Nostalgia para amantes de los tebeos (Quinta Parte). Flash Gordon y Little Nemo

Nostalgia para amantes de los tebeos (Quinta Parte). Flash Gordon y Little Nemo

El Flash Gordon de Alex Raymond, el imaginativo mundo de Little Nemo o la crónica de los hospicios de la postguerra española por un Carlos Giménez que une lo biográfico a un estilo narrativo dickensiano, no llegaron a mis manos hasta la edad adulta y, en esa época, ya había perdido yo mi inocencia como lector.

El espíritu crítico había desplazado al entusiasmo y la ficción ya no conservaba esa fuerza gracias a la cual se superponía a los hechos cotidianos como una realidad alternativa. Mi conciencia había elaborado un criterio y lo utilizaba para enjuiciar lo que leía. La calidad del dibujo, la coherencia del relato, la consistencia de los personajes o la originalidad del planteamiento, eran aspectos que una buena narración no podía descuidar y que una lectura exigente no podía obviar. El placer ya no procedía de la identificación con los personajes, ni de la curiosidad por ver qué ocurría en la entrega siguiente, sino de la combinación apropiada de los elementos que integraban la historia. Había que ser riguroso, pues, a fin de cuentas, el cómic reivindicaba la categoría de género literario y se presentaba a sí mismo como “literatura dibujada”, aunque Will Eisner, el creador de Spirit, prefiere la expresión “novela gráfica”.

Esta nueva forma de ver las cosas me reveló, por ejemplo, que Alex Raymond era un extraordinario dibujante, pero un mediocre guionista. Sus heroínas eran bellísimas y tenían un glamour que recordaba a las estrellas de Hollywood de los años 40. Dale Arden era una mezcla de Joan Bennet y Hedy Lamarr y Ming, el malvado tirano de Mongo, se parecía a Fu-Man-Chu. El mito de la crueldad oriental propició en aquellos años la abundancia de villanos de ojos rasgados y pómulos protuberantes. Los servicios de propaganda del general Franco también utilizaron los rasgos asiáticos para representar a las hordas marxistas y, durante mucho tiempo, la imagen del guerrero mogol, causante de la caída de Roma y profanador de los Santos Lugares, se alzó ante los ojos de Occidente como el azote de la humanidad y el peor enemigo de la civilización cristiana. A la vista de todo esto, podemos decir que Ming es la versión sideral de uno de los mitos más antiguos de nuestra cultura.

El planeta Mongo era un extraño lugar, donde las fantasías oníricas más audaces se fundían con fuerzas primitivas tomadas de la mitología e historia antiguas. Acaso la figura menos brillante era el propio Flash Gordon. El hecho de que su complexión atlética y su pelo rubio respondieran al modelo del americano ideal evocaba los delirios raciales que, en los años 30, comenzaron a circular con tanto éxito por medio mundo. Los acontecimientos políticos imprimieron ciertos cambios en la serie. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, la oposición a la tiranía de Ming tomó el aspecto de la resistencia antifascista y el carisma de Flash Gordon comenzó a mostrar un innegable parecido con el protagonismo norteamericano en la contienda. Sin embargo, persistía el mito del hombre blanco, cuya superioridad se ponía de manifiesto en su capacidad para el liderazgo.

Al igual que Foster, Raymond creó un mundo de gran belleza visual, ajustándose a los cánones del lenguaje realista. Su clasicismo no le impidió desarrollar una imaginación vigorosa, capaz de engendrar seres fabulosos y extrañas criaturas que parecían emerger de un bestiario medieval. Los paisajes también eran asombrosos. De repente, aparecían ciudades con unas sorprendentes formas arquitectónicas, cuya perfección geométrica e impecable racionalidad contrastaba con la presencia de culturas arcaicas y monstruos antediluvianos. A su alrededor, se levantaban espesos bosques tropicales o grandes espacios vacíos semejantes a los desiertos del norte de África. De vez en cuando, una nave espacial atravesaba estos escenarios y nos recuerda que nos encontrábamos en otro planeta. Por desgracia, los guiones de Raymond no estuvieron a la altura de su incuestionable maestría gráfica.

Algo semejante sucedía con Winsor McCayLittle Nemo es una de las creaciones más delicadas y poéticas de la historia del cómic, pero se echa en falta un argumento bien urdido que proporcione unidad y sentido a las entregas que se publicaban semanalmente en la prensa. Los sueños del pequeño protagonista se suceden de una forma rutinaria, sin que se perciba algún tipo de continuidad o algo semejante a una estructura narrativa. Desbordado por su imaginación, McCay se olvida de transmitir ese soplo de humanidad sin el cual un personaje nunca podrá convencernos de que tiene vida propia.

Se ha apuntado que Nemo, en latín, significa “nadie” y que la elección de este nombre no es casual. Sólo un personaje vacío y despersonalizado puede permitir que el lector se identifique plenamente con él. De este modo, vivirá sus peripecias -o, en este caso, sus sueños- como experiencias propias. Este mecanismo funciona perfectamente en las aventuras de Tintín. La comparación no es gratuita, pues Tintín, en francés, significa “nada”. Sin embargo, Hergé concibió unos guiones extraordinariamente eficaces que no sólo mantenían el interés del relato en cada álbum, sino que también ponían en contacto una historieta con otra, alumbrando un universo narrativo complejo y coherente. Este procedimiento se enriqueció, incorporando a la serie acontecimientos de la realidad inmediata.

La conquista de la Luna, la crisis del petróleo o las consecuencias de la descolonización inciden en la narración con la misma fuerza que los sucesos imaginarios. Por el contrario, los conflictos reales sólo aparecen en Little Nemo en unas breves páginas que reflejan las consecuencias de la Depresión del 29 en las grandes urbes. La “Ciudad Miseria” que visita Nemo en sus sueños nos muestra el estado de calamidad en que se encontraban los suburbios golpeados por la crisis económica. Pobreza, suciedad, enfermedad, niños desarrapados y edificios en ruinas, sustituyen por unos momentos a princesas, palacios de cristal y fastuosos carruajes. McCay, que trabajó durante un tiempo para Randolph Hearst, nunca ocultó su hostilidad hacia los banqueros y los especuladores de la Bolsa. Al igual que su patrono, simpatizó con las ideas socialistas, lo cual no fue obstáculo para que profesara ese anticomunismo visceral que se ha convertido en uno de los rasgos característicos de la identidad norteamericana. También coincidió con Hearts en su admiración por Mussolini, cuyo ascenso al poder dibujó en unas espléndidas viñetas en blanco y negro. No hay nada extraño en esa evolución política. El líder italiano procedía de las filas del socialismo y, de hecho, muchos de los que denunciaron el aspecto más inhumano del sistema capitalista, percibieron la algarada fascista como un feliz evento destinado a corregir las desigualdades generadas por las democracias formales. Este siglo ha sido atroz, pero al menos nos ha enseñado que las transformaciones radicales no desembocan en felices utopías, sino en terribles pesadillas.

A pesar de sus insuficiencias, McCay engendró un mundo altamente sugestivo. Infludio por el Art Nouveau y por los cartelistas de la Belle Epoque, su estilo es minucioso y realista. Algunos críticos han señalado que la abundancia de detalles y el paciente miniaturismo de muchas viñetas tienen un carácter barroco e hiperrealista. También se percibe una anticipación del surrealismo: camas que echan a andar, figuras humanas que se transforman en objetos inertes, habitaciones que se invierten, colocando a los personajes cabeza abajo. La repetición de asociaciones insólitas y situaciones absurdas traen a la memoria las paradojas a las que se enfrenta Alicia en el mundo que concibió para ella Lewis Carroll. Sin embargo, las antinomias del País de las Maravillas evocan la perplejidad del matemático ante un teorema, mientras que las piruetas visuales del País de los Sueños recuerdan más bien las fantasías del modernismo literario: caballos alados, palacios de cristal, séquitos de leones y elefantes, carrozas arrastradas por faisanes, góndolas que atraviesan canales débilmente iluminados, dragones al servicio de volubles princesas, sirenas, piratas, regiones exóticas.

Los sueños de Nemo no han pasado por el diván del psicoanálisis. Sus imágenes no son símbolos cargados de significado, sino meras fantasías que expresan el deseo de escapar de la mediocridad cotidiana. La obra de McCay no se propone investigar sobre los aspectos más recónditos del alma humana. En todo caso, se rebela contra el prosaísmo burgués que ha expulsado a la belleza del mundo moderno. A las ciudades industriales de cielos plomizos, opone interminables jardines atravesados por libélulas gigantes. Al igual que en la rebelión romántica, McCay sueña con regresar al mundo natural y a una época donde lo real y lo imaginario no conocían distinciones ni barreras.

* Rafael Narbona

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