Perder la calle es perderlo todo
La calle sin miedo es una escuela de personas, una paideia insobornable que interfiere en la estrategia de recodificación de los poderosos porque erige como referente soberano la solidaridad, la acción directa, la inclusión, la ética democrática y la desmercantilización de vidas y experiencias.
La carrera hacia el poder hace extraños compañeros de escaños. Durante los dos años de comicios que se avecinan, derecha e izquierda institucional van a trucar su tradicional hostilidad por una escenificación de rivalidad en las urnas. El golosinado marco electoral será desde ahora y hasta finales del 2015 su punto de encuentro envuelto en un discurso que se pretende a cara de perro ante terceros. Pero la realidad es que en ese ámbito competitivo también se cumple el aserto “la función crea el órgano”. Concursar por el voto sin que previamente hayan variado algunas reglas del juego determinantes es una de los muchos espejismos habilitados para que todo siga igual. En las elecciones chilenas la farsa se consumó validando como democráticos unos resultados con casi un 60% de abstención, y en Alemania el paripé consistió en solventar la pugna derecha-izquierda mediante un gobierno de coalición entre adversarios que en realidad oculta una OPA de la CDU-CSU al SPD. El sistema lo aguanta todo si se actúa dentro de sus coordenadas.
Sin embardo, esta concupiscencia política toma visos agresivos cuando analizamos las amenazas y cantos de sirena que gobierno y oposición lanzan contra las manifestaciones y actos de protesta en el espacio público con que los ciudadanos muestran su rechazo frontal al statu quo. Aquí y ahora, la derecha utiliza un arsenal de medidas legales y administrativas, que van desde el Código Penal hasta la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana, para meter en vereda a quienes se salen de los cauces de lo políticamente correcto al plantear sus quejas. La izquierda franquiciada, por su parte, emplea todas sus energías en convencer a los disidentes sobre la bondad del voto útil, saboteando el activismo público como un gesto tan romántico como testimonial. Así, una y otra opción, coinciden en su voluntad de desarmar la razón de ser de los movimientos sociales autónomos.
Casualidad o premeditación, lo cierto es que ambas reacciones están totalmente justificadas: la ocupación radical del espacio público es una de las situaciones que rompe la circularidad del sistema. Y por tanto, mientras esta iniciativa siga impulsando un imaginario alternativo al oficial, hace imposible la reproducción del modelo que precisamente promueve la consabida competición electoral. La “bronca” en la calle; la ocupación activa de lo común; la protesta sin bozal; las movilizaciones masivas; las irreverentes y lúdicas performances en el espacio público; las interrupciones y sabotajes de la normalidad en lugares como bancos e instituciones responsables del malestar social; el abordaje de recursos ociosos; los mítines y asambleas participativos; los grupos de consumo; el cooperativismo integral y otros tantos registros de la sociedad civil sin delegación, son algunos de los vectores que purgan el efecto agenda instruido a diario por los omniscientes agentes del sistema. Se trata de un tipo de agitación, una subversión, que supone la prueba más depurada de la autoorganización social, la construcción de abajo-arriba, la más alta expresión del orden.
La reinvención de la polis como principal foro democrático afirma la hegemonía de lo concreto y la refutación de la política de la abstracción. Por eso existe tanta obstinación en devolver a la gente a la privacidad solipsista de sus casas. Esos santuarios donde la labor de zapa de los medios (radio, prensa y televisión), con su cotidiana e ininterrumpida dosis de placebo y la martilleante opinión pauloviana de líderes, dirigentes, tertulianos y famosos, solapan los efectos desestabilizadores de la realidad creativa que inunda el espacio público insurgente. La ´”jaula de hierro” de que habló Max Weber como atrapalotodo de la mentalidad capitalista está siempre lista para recibir al hijo pródigo de vuelta al redil.
La calle sin miedo es una escuela de personas, una paideia insobornable que interfiere en la estrategia de recodificación de los poderosos porque erige como referente soberano la solidaridad, la acción directa, la inclusión, la ética democrática y la desmercantilización de vidas y experiencias. De ahí que los institucionalistas la combatan, porque, como sostiene Noam Chomsky, “solo es posible conseguir la capacidad de razonar mediante las propias experiencias y hay que ser libre para poderlas llevar a cabo” (El gobierno en el futuro, pág.41). Y no cabe experiencia vital desagregada cuando la delegación sin freno se instala en el mundo como modelo de convivencia.
Si la voz de la calle se alza porque, como decía Luisa Michel, desde las alturas solo caen mentiras, el panóptico social invierte su dinámica. Ya no son los de arriba aferrados a la cúspide de la pirámide social los que nos vigilan, controlan y dominan, sino que al revés. Es la amplia base ciudadana la que empieza a percibir la inutilidad de una minoría dirigente y explotadora, mientras ella estrecha lazos de empatía humanitaria. Todas las revoluciones han tenido su punto de ignición en la calle, y ahora el reto reside en que ese espacio público adquiera dimensión propia, más allá del intento de ventrilocuización que siempre emana de los despachos del poder y sus pretendientes. En esto no hay gran diferencia entre dictaduras, democracias y dictablandas. Los militares egipcios del golpe contra el legítimo gobierno de Morsi no han tardado en prohibir las manifestaciones y la ocupación de plazas y espacios públicos para acabar con el espíritu iconoclasta de la “primera árabe”.
En la formalmente democrática España, el ejecutivo del Partido Popular persigue la misma deriva con la propuesta de Ley de Seguridad Ciudadana, que no es sino un obús dirigido contra la línea de flotación del 15M, cuyo radical presentismo está logrando cortocircuitar el discurso oficial. Y como los valores que representa han desbordado al panóptico y acosan la lógica de la jaula de hierro, como demuestra el gran apoyo social que reflejan las encuestas, se ha convertido en el enemigo a batir. En estos momentos de expectativa electoral, todo a derecha e izquierda conspira para desactivar el activismo público. Desde el poder y desde la oposición (el banquillo del poder) ven en la “toma de la calle” por la ciudadanía el mayor enemigo potencial del sistema institucional al haber logrado esta unir razonamientos y sentimientos, que según algunos sociólogos como Vilfredo Pareto y Raymon Aron es el umbral que precisa la acción social para hacerse política transformadora.