Poesía y fotografía

Poesía y fotografía
El infierno estaba lleno de niños.
Atlántico, terrible mar…
Yván Silén

Entre dos cámaras que se miran fortuitamente, por un lado la nuyorican de Adal Maldonado y por el otro la isleña de Víctor Vázquez, pasan cosas de las que no puede hablar la literatura. ¿Quién encuentra las palabras para decir lo que ven las cámaras? ¿Rulfo, Cortázar, Lalo? Los poetas se sienten “enmierdados” por el ojo de la fotografía (¡cómo olvidar la queja de Roberto Bolaño, en cuanto a que la crítica literaria “enmierda” la poesía!). La tensión entre las disciplinas crece como un párrafo nietzscheano que se come las páginas.

El ojo de la cámara que ve lo indecible se encuentra con la boca de la palabra que dice lo que no se ve. El ojo choca con la boca (libidinosidad): “La lluvia de ver lo extraño era infinita” (Silén).

La fotografía y la poesía se enfrascan en un tete a tete: “como si el alba sudara” (Silén). La lente se abre y se cierra, esfínter excitado por la clorofila de William S. Burroughs: “Nos volvemos verdes y no podemos quitarnos el hábito de la clorofila. Una inyección y quedas colgado para siempre. Nos estamos convirtiendo en plantas.”

El olor a azul rubendariano empaña el ojo. La mirada se impregna de una luminosidad biopolítica, que perfora las superficies de frenesí con sabor a sinestesia. El ojo parece fuera de sí. Habla: “¿El mundo es amarillo o es azul?” (Silén). La mirada se arrastra por las calles de Nueva York, como hizo la poeta, Julia de Burgos, que se sentía “brote de todos los suelos de la tierra.”

Cuando se oye el click, el fotógrafo bascula. Literario, se pregunta: “¿Estaba dormido despierto, dormido loco o dormido muerto?” (Silén).

La imagen de Adal, en Nun of the Above(1992), perfora la fotografía con un disparo de nieve, o de poesía nuyorican, como la visionaria de Tato Laviera, AmErican (1985): “but then, one day, i heard / music on the other side of the / steel and i wrote down the / lyrics…” Tiro que horada la página en blanco —la mesa se queda sin mantel— mientras transforma el inglés en picardía nuyorican: nada de eso, “nun of the above.”

La monja se pone el hábito de la mujer (como si fuera la madre que, en la literatura de Silén, encubre a la hembra). La resonancia o el sabor a Sor Juana pasa sobre todo a través de estos versos de Julia de Burgos: “Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese: / un intento de vida; / un juego al escondite con mi ser.”

Punto ciego: “la lluvia de los pétalos de las rosas de oro era infinita” (Silén). La cámara de Adal se mira a sí misma, pero encuentra otro ojo que la mira desde una mirada heterónima, aunque patinada: “me miré al espejo y me faltaba algo” (Silén). Las preguntas se repiten en el mismo bascular de la cámara, a punto de hacer click: “¿El mundo es amarillo o es azul?” (Silén).

De la cámara de Víctor Vázquez reaparece la monja vestida de mujer, ahora disfrazada de pájaro, La Ave María (1996). Una gallina con varios picos y una pata sobre el ojo ciego de la teta, cuya luz lo tiñe todo de sombra silenista: “el sol también salía anaranjado como si estuviéramos caminando en los ocasos del otoño” (Silén). La mirada se deleita en el goce de la pátina: “Estar así, entre lo que era y lo que no era, me emocionaba” (Silén).

¡Ave María!: gallina con el nombre de la primera mamá (María). Retroactivamente, la prosa de El llanto de las ninfómanas (1980) se sale de los moldes del ensayo: al niño poeta (Silén) lo seducen los senos de la madre. El ensayo se poetiza. En “Juanito de Heno o el hundimiento de los veleros” (Tanni Lee y los cuentos de la nada) (2012), el cuento se sileniza: “La mirra era peor que la peste” (Silén). La literatura se enfrenta a la fotografía desde una escritura especular: “la mañana se había llenado de una luz amarilla” (Silén).

Como la lente de una cámara libidinosa que se revuelca en su tinta (calamares; el mangle de Myrna Báez se cruza con el de Édouard Glissant), el ensayo se abre a la “carne de delfín” (Rosario Ferré); devenir de la escritura que, a pelo, se cuece en su literaturidad. El ojo de la prosa se expande, como un esfínter que vomita (o defeca) frente a la playa, el “Atlántico terrible” del Poeta: “Legba me miraba azulmente” (Silén). Los colores del mar huelen a tinta. ¿Se calcinan los adverbios? ¿Las páginas se orinan? ¿El ensayo piensa?

“Poesío, luego soy” (Silén).

La literatura se mira en la imagen fotográfica de Adal y de Vázquez: “No había nadie en mí, pero seguí siendo el mismo” (Silén). En el proceso de autorreflexión, un cambio de brisa noratlántica voltea las fotografías, canjeándolas por una más cárnica, en la cual la monja vuelve a desvelar a la mujer, esta vez de la cintura para abajo, en una imagen de Andrés Serrano, The Triumph of the Flesh(2000), que, como quien dice, cae del cielo. El poeta se horroriza: “¡El corazón se me había llenado d’Erratas” (Silén). Confunde a la monja con la novia: “Me heriste con el rechazo de tu ternura: / muñeco de trapo yo y tu madre vestida / de novia muerta, suicidada, esquiva, / golpeándome para que fuera un hombre / bueno: astillado, pequeño, suave” (Silén).

Cuando hace click, la poesía se apaga: “¡Creo que / en el gallinero de Dios, / Iván Silén canta!” (Silén).

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Nota:

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