Periplo: biomasa de una argentinidad mexicanizada

Periplo: biomasa de una argentinidad mexicanizada

Releyendo a Rimbau / y / escupiendo a Junot Díaz.

Mónica Volonteri

El orden moderno es inseparable del desorden colonial… la colonialidad es constitutiva y es el lado oscuro de la modernidad.

Walter Mignolo

Respecto a la política el socialismo del siglo XXI tiene que ser decolonial, transmoderno y pluriversal.

Ramón Grosfoguel

Filosofía. Navegando por el ciberespacio, sin cinturón de seguridad —ni seguro contra terceros—, el internauta llegó de rebote, con la lengua por fuera, a You Tube: uno de los grandes archivos de la tardomodernidad. En las comisuras le quedaban como testimonio de la gesta digital —un tecleo politizado— las rayitas de sal. Dos líneas blancas excitadas por la luz del sol, que entraba por la ventana y le alumbraba la cara mientras pedaleaba en internet. Por supuesto; para alguien que le gustara viajar entre la filosofía, la antropología y la poesía, el periplo youtubero  valió la pena.

No sólo había recorrido una ruta inesperada, de intersecciones alucinantes; a cualquiera se le erizan los pelos al toparse, en un cliquear imprevisto, frente a una carnalidad tan insaciablemente voraz como la que se da en la pintura del argentino Marcelo Bordese (una biología en pedo);[1] sino que había sido un trayecto particularmente fatigoso. Un calor que, a partir de una lectura rápida de La biografía (1984) de Iván Silén —una novela del realismo esquizo puertorriqueño—, el viajero entendió vagamente en términos filosóficos.

¿Se trataba del calor filosófico, con tufo político, que genera la colonia usamericana en el Caribe, Puerto Rico, sobre todo cuando ese fuego se manifiesta, como en La biografía, en la diáspora boricua nuevayorquina de la primera parte de 1980? ¿O se trataba del calor de la colonialidad en general?; un infierno que, en 1965, León Ferrari representó como un Cristo crucificado a un avión de guerra estadounidense, cayendo de pico en forma de cruz, “escultura kitsch” que el artista argentino tituló, acertadamente, “La civilización occidental y cristiana”?[2]

II

El punto Cornel. Abrió y cerró los ojos. Tragó en seco. Casi a punto de cliquear en la página web de la revista literaria Granta, donde sabía que podía releer —en inglés— el ensayo de Horacio Castellanos Moya sobre el calor en El Salvador (2010),[3] “el trashumante pasajero” cambió de rumba. En vez de irse por la ruta literaria, tomó la filosófica: la gran vía que escritores como Silén poetizan. ¿La vía del amor al conocimiento de los filósofos clásicos, o la del amor al dinero —una segunda piel— que se le ha ido pegado a You Tube con la propaganda comercial que la ha invadido en los últimos años?

Rumbo del amor al conocimiento, sí, pero del que predica, cuando jazzea con la palabra, Cornel West. Un filósofo afroamericano, blusero-jazzista-rapero, que plantea la paideia griega desde la posición del débil, del pobre, del que ha sido deshumanizado por el poder. Como en el caso actual de los oligarcas y plutócratas estadounidenses —neoliberales y neoconservadores, grupos que diferencia—; una calaña de explotadores que brother West fustiga con amor, a veces a dúo con Chris Hedges, otro cristiano de izquierda, por la manera en su capitalismo de casino violenta a los pobres usamericanos y del mundo. Porque a los excluidos y brutalizados, según la política marxista-cristiana-protestante del filósofo bautista, admirador de los grandes literatos de occidente, como, entre tantos que cita y recita, Kafka y Chekov, es preciso amar con el “amor supremo” del saxofonista John Coltrane.

Desde el saxofón lingüístico de brother West, se perfila el intelectual que se ve a sí mismo en el molde de los músicos afroamericanos. Algo que el filósofo-profesor plantea a calzón quitado, sin pelos en la lengua: yo soy el John Coltrane de la academia. Un rapero académico, un cristiano de izquierda que habla como una pastor negro con swing (heredero de Martin Luther King, Jr.). El jazzista de la filosofía afroamericana; un improvisador que, como intelectual público, trasciende en sus solos de crítica al poder lo estrictamente afroamericano, para inscribirse en una universalidad plurirracial, anclada en el amor al pobre, venga en el color (etnia, género, sexualidad, clase) que venga.

Amor de un cristianismo profético que brother West distingue del cristianismo de Constantino, un cristianismo éste que se confunde con el poder de los imperios. Quien lo haya visto en You Tube, reconoce sin problemas cuando el filósofo con afro y uniforme —traje de tres piezas blanco y negro, bufanda negra alrededor del cuello, mocasines negros— jazzea con la palabra. Cuando articula una hilera de ideas encadenadas en el espacio de un compás.[4]

Por esa vía filosófica, con los dedos en el teclado, se dijo el internauta melómano-filosófico-poético: quiero llegar de un clic al jazz —el punto Cornel— de la filosofía latinoamericana (sobre todo, porque brother West, el blusero socrático profético, cita poco, casi nunca, nuestro mundo intelectual y literario latinoamericano; y porque, a pesar de esa omisión, lo queremos).

Poética de la relación: brother Wesde nos guía.

III

Filosofía latinoamericana de la liberación. Desde Cornel, pues, al cliquear en la página de You Tube, el peregrino llegó de inmediato a los clips de Enrique Dussel; en estos momentos, la cara —pelo blanco— de la filosofía latinoamericana de la liberación. Un argentino-judío, mexicanizado desde hace muchas décadas, que filosofa contra el eurocentrismo desde la diferencia colonial, poniéndose del lado de aquellos que han venido recibiendo el golpe político, económico, cultural, étnico, racial, de género, de la modernidad (1492). Una posicionamiento latinoamericanista que, al lado del cristianismo profético y por eso político de Cornel, filosofa desde el punto de vista del oprimido que busca la liberación.

Entre sus muchos textos, Dussel le dedicó uno a Las metáforas teológicas de Marx (1993).[5]

Una vez establecido en el universo dusseliano de You Tube, frente a un caudal de clips, escogió el de la charla universitaria titulada “Marx y la modernidad,” que dura una hora y seis minutos.[6] Lo vio y lo escuchó con gran emoción. La propuesta filosófica de Dussel le pareció más que interesante; pues, entre otros puntos, argumenta que la modernidad empieza con la gesta conquistadora de 1492 llevada a cabo por los ibéricos, y no, como plantea el eurocentrismo, con la Revolución Francesa del siglo XVIII.

Pero no es esa crítica al occidentalismo lo que más le llama la atención el cibernauta, sino una dimensión ontológica secundaria (¿una literatura menor?): a saber, la realidad de que Dussel, a quien los militares argentinos obligaron a exilarse en 1975, se considera mexicano entre los mexicanos. Una identidad que el filósofo argentino-judío mexicanizado asume sin pelos en la lengua. Mira otros clips de Dussel en You Tube y se convence. Más allá del derecho que le da haberse nacionalizado en el país de Octavio Paz (de tantas maneras, su contrario), el filósofo-historiador argentino se siente cómodo con la mexicanidad que ostenta como uniforme de una latinoamericanidad decolonial, y no sólo, como subraya Mignolo, postcolonial.

De repente, la realidad de un filósofo judío-argentino mexicanizado se dispara y se le va de las manos al viajero con los dedos en el teclado (como interferencia, pues no tiene nada de argentino ni de filósofo, se le cruza en el camino la imagen distorsionada de Juan Villoro, quizás porque el internauta había leído su crónica sobre la metafísica culinaria de Ferrán Adriá, un verdadero plato, en Buenos Aires). Desde esa influencia dusseliana, se le cruzan en You Tube varios clips sobre los argenmex, una estirpe de argentinos mexicanizados que parecería una invención literaria de Cortázar. ¿Los nuevos motecas?

Por reflejo intelectual, se pregunta por los mexiargen: ¿dónde están las generaciones de mexicanos residentes en la Argentina? No se detiene en la respuesta, ¿un plato vacío? Persiste en la búsqueda de los argentinos aztequizados. Y se lanza al abismo de Nietzsche desde un clic. Surge así, por un lado, el antropólogo Néstor García Canclini; y por el otro, el poeta Juan Gelman. Dos intelectuales a quienes, cada cual a su manera, los militares argentinos obligaron al exilio. Una huida que tanto Dussel como Gelman empezaron en 1975, y que García Canclini lo hizo en 1976.

IV

Boricuas. Desde la puertorriqueñidad que lo conforma y que teclea (¿ebria?) frente a la pantalla de You Tube, el “trashumante peregrino” escucha el grito de dos argenrriqueños: Axel Anderson y Tony Croatto, ninguno de los cuales, como se verá, es estrictamente argentino, si bien para los puertorriqueños Anderson (judío alemán) y Croatto (italiano) lo serán siempre (Croatto murió en 2005; Anderson nació en 1929). Gritos que, desde la diasporidad euroamericana que marca a ambos argentinos, remitían al internauta cortazariano al archivo de la transculturación de la antropología cubana de Fernando Ortiz, donde Axel y Tony serían indexados bajo el rubro del mestizaje de una argentinidad latinoamericanizada. ¿Escuchaba los ecos del Che (el más cubano de todos los argentinos)?

Antes de anclar en Puerto Rico, Axel partió de Berlín y recorrió Paraguay, Argentina, Colombia y República Dominicana; Tony partió de Italia y recorrió Uruguay, Argentina y España. En ambos casos, cuando llegan a la isla en la década de 1960, lo hacen hablando español con un acento que los puertorriqueños reconocen como argentino. ¿Puede un puertorriqueño o incluso un latinoamericano o un español, por más que haya escuchado a Mario Benedetti y a Eduardo Galeano, hablar del acento uruguayo?

En el contexto de la televisión y el teatro, Axel se ganó la identidad boricua; Tony se la ganó sobre todo en el de la música popular (la Nueva Canción) y campesina (jíbara). Entonces, como en el caso de los mexargen, surge otra vez la pregunta: ¿existen los puertoargen? Ante el silencio, responde la literatura desde la última novela de Ricardo Piglia, Blanco nocturno (2010), cuyo protagonista es un puertorriqueño de la diáspora que llega a la Argentina desde los Estados Unidos.

V

Imantación. Vuelta a la biomasa de la argentinidad mexicanizada que emblematiza, desde la filosofía de la liberación, Dussel: el más aztequizado de los filósofos argentinos (un gremio que no hace tanto perdió a León Rozitchner). Una filosofía de la liberación que, acoplada con la colonialidad del poder del sociólogo peruano Aníbal Quijano, el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel elabora, con ayuda del semiótico argentino Walter Mignolo, en quince propuestas para descolonializar la economía política.[7]

Decolonialidad a la que, como corresponde a un buen marxista, Grosfoguel somete al propio Marx, al cuestionar la colonialidad escondida de la epistemología marxista. Esa que, “en última instancia,” jerarquiza la lógica económica sobre todas las demás (de clase, de género, de sexualidad, de etnicidad, de raza, de geografía). Y esto porque, desde el punto de vista latinoamericano, la irrupción de 1492 puso en movimiento simultáneo todas las colonialidades del poder (no sólo ni primeramente la económica).

Como emblema de la argentinidad mexicanizada, la filosofía de Dussel se plantea la mexicanización de lo argentino desde una latinoamericanidad descolonializada. Una identidad cultural que, a partir de su geopolítica del conocimiento, se plantea la crítica al eurocentrismo fundacional de la modernidad. Una crítica que le exige a Dussel pensar en una pedagogía que descolonialice la universidad “occidentalizada” (comillas de Grosfoguel). Pues ésta encubre el universalismo epistemológico con lo que es en verdad un occidentalismo (provincianismo) moderno.[8]

Desde esa mexicanización de lo argentino que se ampara en una latinoamericanidad transmoderna (término de Dussel), García Canclini asume su mexicanidad desde el trabajo de campo, pan de cada día del antropólogo. Una indagación de la cultura mexicana que García Canclini ha venido haciendo desde hace muchas décadas, cuya antropología, al cabo de tantos años, ha mexicanizado al investigador: un argentino que ahora, como el filósofo, se considera argenmex.[9]

Una mexicanización del filósofo y del antropólogo que el poeta, Juan Gelman, asume con menos antropología, no sólo porque continúa escribiendo desde México para el periódico argentino Página 12 —escritura que lo mantiene más vinculado a la Argentina que en el caso de la escritura del filósofo y del antropólogo—, sino además porque es el único de los tres que, a pesar de varias décadas de residir en México, mantiene el acento argentino, que en la lengua de Gelman es porteño.[10]

Un tono que, por encima de la distancia antropológica, no implica un rechazo cultural a lo mexicano, sino una continuidad indeleble de lo argentino. Continuidad que los mexicanos han reconocido como intersubjetiva, compatible con la mexicanidad, al otorgarle al poeta argentino el mayor galardón de la poesía mexicana: el Premio Ramón López Velarde (2004), primera vez que se le otorga a un no mexicano.

Persistencia lingüística que, sin embargo, a partir del ejemplo del Che, cuyo acento se hizo cubano, todo argentino transmoderno y translocal tiene que sopesar, y estar dispuesto a descolonializar de la manera en que corresponda (y sí, los hispanoparlantes saben que el acento argentino está marcado por la colonialidad del poder, del ser, del saber).

Así, pues, desde la filosofía de la liberación, la antropología de las culturas híbridas y la llamada nueva poesía de Gelman (“una lírica de lo cotidiano, de lo histórico, y sobre todo, de lo social,” según planteó Hugo Achugar en 1995), la mexicanización de lo argentino convoca a una latinaomericanización hibridizante, en la que los acentos individuales se suman al pluriverso de la transmodernidad. Por ello, Gelman, desde su mexicanidad vivida con acento porteño, dijo lo que dijo al recibir el Premio Ramón López Velarde:

DIJE NO NACIDO EN México en vez de decir extranjero y así es. No estoy avecindado o exiliado: hace mucho que elegí esta tierra para vivir el tiempo que me resta. Mexicanos, argentinos, latinoamericanos, todos somos habitantes de los mismos dolores y esperanzas, los mismos sueños de justicia, la misma y grande patria íntima, padecida en los huesos. Puse aquí casa en mi casa.

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