras de pata. El resultado es que predominaba la confusión y la improvisación chapucera. Las criaturas de Ibáñez, por ejemplo, cambian de nombre y aspecto, pero siempre se repiten los mismos recursos narrativos. Al igual que en el cine mudo, abundan los pastelazos y las carreras. Agotada la sorpresa inicial, comenzaba el hastío y la sensación de que se leía la misma historia una y otra vez. Sin embargo, la España de Franco era así. Era imposible mirar hacia atrás sin pensar que un cura, un agente municipal o un policía de gris te iba a arrear un estacazo sin una causa clara. Los que vivieron esa triste etapa no se levantan ni un solo día sin esperar que una hostia les devuelva al patio del colegio, donde se empezaba el día alzando la bandera y cantando el Cara al Sol.