Perros, poesía y ciudad

Perros, poesía y ciudad

 

No encuentro mejor forma de hablar de la poesía metropolitana que sobre los perros callejeros. El perro callejero vive en una ciudad que le es hostil. Aun así, un perro callejero no cambiaría las aventuras de la intemperie citadina por la comida segura que le pudiese brindar una perrera municipal o un refugio para perros. Quien haya estado alguna vez en uno de esos lugares que intentan “rescatar” a los perros de la mala vida se dará cuenta de que hay algo triste y opaco en la mirada de estos canes: es la añoranza de aquellos días en que andaban realengos, entre montones de basura, rondando por las carnicerías, cruzando peligrosas autopistas o arrancando vistosas flores de un primoroso jardín.

 

La vida de los perros callejeros está llena de riesgos. El hambre es, después del hombre, su principal amenaza. Ha de salir a buscarse la comida, y comida hay en todas partes, pero no para él. Los perros miran cómo los comensales degluten y eructan detrás de las vitrinas, y esperan una señal, una oportunidad para compartir el banquete; pero por lo general esto no ocurre, pues los mesoneros, otra especie que les es adversa, salen a echarlos con insultos y escobazos. En algunos sectores de Caracas consideran que su presencia atenta contra el paisaje urbano, afeándolo, ensuciándolo, como si nos señalaran el lado más bárbaro y salvaje de la vida en contraposición al edén cívico al que aspiran los modernos proyectos de la urbe. Por esta razón existen municipios en los que los perros callejeros son detenidos o expulsados.

 

Llama la atención que en Chacao la población de perros callejeros haya mermado significativamente durante los últimos años. De hecho, en muchos lugares del mundo se han organizado grandes matanzas de perros callejeros. En 2001, en Bucarest, bajo el gobierno de Ion Ilescu, 100.000 fueron eliminados por orden del alcalde. Fue un delirio colectivo, pues la misma población participó activamente en la denuncia y captura. Se reportó el caso de una horda civil que irrumpió en el apartamento de un anciano que alojaba perros callejeros. El anciano fue golpeado, vilipendiado y sometido al escarnio público por esconder a esos elementos indeseables de cuatro patas que afean la ciudad. En Chile son habituales las matanzas de perros, una de ellas ocurrida recientemente en el campo universitario de Santiago. Y en 2006, en Shandong, en el mismo año del perro, se sacrificaron 500.000. 

 

El destino de los perros callejeros suele ser el exterminio, la captura, el encierro, el arrollamiento, el envenenamiento o la reproducción. En algunas ciudades han intentado incorporarlos a ciertas labores cívicas. Así, hay programas que intentan rehabilitarlos y convertirlos en perros policías, perros guardianes, perros lazarillos, perros terapeutas y hasta perros cantores. Todos estos intentos buscan más o menos lo mismo: hacer del perro callejero un ser productivo y responsable, y si es posible que pague sus impuestos. Pero se olvidan que cuando esto sucede el perro en cuestión dejaría de ser perro callejero para convertirse en un funcionario público.

 

Ya que hemos tocado el tema del destino de los perros callejeros, sería oportuno hablar del origen de los perros callejeros. Imaginemos lo siguiente. Un perro vive en su casa, tiene comida y un hueso para jugar. Cuando le dicen que mueva la cola lo hace y se gana el cariño de sus amos. Cuando le dicen que ladre a un mendigo o a cualquier intruso que se esté acercando demasiado a la cerca, lo hace con justo sentido del deber y entonces le dan como recompensa una pelota para que la muerda y se divierta. Su vida parece segura y feliz. Es, por decirlo de alguna manera, un perro civilizado y sin complicaciones.

 

Pues bien, este perro doméstico, de repente, sin explicación alguna, se encuentra en la calle. Puede ser que haya sido expulsado por sus amos, quienes se fueron de vacaciones y prefirieron abandonarlo. Puede ser que haya recibido una brutal paliza y se cansó de los malos tratos. Puede ser que se haya extraviado mientras daba un paseo. Puede ser que haya brincado la cerca, persiguiendo a un gato, a un ratón o a un rabopelado, y luego no haya encontrado el camino de vuelta a casa. Puede ser que haya pasado un mendigo y se sintiese atraído por el vagabundeo y la vida libre. Lo cierto es que está solo en la calle y tiene miedo, pero hay algo en él que lo hace sentirse despojado del peso de la servidumbre, un ansia por recorrer callejuelas y vivir sin ataduras, sin horarios, sin amos, sin explicaciones. Además, las luces y los olores de la ciudad le hacen saber que el mundo es mucho más grande y excitante que el jardín en donde vivía. Sigue adelante y saca su instinto de supervivencia y aprende muy pronto que del hombre se puede confiar muy poco. Por eso, sobre todo en los lugares más inhóspitos, se junta con otros perros y forman una pandilla de perros callejeros.

 

Recuerdo haber escuchado que una banda de perros asaltó el zoológico de Guernica en Buenos Aires y se comieron a una cebra, un ñandú y varias aves, incluyendo un par de garzas moras. Este hecho ocurrió, curiosamente, durante las celebraciones del Día del Niño. Claro, no todos los perros callejeros andan en pandillas. Muchos prefieren, por convicción, andar solos y negociar su comida con algún buen carnicero, mendigo, anciana compasiva o sepulturero. Andan como camuflados en las gasolineras, las entradas de metro o alrededor de los teatros municipales, y duermen en los parques, en las plazas, o en algún lujoso portal si es que logran congeniar con los vigilantes nocturnos. Luego vienen los amores perros y se mezclan las razas. Nacen nuevos perros callejeros que nunca han conocido un hogar y que nada saben de pedigrí ni de supremacía racial. Porque el hombre ha impuesto el racismo canino, y así se estima más a un perro que a otro por su estirpe. En la vida de los perros callejeros ningún perro es superior a otro por su origen genético. Se trata de una sociedad que se rige por las leyes de un auténtico tribalismo democrático. El perro callejero es pariente muy cercano del perro de taller, el de cementerio, el bandolero de carreteras, el de hospital y hasta del perro playero.

 

A pesar de que nadie los ve, o nadie los quiere ver, la existencia de los perros callejeros refleja el grado de sensibilización y humanización de una sociedad. Quien no quiera a un perro callejero no es gente civilizada. Una ciudad sin perros callejeros es una ciudad desalmada. Termino con un canto al perro callejero, escrito, por Baudelaire: “Canto al perro sucio de barro, al perro pobre, al perro sin domicilio, al perro vagabundo, al perro saltimbanqui, al perro cuyo instinto, como el del hombre, el del bohemio o el del histrión, está maravillosamente aguijoneado por la necesidad, esa madre tan buena, esa verdadera patrona de las inteligencias”. ¡Que vivan los perros callejeros!

 

 * Publicado en Arquitrave

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