¿Por qué la lucha por Palestina es nuestra lucha?

¿Por qué la lucha por Palestina es nuestra lucha?

Por Soumaya Ghannoushi*

El más asimétrico de los conflictos

La semana pasada, el presidente estadounidense Donald Trump regresó al Capitolio como presidente, escenificando su ascenso como un espectáculo de desafío y poder.

Revestido de teatralidad y grandilocuencia, Trump habló de un renovado «destino manifiesto» estadounidense. Esta vez, la promesa se extendía más allá de la Tierra, hasta las estrellas. Colonizar Marte, declaró, era el siguiente gran capítulo de la mitología de conquista estadounidense.

Sin embargo, sus ambiciones de expansión ya se habían manifestado en la Tierra. Planteó la idea de comprar Groenlandia, meditó sobre la anexión de Canadá e invocó el canal de Panamá como símbolo del dominio estadounidense. La visión imperialista de Trump refleja una fijación por el control, envuelta en el lenguaje del excepcionalismo, ya sea sobre la tierra, las rutas comerciales o los planetas.

Bajo las pulidas bravatas y las elevadas proclamaciones se esconde la sombra de la historia.

El destino manifiesto es una doctrina escrita con sangre. Justificó el genocidio de millones de nativos americanos, el robo de sus tierras y la destrucción de sus culturas. Encubrió la destrucción como progreso, un arma del imperio disfrazada de inevitabilidad. Y ahora, Trump pretende resucitar ese mismo ethos, actualizado para la era moderna y apuntando no sólo a las estrellas, sino a cualquier frontera que considere madura para la dominación.

El espectáculo de la toma de posesión tuvo su propio e inconfundible simbolismo. Los multimillonarios de la tecnología, cuya influencia se extiende no sólo a Silicon Valley, sino a todos los rincones del mundo moderno, se sentaban en primera fila.

Elon Musk, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg no son meros espectadores del poder global; son sus arquitectos. Su riqueza ha crecido a un ritmo sin precedentes, un asombroso reflejo del capitalismo tecnológico desenfrenado.

En 2012, Musk tenía una fortuna de 2.000 millones de dólares; hoy, su riqueza se ha disparado a 449.000 millones de dólares. Bezos creció de 18.000 millones de dólares a 249.000 millones de dólares, mientras que Zuckerberg subió de 44.000 millones de dólares a 224.000 millones de dólares.

Estas cifras representan algo más que la fortuna personal. Reflejan un sistema global donde la riqueza se consolida en las manos de unos pocos, mientras millones sufren las consecuencias. Mientras tanto, el salario mínimo federal en Estados Unidos sigue congelado en 7,25 dólares la hora, sin cambios desde 2009.

Estos son los Estados divididos de la oligarquía: un mundo donde los multimillonarios financian y facilitan la guerra y el control, mientras que la clase trabajadora se ve obligada a trabajar con salarios estancados y una seguridad en declive.

Su presencia en la inauguración fue un duro recordatorio de cuán íntimamente ligadas están la tecnología, la vigilancia y la riqueza a la violencia estatal. Estos multimillonarios, cómplices de los sistemas de opresión, han hecho fortunas proporcionando las herramientas de guerra y control.

Google, Amazon y Microsoft han suministrado herramientas de inteligencia artificial y datos para mejorar las capacidades militares de Israel. Meta ha censurado sistemáticamente las voces palestinas, mientras que la X de Musk (antes Twitter) ha amplificado las justificaciones israelíes para la guerra.

El universo de Trump

Sin embargo, los ecos de la conquista no se limitaron a las metáforas. El simbolismo cuidadosamente escenificado del discurso de Trump delató su intención. Detrás de él estaban las familias de los rehenes israelíes, su dolor se incorporaba a la actuación.

Dirigiéndose a una madre israelí cuyo hijo había muerto en Gaza, Trump se volvió hacia ella y declaró: “Si yo hubiera estado en el poder hace tres meses, no habría muerto. Hicimos un acuerdo en julio”.

El público rugió de aprobación, pero hubo una profunda ausencia en el escenario: allí no había ninguna madre palestina, ninguna voz de duelo que representara a los más de 10.000 palestinos asesinados desde julio o a los 50.000 o más asesinados en 15 meses. Sus muertes, sus nombres, sus historias y su humanidad no fueron reconocidas.

Este silencio no fue casualidad. En el universo de Trump, los palestinos no existen. Sus vidas están devaluadas, borradas por la misma lógica del destino manifiesto que deshumaniza a quienes se consideran prescindibles. Su sufrimiento se vuelve invisible, sus muertes se despojan de significado. Esta indiferencia no es exclusiva de Trump. Es sistémica, está entretejida en la trama de la hegemonía global.

El hecho de que Trump proponga ahora una limpieza étnica de Gaza para allanar el camino a brillantes desarrollos inmobiliarios con vistas al mar es tan grotesco como poco sorprendente. «Me gustaría que Egipto acogiera a gente. Me gustaría que Jordania acogiera a gente», dijo Trump a los periodistas a bordo del Air Force One. «Estamos hablando de, probablemente, un millón y medio de personas, así que simplemente limpiamos todo eso y decimos: ‘¿Vieron? Se acabó’».

Sin embargo, este desprecio total por las vidas palestinas no es exclusivo de Trump. En una entrevista reciente con MSNBC, Biden admitió que había advertido al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para que no bombardeara masivamente civiles en Gaza.

¿La escalofriante respuesta de Netanyahu? «Bueno, vosotros lo hicistéis», dijo, señalando la propia historia de destrucción indiscriminada de los Estados Unidos. Plenamente consciente de la intención de Netanyahu de emprender una campaña de aniquilación, Biden aprobó la transferencia de más de 50.000 toneladas de bombas a Israel, un arsenal que ha arrasado la infraestructura de Gaza y devastado a su gente.

Dominación occidental

Esta es la maquinaria de la dominación occidental. Las bombas que llueven sobre Gaza se fabrican en Estados Unidos y Alemania. La inteligencia que las guía es suministrada por el Reino Unido. La cobertura política que justifica estas atrocidades se fabrica en Washington, Londres y Berlín.

Personalidades como el primer ministro británico, Keir Starmer, respaldaron el castigo colectivo de Israel, diciendo que era «legítimo» cortar la comida, el agua y el combustible a una población ya asediada. La ministra de Asuntos Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock, repitió la propaganda israelí, defendiendo el bombardeo de hospitales donde mujeres y niños fueron quemados vivos.

Los medios de comunicación también juegan su papel en este ciclo de complicidad. Los medios occidentales amplifican las narrativas israelíes mientras silencian las voces palestinas. El New York Times difundió relatos inventados de atrocidades supuestamente cometidas por Hamás. La CNN, a pesar de las protestas internas, ha suprimido repetidamente las historias críticas con Israel. La cobertura de Oriente Medio de la BBC ha sido objeto de escrutinio por estar supervisada por figuras con vínculos con la inteligencia israelí.

Estas instituciones se han convertido en parte de una maquinaria bien engrasada que moldea la opinión pública, presentando a Israel como una víctima mientras deshumaniza a los palestinos. El resultado es una realidad distorsionada, donde el opresor es retratado como el oprimido y la violencia sistémica se racionaliza como autodefensa.

Los palestinos caminan por la zona costera de Al-Rashid en Gaza para cruzar el corredor Netzarim desde el sur de la Franja de Gaza hacia el norte el 27 de enero de 2025 (AFP).

La lucha palestina por la liberación es el conflicto más asimétrico de la historia moderna.

La lucha de los palestinos por la liberación es una lucha contra toda la estructura del imperialismo occidental que sustenta el colonialismo israelí.

De un lado está Israel, armado con todo el poder de Occidente, el apoyo inquebrantable de sus gobiernos, sus medios de comunicación y sus instituciones. Israel no es simplemente un Estado. Es una extensión de la hegemonía occidental en Oriente Medio, un proyecto colonial alimentado y sostenido por las naciones más poderosas del mundo. Y está respaldado por armas, sistemas de vigilancia, cobertura política, corporaciones multinacionales y ahora inteligencia artificial: herramientas de dominación utilizadas para mantener su control colonial sobre la tierra palestina.

Del otro lado están los palestinos, aislados, asediados y abandonados por el orden internacional. No tienen ninguna superpotencia que los arme, ningún medio que defienda su causa, ninguna institución que los proteja. La suya no es simplemente una lucha por la liberación: es una lucha contra toda la estructura del imperialismo occidental que sostiene el colonialismo israelí.

Su resistencia, contra adversidades abrumadoras, es un testimonio de la negativa del espíritu humano a extinguirse.

Y, sin embargo, a pesar de esta asombrosa asimetría, una creciente resistencia global se solidariza con los palestinos.

Resistencia global

En todo el mundo, una creciente resistencia se solidariza con Palestina. Las calles de Londres, París y Nueva York se han llenado de manifestantes que exigen el fin del asedio de Gaza. Los campus universitarios se han convertido en focos de disidencia, con estudiantes que organizan sentadas, huelgas y charlas, a pesar de la represión institucional. Los activistas se enfrentan a arrestos, expulsiones y criminalización, pero su desafío sigue intacto.

El movimiento por el Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) sigue ganando impulso, obligando a las empresas y los gobiernos a cortar lazos con Israel. Los esfuerzos legales para investigar los crímenes de guerra israelíes siguen adelante, y la Corte Penal Internacional (CPI), la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y las principales organizaciones de derechos humanos exigen rendición de cuentas, a pesar de la implacable obstrucción de los gobiernos occidentales.

El frente global no es un mero acto de solidaridad. Es el alma de la lucha por la liberación, una fuerza integral sin la cual es imposible corregir el colosal desequilibrio de poder, y la verdadera justicia seguirá siendo un sueño lejano. Este movimiento no sólo debe perdurar, sino evolucionar hasta convertirse en una fuerza capaz de romper sistemas de poder arraigados e impulsar el cambio político.

Porque, así como el proyecto israelí se erige como una piedra angular del dominio global -un nodo indispensable en la maquinaria del imperio-, sólo puede ser enfrentado por una vasta e inquebrantable red de resistencia pacífica.

Esta resistencia debe trascender fronteras, continentes, culturas e ideologías, tejiendo un frente unificado tan ilimitado y decidido como la opresión que pretende desmantelar.

Porque no se trata simplemente de una lucha por una nación; es una batalla por el alma de la humanidad. Enfrenta a hombres y mujeres comunes contra una élite global poderosa e inquebrantable, un choque entre las fuerzas de la dignidad, la justicia y la libertad, por un lado, y la supremacía, la desigualdad y el colonialismo por el otro.

En el corazón de esta lucha se encuentra Palestina -un símbolo de resistencia, de desafío, de la lucha universal por la liberación. Estar con Palestina es oponerse a la maquinaria de la opresión, rechazar las estructuras que perpetúan el imperialismo y la dominación y afirmar los valores sagrados de la humanidad misma.

La batalla por Palestina es la batalla por todos nosotros. Está lejos de terminar. Y vamos a ganarla.

* Nota original: The most asymmetric of conflicts: Why the fight for Palestine is ours.
Traducido por Sinfo Fernández en Voces del Mundo.
Soumaya Ghannoushi
es una escritora tunecino-británica experta en política de Oriente Medio. Sus trabajos periodísticos han aparecido en The Guardian, The Independent, Corriere della Sera, Aljazeera.net y Al Quds.

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