Relato corto: David Martins no piensa en el paso de las horas

Por Gilmar Simões
I
Desperté de madrugada con dolores en el cuello; en la mesa del ordenador iluminada por los rayos de sol, había una servilleta de seda blanca doblada con cuidado y delicadeza. ¿Qué escondía además de su inmovilidad protectora? Somnoliento, desdoblé la servilleta. Allí en el estudio a mi lado, estaba encogido David Martins, sujeto por una pulsera de acero, sin adornos. Sara lo tenía guardado junto con las cenizas de la urna en un relicario, dentro de una bolsa de terciopelo azul marino. Protegido, sí, pero protegido, ¿de qué?
Me fui a la cocina y, de paso, entreabrí la puerta del cuarto despacio. Estaba de pie, abstraída, delante del espejo, tomando una taza de café; en este momento vislumbré el «qué» en el reflejo. Su mirada era limpia, pero imperativa; emitía unos leves destellos de animación, aunque no ocultaba la cara de viernes. Dejó la taza sobre el tocador y salió con paso firme. Antes de irse, se paró un instante delante del llavero, miró las llaves del coche y de la puerta y, pensativa, se giró aún con la mano en el pomo y, mientras me quitaba del rabillo del ojo una amarillenta legaña, rompió el silencio:
—Cariño, escúchale, ¡háblale!… De lo contrario, tendré que llevarlo a que me lo repare, lo restaure, haga pruebas de hermeticidad, reemplace piezas si están dañadas, lo ajuste y lo calibre; inclusive lo lustre, no porque esté sucio, sino porque un bronceado siempre viene bien.
—Sara, ¿cuál guion debo seguir?
—¿Guion?
—Sí, Sara Enjoye, estas peticiones son para mí como dejarme atrapar por un esquema temático que no puedo desarrollar; aceptar esta sugerencia para después hurgar en sus particularidades y mecanismos de movimiento hasta agotarme, sería como darte cuerda… ¿Estaría yo dispuesto?
Luego de hacerme la pregunta, esperé a que Sara me aclarara, pero fue incapaz de cumplir con mi solicitud. Me siguió al estudio, allí solo repitió palabras dichas y sobre limpieza de la esfera blanca, ninguna sugerencia. De sus ojos traduje: Límpido, evitarás desgracias. Me sentía atrapado y sin escapatoria. Se fue, sin abrazos ni besos, dejándome sembrado de dudas; o lo que quiera decir la palabra «desgracia».
II
Hace muchos lustros, no recuerdo cuántos, que le tengo estima y respeto a David Martins, a quien admiro por su especialidad, estilo y precisión. Acordes propios que se fundieron, a pesar del cuello, puños de la camisa y suelas desgastadas, desde el primer segundo en que se anidaron, uno a la mueñeca del otro. Eran como latidos que, a primera vista, nunca dejé de oír ni de soñar, estaba en sincronía con el ritmo habitual. Pues, aunque no escapaban del tiempo cotidiano, los latidos endemoniados del corazón humano actúan distinto en el trabajo, en la calle, en la casa, en el baño y en la siesta.
Su presencia palpitaba al ritmo del tiempo biológico heredado mientras descansaba de los exangües días después de que el calendario se quedara inflexible, sin luz natural y, en la sombra, la producción colapsara como horas extraordinarias o muertas. Pero estas nunca eran tiempo regalado, sino tiempo impagable. ¿Qué hacer con esas horas, entonces, sin desmarcarse del tiempo perdido? Este tiempo acumulado nunca estuvo fuera del calendario sino que era su demonio: tiempo en la esquina sucia del espacio, pues entre bastidores había rechazo, contradicción y utilidad, que siempre se perdían al final de la noche y de los días, como el chirrido mecánico de los raíles.
Sin embargo, él, como un diamante lapidado en tiempo de guerra, transitaba entre trincheras, bombas, cocinas, platos, comidas, esponjas, jabones, botellas, vasos, vinos, corchos y libros. No, no se le iba el aliento, pero nada de tiros al aire. Claro, su reino no era de este mundo y las armas tampoco. Pero ¿qué hacer a esas horas, entonces, sin parecer superior? Por su bando, para que ganara, y sin imposición, marcaba las horas del tiempo del disparo con celo, gracia y prontitud:¡No a la guerra! De esto deduje: él era fuente de apoyo, tanto material como psicológico, pues en los momentos oportunos, prescindía de las palabras gastadas. Pronto lo consideraron, en cuestiones de discordia y como la autoridad en todo lo que fuera necesario. Era crucial tanto para seguir arrastrando fatigas, insomnios y exactitudes en sus paseos, como mostrando prudencias a los mercaderes. Nunca delegaba en otros, tanto cuando enseñaba las pelusas de los imitadores, los trucos de las réplicas, de los colores, las modas y las tendencias, como cuando se distinguía de los falsos, baratos y de plásticos; de los acelerados y atrasados; tanto cuando marcaba distancia de los que se cuelgan en las paredes, campanarios, torres, mesas, pantallas… ¿Cómo? Pues no lo sé, la verdad, ¿qué más daba? Entre tantos diseños y valores, marcar las horas se les había vuelto indiferente. Al final, son apenas alhajas como los de agua, de arena, hidráulicos, despertadores, digitales, atómicos, nucleares, moleculares inclusive los parados para siempre. Después de lo ocurrido, pensé en voz alta, aunque no me escuchara: Tú no marcas las horas sino el paso del tiempo en ese juego de ocupación del espacio que absorbe el cotidiano con lógica, sentido común y pruebas de dulzura segura y continua.
III
Como soñador de un mundo posible, David Martins se distinguía tras cada tictac bajo el sol como una marca de agua del corazón. Era su fórmula para seguir adelante: adaptarse a las más diversas y adversas situaciones, pese a los movimientos pendulares del espíritu del tiempo. Cuando oí de él que «Caricias hay para todos los gustos, pero los desapegos son muchos», pensé: Las caricias más que el arañazo iban más allá de la piel, de un número, natural, ordinal, positivo, singular. No en plural ni en la abundancia del éxtasis. Nada que replicar ni añadir a su belleza sin par. Dueño de una relación unívoca: movido por las mañanas, no para el desayuno; por las lentejas, no por la cuchara; por el bocadillo, no por el pan; por el vino, no por la botella… Podría seguir infinitamente, sin encontrar una síntesis plausible.
Para él, el rito no dependía del tiempo ni del espacio ni de las horas, sino que tuviera la mesa lista a la hora exacta; era lo más importante. Nunca lloraba ante un plato sino que lo comía, sin más. Se le invitaba a un restaurante selecto; los platos siempre eran exquisitos para el paladar. Le gustaba comer hasta el tuétano, no tropezar con un garbanzo. Era consciente, pero le importaba poco de dónde venía los alimentos si de las estrellas, del congelador, de la despensa, de la tienda selecta o de tarros que, dicen, producen enfermedades… Los controlaba desde la perspectiva temporal para llevar a cabo sus tareas. Su postura sobre las cosas de los dioses era similar, prefería las cosas terrenales, seguro. Así, aunque fuera en un trocito de papel o guardado en los muelles y engranajes del cuerpo, en los ojos, a miles de metros bajo tierra, sobre el nivel del mar o en una estación espacial, su recorrido siempre será paralelo al servicio de control y de la evolución de la humanidad, y del inagotable flujo de datos almacenados a lo largo de la historia.
IV
En la noche perpetua del recorrido, seguía atado a él en ese abrazo largo, incluso tras múltiples trompicones. Los amaba, sobre todo a David Martins, aunque se desorientase en el crepúsculo y el norte, en el espacio del mundo circular del trabajo a casa y viceversa.
No había horario de verano, ni baños, ni playa que los separase. Mientras florecía entre sus ojos y sueños, pese a los punteros derrengados, David Martins seguía haciendo piernas. Si se veía obligado por las circunstancias a anticipar las horas, él siempre andaba por allí, ojo avizor. Estuviera durmiendo a pierna suelta o mirando el trazado de las líneas férreas en el mapa. Hasta que no se incorporaba o decidía nueva ruta o destino, no bajaba la guardia, tanto en las horas marcadas como en las muchas lecturas posibles. Los periódicos, en general, los releía, probablemente eran de la semana pasada, como si tratase de noticias actuales. Además, creía que en ese negocio solo había espacio para las noticias desagradables, las calamidades, las guerras…
Para alejarse del radio de influencia ideológica utilizaba argumentos y precisiones literarias y filosóficas apátridas. Pero claro, aquí su cerebro no se encajaba en una simple lectura, pues a él era más que uno, que dos, que tres, que sesenta segundos, minutos o años que agitaban el mundo. Cada día se sentía más descontento con el destino de la humanidad. Aunque solo aspiraba a mantener su vida tranquila, pues él era como la flor que, antes de salir o esconderse el sol, nunca se erguía solitaria, sino que era como una flor que exhibía garbo, estilo y capacidad mientras contaba el paso de las horas. Sí, como flor de larga jornada: por el día el tictac despuntaba en la aurora, como la amapola; por la noche florecía en el retiro espiritual soñado, tal cual flor de loto. Sin embargo, como un galán que era, liberaba fragancia tanto de noche como de día. Aunque no fuera suficiente, recuperaba la primavera. Cuando intentaban contradecir a su poder narcótico, no podían porque él era único en su especie. Incluso bajo aguas profundas, me atrevía a pensar.
En última instancia, arropado por la densidad de plata y del reflejo sombrío y el veloz paso del tiempo, pulsaba igual bajo el cristal fino, que, al final, apenas lo protegía de retrasos y humedades.
V
Desde entonces, preguntas me golpeaban con frecuencia: ¿por qué limpiarlo, para qué arreglarlo? No podría afirmar con qué seguridad lo haría. A esta duda, sí, Sara me respondió de modo explícito: lo quería brillante, impecable y en su punto; con un aroma y oriente duraderos. Una exigencia primaria. Mientras decía, puso sobre la mesa un producto exclusivo Brillex y un deshumidificador portátil. Una limpieza de la limpieza de otra limpieza. ¡Qué manera de darle brillo a la vida!
Concluido, era todo lo que podía hacer. Por eso leí ambos folletos durante horas, aunque sin llegar a una conclusión clara. Todo era posible contemplado en las imágenes ingrávidas proyectadas en mi pantalla cerebral. Pero ¿cómo darle lustre? Pensándolo bien debía usar algo delicado, sobre todo, que no le dañara. Sí, debía cuidar los restos del resplandor de una vida férrea: las abolladuras, magulladuras, fisuras, rasguños y tropezones.
En esas péndulas horas, casi veía el alma de su organismo cansado, y todo aquello convertido en una costra brillante, encerrado como en telarañas de seda de los acontecimientos en el despacho, cama, cuarto, baño, cocina, salón, oficina… Entonces comencé el cómputo de las horas con el supuesto único de ponerlo puesta a punto; si no, ¿cómo acceder a los rincones ocultos del engranaje interno sin torcerse las muñecas? Aunque estaba aprehensivo, confieso que al final le iba a quitar las huellas de los años de vida interior con una pinza, pues ya tenía claro cuáles serían mis pasos, lo creía. En la buhardilla encontré una lupa, una linterna de cabeza, de tres tiempos de luz. Bajé provisto de un traje blanco de azafato y un destornillador. Luego me fui a la cocina. De los cajones de los armarios, saqué los guantes y en mis manos entraron como una seda. Con suavidad lo trataría; y, además, con cariño y profesionalidad. También cogí un cepillo de dientes, cerdas suaves y, más que usado, reciclado para uso exclusivo: limpiar los zapatos de piel. Junto todo el arsenal sería de gran auxilio.
Como último esfuerzo, adapté el estudio como un improvisado hospital relojero. Si al hospital vamos para contener la muerte, el reloj a la relojería para el arreglo. Empezaría por la esfera, su ojo; el muelle, su cuerpo; la pulsera, su brazo… en fin «tardaré una eternidad», reflexioné mirándolo con detalle. Pero, presa del temor y de la emoción, luchaba para seguir el ritmo y el paso marcados por los latidos de mi corazón delator. El escenario donde se desarrollaría el ritual de limpieza para mantenerlo, valorarlo y distinguirlo, estaba listo. Estiré el brazo, cogí la lupa y comencé a girarla, con impaciencia. Pese al cristal grueso, tenía apenas setenta y cinco de aumento angular pero aumentaba la potencia de mis ojos. Necesitaba una lupa de aumento especial, para observar los intersticios de su engranaje. La herramienta ideal para observarlo, aunque no fuera la más virtual, eficaz y concreta que tenía a mi alcance.
Aunque a veces me asaltaban los celos, la misión era escudriñar los rincones y poros rellenos de suciedad y crasitud saturadas. Además de remover sudores, desventuras, bufidos, sangre, fracasos, mocos, peleas, heces, orina…, también residuos invisibles, recursos imaginarios, sospechosos y raciocinios retorcidos. Todo estaba amontonado como canicas de cera alrededor, producidas a lo largo de una vida. Habría que demostrar perseverancia, sobre todo para entender su engranaje y funcionamiento, incluso su magia, si necesario. Mientras tanto, por mi mente circulaban ideas básicas acerca de ese ser plácido, pero siempre en estado de alerta. Pese a mis cumplidos, me lanzaba más miradas de reproche que subjetivas; era como si me echara un jarro de agua fría antes de deshidratarme. Sudaba. Enseguida empecé a deslizarme por sus resortes y engranajes con rumbo fijo, como un tren por los raíles delante de una maraña de agujas. Lo seguía, desviando mi corazón móvil del mundo de las vías. Pero pronto me percaté de que había muchas más vías abiertas adheridas entre las uniones del armazón de la red. Por lo tanto, necesitaba algo estilizado, algo que pudiera controlar con equilibrio y destreza. Miré al estuche, no he visto nada útil ni delicado. Solamente bolígrafos, rotuladores, lapiceros, pinceles, pero se agitaban en plena rebeldía y fuga.
Me sentía bloqueado. Necesitaba capacidad para destilar alguna táctica, alguna técnica que le escudriñara a fondo. ¿Una púa? Quizás. Sí, pero lo que me pinchaba eran las pesadillas; las púas del puerco espín me limpiaban los poros. Eran redondas y puntiagudas. Así, cuando desperté, una luz se encendió en mi cerebro: las emplearé. Otro instrumento, otro suplemento. Rebusqué alrededor y allí, en un cesto de fibras naturales, descansaban las púas encontradas por Sara en las sabanas africanas.
VI
Después de comer, no hubo postre solo una infusión de cantueso; luego Sara se fue al cuarto a hacer la maleta. Se iba de viaje. Mi siesta se alargó hasta las seis de la tarde. Heme yo aquí en tres horas de ensueños dentro de una dimensión imposible e inimaginable. De pronto, un sueño me invadió con una sensación extraña, casi olvidada, de aquel apremio: el oriente duradero.
El modelo digital, al contrario del analógico, es un sustrato venenoso, con un estrecho margen de funcionamiento, por el descontrol virtual, quizá. Sin embargo ensalzarlo y mimarlo todos los días, incluso alrededor de su órbita. Era insólito. Todo lo que representaba la magnitud, la coherencia y el equilibrio era tiempo preciso. Pero, desde su encargo, señales contradictorias convertidas en una sensación de dolor me inundaba. Para sanar lo que le duele, cualquier persona, a lo ancho del mundo, busca un antídoto. Como si ello fuera normal, si es que el «normal» existe. En duermevela, los somníferos dientes del engranaje me llevaban por caminos llenos de agujas, números, resortes, ruedas, asas, anillos, cabeza, calendario, dial, cristal, tapa, corona, caja, manilla, pivote, áncora… Un caldero mágico se agitaban con toda su nobleza metálica a través del fino cristal y, somnoliento, lo escuchaba: «No me confundas, yo no pertenezco a esa calaña de cerdos».
De súbito, el viento sopló y la ventana empezó a golpear contra el marco; me desperté tosiendo. El salón se iluminó y Sara apareció fresca como una lechuga rejuvenecida, arrastrando el maletón, repeinada y con los párpados y los labios retocados. En un santiamén se fue sin darme un beso, sin decir adiós. Salió sin advertirse de los instrumentos dispuestos y necesarios en la mesa del estudio. Me quedé con la manta sobre el cuerpo, pero no sentía frío.
VII
En el anochecer del latir silencioso de las horas invernales, en su oficina, lugar habitual de reposo, la pieza espinal donde solía descansar del ajetreado día a día. Allí David Martins abjuraba del camino abstracto de los algoritmos, del ruido parásito, del apego ciego y de la afición a la saciedad modernista. De nuestro tiempo finito. Del cual estamos hechos, en piezas precisas. Que se desgastan. Como el tiempo de los vivos. Los que nos hace inolvidables y cambiantes.
Después de la vigilia y de varios exámenes oculares, lo extendí sobre la mesa e hice la radiografía. Había que actuar contrarreloj. Le tomé la temperatura: estaba helado y húmedo al tacto. Luego le recosté en camilla de arroz y esperé. Esperé como se espera que la uva se convierta en vino. Solo entonces empecé con habilidad la liturgia, usando la púa, el deshumidificador y el algodón mágico. Revisaba todos los rincones mientras realizaba mis maniobras. Con la púa le iba quitando la suciedad por el uso de la esfera, agujas, ruedas, manecillas, bisel, corona, muelle y pulsera, pero se agitaban cuando la removía, mientras hacía un drenaje de sus conductos silenciosos, como del cronómetro de la vida. La vida es única y sagrada.
El Brillex me produjo irritación tanto por difusión como por ósmosis en la garganta, pues respiraba partículas contaminadas del aire. Era como un baile: entre los entresijos sinuosos del mecanismo interno, las partículas entraban a la presión en el continuo dilatar de los segundos; me hacían sentir una rémora removiendo toda aquella roña. Aunque bajo el riesgo de enloquecerme, sacaría todo de su envoltorio, de su territorio y calles y dependencias, pieza por pieza…
Hablando de penalidades, convulsión y dolor, me desperté de madrugada con un acceso de tos seca tremenda. La voz lejana de Sara me decía: «Para la tos, codeína; para la tos, codeína». Luego del cof, cof, cof, como no quería cronificar el problema, le hice caso. Pero como son celosos de los prospectos y sus marcas las farmacéuticas, me tomé tres cucharadas del jarabe del Dr. Limón.
En realidad, era una tos de un mareado en medio de un oleaje pero no por los raíles; era por puro impulso de la chispa mínima del cuerpo de acero. A estas alturas me tocaba relajar, pues la tensión iba en aumento, más allá de los choques, los desgastes, las erosiones: todos estaban allí expuestos en su propio eje. Era como si el tiempo no hubiera pasado sino soñado. Aunque estaba en posición cómoda, con los brazos extendidos detrás de la cabeza, exhibiendo la marca y la posición de la hora de la siesta, su reticencia era pasiva. Lo poco de fuerza que le quedaba, tal vez por el retraso del mecanismo oxidado de repente dejó de funcionar por unos segundos y, se le hizo un ovillo, luego se durmió.
VIII
Amanecía, y, con tanta soledad disimulada que, con la claridad, viéndola cómo se expandía lentamente su armadura plateada, daba giros esféricos que parecían eternos, como si le hubiera quitado el peso o apretado alguna pieza floja. Flotaba, se salía. Mientras tanto, me lo abrazaba con atención y cuidado, como a un tesoro, cuando ejercía una función precisa; aunque me producía una terrible impresión, cargaba poca esperanza, pero con encanto y larga sabiduría. Entretanto, bajo la tapa-paraguas cristalina, él rebatía con aleteo los segundos, una saetilla más. Lo hacía en otra frecuencia diferente: «Vive tu vida, di adiós cuando llegue la hora». Lo decía, quizá,porque el método utilizado lo había agotado sin dejar rastro de molde incorpóreo . Lo había convertido en un ser exclusivo y desigual.
Había sobrepasado el límite de los paralelos, líneas, planos…, incluso pensé: «Tu infinito soy yo»: de la nuca al tobillo, del antebrazo a la muñeca, y con el tatuaje que quedó después de miles de horas de uso. Estaba yo como una aguja loca que perdió la imanación en el plano del ecuador. Pero luego repensé: si elevo la hora a la potencia del tiempo marcado, el infinito se deshace en la vida cotidiana; es decir, todo se hace finito.
Entonces me sumergía en un mundo desconocido mientras David Martins soportaba con resignación la llegada de cada prototipo, cada método, cada técnica. En cuanto me adaptaba a las nuevas circunstancias, intentaba tanto regular como recuperar la firmeza del pulso después de la dosis analgésica más duradera. Pero ¿cómo estar cuerdo sin enfermar ni debilitar su reloj biológico? Y él, como todos, estuvo firme mientras arrojaba sus lanzas, jugaba sus bazas, exhibía sus corazas y tiritaba al recibir los soplos del viento en popa; o cuando estaba en brasas, o apagando incendios; o trémulo, como una flor que esperaba el secadero o el perfumista o el herborista o el terapeuta, dando los últimos suspiros. Pero quizás no sea así, porque él no es flor ni reloj, sino la singularidad en las ruedas del tiempo incorporada alrededor de sus pétalos de acero y de su fría y curtida piel de melocotón.
Mi única salvación era el huso horario. Pero como el horario no es poroso, en una larga historia de amor forjado a la flor de la piel, casi congelada, mi expectación era enorme. Daba rodeos hacia el mismo punto de partida (consciente o sin saberlo) por el temor del quemar de las horas y por el dolor de romper esa posición tardía, débil; sin saber cuál de ellas me haría sentir peor. Estaba en un laberinto. Siendo así, había que afinar el oído como un niño perdido en la jungla, como un animal rabioso que salta del pensamiento buscando lentamente la salida, como la muela del juicio al primer dolor. Quizá todo sea un cúmulo de cosas sin sentidos, pero para mis esquemas eran bosquejos temporales intrincados, amén del largo y aprensivo desvelo, diferentes de los ideales congelados, abandonados o reciclados por el estrepitoso fantasma del tiempo. Entonces fijé escalas como si nunca hubiera estado en zonas visitadas, con sus señales confusas, revertidas o borradas del mapa como esquinas por una pincelada.
Allí estaba yo, rescatando el pasado hasta del último pensamiento, pero no era el único rescate. Hacía un trabajo, casi de arqueólogo, paleontólogo, joyero o minero, hasta agarrotar los músculos. Luego, postrado en la silla, semidormido, algo me pinchó la cara y desperté. Y vi la necesidad impuesta que me impulsaba a penetrar en los rincones, en los filones, en sus poros, en sus venas, en sus hábitos, en sus batallas. David Martins tuvo que comer el pan que el diablo amasó en la trinchera. Tanto al abrir un túnel en la búsqueda de la claridad como para conseguir las provisiones diarias. Ahora soportaba el discurso de los que dicen: «Hay que hacer cinco refacciones al día.». Lo escuchaba todo con resignación. Agotador, decía. Como calmante, la inoperancia era mayúscula. Apenas le daba para dos: matar o morir. Sin embargo, en la locura de la soledad, pensaba: «el suicidio era como la herida; se cierra siempre en el punto más débil».
IX
En el fondo, todo era un simple filtro: la espuma transparente que había quedado del marcapasos, después de todos esos años. Todo estaba allí apiñado y resecado entre los entresijos. En cambio, pese a toda evidente resistencia, David Martins se retorcía con ruidos y aullidos de segundero en los movimientos marcados de rotación del tiempo de los que van por delante. Sin embargo, su actitud contrastaba bastante con el estado vulnerable de su cuerpo, aunque poética y lapidaria su alma se ha separado de su cuerpo. Ahora era una mera armadura.
Saber medir el tiempo no generaba lamentos ni posturas, sino que rompía la doblez de la joya, su armonía. Era inevitable, porque además no me abstraía del objetivo mayor del mundo de los dígitos, ni del pensamiento único, sino de su calibre. Aunque me despistaba tanto con lo dicho como con lo que había hecho…, entendía que, a medida que se desembotaba mi entendimiento, la única duda era si todos los ajustes que me exigían Sara le traerían beneficio.
El quid de la cuestión estaba entre sus entrañas golpeadas. Parecía una contradicción, pero al mirarlo a los ojos y ver su modo natural simple de actuar, emotivo, sentí confianza. ¿Serviría todo ese esfuerzo para proteger del depredador barato y atrevido y a mí de ayuda? No. Yendo al detalle, yo era un invasor, un ladrón vulgar revolviendo lugares secretos, sagrados. Por eso lo devolví al relicario. En su esfera solo reflejaba un deseo real, que le dejara marcar poéticamente las horas en paz. Nada más. Nadie vive al cien por cien, esté en la muñeca o fuera de ella; en descanso o en la faena; en la fase de recarga o de darle cuerda. Agregar valor más allá del deseo de moverse con fuerza, puntualidad y equilibrio era una pérdida de tiempo. Aunque a veces fuera por pura alegría, ese sentimiento nunca estuvo exento de sobresaltos, porque no era fácil ponerlo entre algodones.
X
Así, con la poca energía disponible, formulaba deseos, incluso cuando avanzaba veloz como el tiempo hacia el próximo minuto. Sí, extendía como uno que podía ser de la longitud y del peso de las horas marcadas. Pese al débil estado de la batería, no ralentizaba el tiempo sino que me obligaba a estirar la realidad como un elástico vivo. Ah, cuántas caídas, cuántas levantadas, cuántas veces nos sacudimos el polvo del tiempo, cuántas veces nos quitamos el barro hasta que un síncope vulgarizara su corazón como si fuera una máquina.
Un drible de la vida. Sí, el armado montaje lo deshizo en quejidos. Tal vez se confundía porque me encorvaba sobre su esfera corporal. En el fondo, David Martins, pensaba que rejuvenecía. Sin embargo, envejecía como todos en esta vida. Para esto somos diseñados.
Entonces empecé a adaptarme a las nuevas circunstancias. Se trataba apenas de controlarle en un ambiente que se volvió melancólico con el golpe de las horas. Entretanto lo imaginaba en el dulce tránsito hacia otros brazos. Miles. Millones. Billones. Me doblegaba desde la distancia cercana ante su distinción de elevada sencillez incorporada en su extraña forma de vida hasta confundirme por completo.
Pareció escuchar mis pensamientos e irrumpió teatral: «¿No sería mejor dejarme como estaba yo con toda mi carga, con mis brujuleos, intentando ajustes y limpiezas que ya no tiene sentido, solo para que me cuelgue de la muñeca torcida de quién traje al mundo?»
Pero no como una pieza de museo, murmuré sin disimulo. Él, sin embargo, dijo:
«Si quieres escucharme mejor, acércate más el oído: trato de marcar las horas como en una simple y accesible rigurosidad en la búsqueda de la medida del tiempo, no para eliminarlo ni perderlo sino para estar más cerca, siempre, sea en el aire, en el cielo, en la tierra, bajo el agua, bajo el fuego, inclusive hasta en sueños. Y, confieso, algunas veces me desvié de latitud y de longitud. Fue inevitable. En otras, he adquirido el oficio de vivir desde las uñas hasta las arrugas. Pero no te preocupes, en este momento brillo en ese lecho caliente como los colágenos; me protegen a diestro y siniestro como esmalte incoloro que me pones encima. Sí, cambiaré de rumbo. Intentaré florecer en libertad en otros brazos. Aunque no te prometo nada. A cierta edad, uno se desmadeja. Además todo aumenta de volumen y de proporción. Lo que ves por delante y reflejado es como fantasmas que se acercan vestidos de madera o de plata u oro, inclusive en porcelana. Algunos con la nariz grande, otros con los pies pequeños, varios en la orfandad, muchos olvidados, pocos en el altar, demasiados sacrificados, incontables los desaparecidos».
Bueno, hasta la vista, pues, dije.
XI
David Martins no paraba de dar giroscópicos giros, como si estuviera yendo hacia la estación del Norte. La dirección de su eje controlada por el contar de las horas: la hora de la compra; la hora de la comida; la hora del partido; hora de ocuparse del juego limpio, adulto; hora de yacer. En fin, todo resonaba como el destello del cuarzo salido del fondo del túnel del tiempo. Con sus manecillas, se movía entre el mundo y el pensamiento, mientras exigía atención como las agujas del engranaje vial, exigido por la dinámica de regia puntualidad. Poseída diferencia, usaba para calcular a sus anchas sus rumbos, distancias y horas, quizás por la cantidad de hechos, trivialidades y motivos indicados, exigidos. Así, en el fragor de esa onda infinita del viaje, una voz de ultratumba superó los sonidos del anochecer: «Muévete, tonto, a renacer en otra mano», y hasta el alba se manifestó, exhortó, emplazó, dispuso, instó, ordenó: «Y no en el dolor ni en el sufrimiento, sino en la prosperidad, en la pureza y en la generosidad».
Entonces, pensé, ¿cómo pararle en las estaciones, cuando se acercaba haciendo temblar las patas de la mesa, el sostén de las líneas del corazón o los cimientos de la fe? ¿Cómo no entender la asiduidad sino por su vigor incombustible? ¿Cómo dejarlo sin posibilidades de seguir desplazándose a su ritmo mientras tanto?
XII
Sara llegó del largo viaje, como una dama da noche. Me husmeó con ojos de lupa rayada usada la noche de anteayer mientras se tendía en el sofá. Para mí Daniel Martins estaba listo para relucir con razón las vueltas alrededor del desfase horario, pues podía ignorar cualquier sonido, pero no mi silencio.
Toma, póntelo y disfrútalo.
Me miró como la luna nova cansada. Su mirada se desvió de inmediato hacia la ennegrecida y arrugada servilleta blanca.
No está limpia que digamos.
Era difícil saber qué operación intelectual o de los sentidos cumplía el desvío de su mirada analítica.
Limpio se necesita solamente para estar en la vertical, de pies a cabeza y puntual con los deberes. Lo demás se resuelve en la horizontal, dije.
Déjalo, dijo con olfato y cansancio.
Hasta el próximo verano no será necesario limpieza, susurré con un tictac acelerado.
Él nunca ha olido mal, ¿sabías?
En lugar de contestarla como un relojero, durante esos quince días, me mantuve fiel a mi memoria mientras contaba los segundos. No lo hice sobre un adorno funerario en una zona de recreo, sino que cada vez más lo veía como un secreto frágil, como un ritual de pasaje en un relato que mide un lapso de tiempo muerto.
¿Muerto?
Sí, imaginario pero eterno; ahora estará casi perfecto. ¿Lo crees tú?
¿Con batería?
¿Quiénes la necesitan?
Sara apenas escuchó.
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