Puigdemont derrota a Pedro Sánchez y Felipe VI
Por Domingo Sanz. LQSomos.
El mismo Pedro Sánchez dos años después.
Como casi nadie ignora, durante un debate por TV celebrado antes de las elecciones del 10N/2019 Pedro Sánchez dijo:
“A ustedes, señor Casado, se les fugó Puigdemont, y yo me comprometo hoy, aquí, a traerlo a España y a que rinda cuentas ante la justicia española”.
Como muy pocos saben, quizás porque ahora no han querido molestar a un Sánchez que acaba de firmar con Casado cuatro renovaciones institucionales, García Ferreras, de La Sexta, le recordaba esto antes de ayer, 14 de octubre:
“También dijo usted que traería a Carles Puigdemont para ponerlo ante la justicia española, y todavía no ha cumplido”.
A lo que Sánchez, balbuceando y negándose a sí mismo porque sabe que con lo que dijo en 2019 no le hacía ascos ni a los votantes que, llegado el caso, se ofrecerían para formar parte del pelotón que fusilara al catalán, orgullosamente abanderados con la rojigualda, contestó:
“Je, je, je…, pero bueno, vamos a ver, yo creo que, en fin, quien dice eso, o bien miente, o bien desconoce cómo funciona la justicia en Italia, en Europa, en España”.
Es decir, “quien dice eso”, sigue siendo el mismo que lo dijo, él. Se puede escuchar durante el minuto que transcurre entre el 02:48 y el 03:48 de este programa de Catalunya Radio:
Tal parece que, en la España más españolista, para que un político poderoso reconozca un error envenenado de maldad, o diga, por ejemplo, “Lo siento. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”, le tienen que pillar disfrutando de sus peores vicios, tras matar un elefante en la jungla africana reservada para delincuentes millonarios y, además, sentirse tan débil como cualquiera que se haya roto una cadera.
El Borbón rey, hijo del Borbón rey fugado.
El 3 de octubre de 2017 Felipe VI pronunció, también por TV, su discurso más famoso, pero hoy nadie puede asegurar que, de haber dejado el rey que Rajoy hiciera su trabajo, habrían ocurrido algunas de las cosas que sí ocurrieron:
Que Pedro Sánchez, que sabía lo del rey en TV, retirara la recusación que había anunciado un día antes contra Soraya por apalizar votantes.
Que Rajoy, siempre partidario de matar las molestias con el tiempo, aprobara un decreto para que grandes empresas pudieran largarse de Catalunya.
Que el citado Rajoy no respondiera a las propuestas para hablar que le enviaba Puigdemont. Ni siquiera lo hizo para embaucar al catalán con el clásico truco de las agendas.
Que el 16 de octubre la jueza Lamela decretara prisión sin fianza para los Jordi’s, cuando la acusación por sedición era del 22 de septiembre.
Que el Parlament proclamara el 27 de octubre la República catalana de 18 segundos de vigencia, que un día después el Senado aprobara el 155, que al siguiente Puigdemont trasladara a Bélgica su residencia y que, porque con algo hay que acabar, meses después un Rajoy que se había dejado pisar por el rey decidiera regalar el Gobierno a Pedro Sánchez, pues podría haber evitado la peor de las consecuencias de la moción de censura. Para el PP, me refiero.
Y a pesar de todo eso, y del siglo que sumaron las condenas tras el juicio de Marchena, y de los más de 3.000 aún perseguidos por la “justicia”, y de los embargos del Tribunal de Cuentas, y de las divisiones internas que siempre sufren quienes no consiguen sus objetivos, el 52% de votos independentistas en las últimas elecciones catalanas son la verdad principal.
Y también que Puigdemont sigue más libre que nunca por Europa, hasta el punto de que ni siquiera podrían neutralizarlo con el indulto anticipado del que algunos hablan, y que el propio ex president ha rechazado. Al no haber condena previa, podría volver a la política sin limitaciones, a diferencia de Junqueras y el resto de los que han salido de la cárcel para moverse bajo una Espada de Damocles.
Tanto fiasco españolista ha sido posible porque, en realidad, Felipe VI apareció en TV aquel 3 de octubre para mantener viva la promesa que, primero, su padre hizo en 1975 al dictador en su lecho de muerte, y poco más de cinco años después, durante la tarde del 23 de febrero de 1981, a los militares golpistas que tuvieron la fortuna de que no muriera nadie.
La promesa era mantener la unidad de España a cualquier precio, un objetivo político que, al vivirse de manera obsesiva tanto en La Zarzuela como en La Moncloa, termina por facilitar el éxito de quienes, además de contar con apoyo electoral, recurren a la inteligencia para tomar decisiones.
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