Relato corto: Y no me esperaba nadie

Relato corto: Y no me esperaba nadie

Por Gilmar Simões*

Crucé el umbral del calabozo con aplomo cinematográfico. Sí, lo crucé solemne y conmovido cuando el sargento interrumpió mi cuenta atrás. Tres, dos, uno… Si hubiera querido contar hacia delante, habría sido un error enorme. Su aparición evitó que añadiera más dramatismo a mi salida. Al final el cero no aportaba nada, ya que traía la mala noticia: debía esperar cuatro días más para ser liberado. De acuerdo con el plazo previsto, avancé paulatinamente por el pasillo sombrío con mis únicos bienes en la mochila: el certificado de ex recluta, un cepillo de dientes, una muda raída, un par de libros y los cuadernos escritos en la estancia carcelaria. De pronto el bloque de músculos rígidos añadió, marcial:

Hagamos las cosas bien. A ver si terminamos los estudios. Seis meses no son nada. Y cuidado, con quién andamos…

Los puntos suspensivos parecían más de fantasía que su forma de hablar, donde descansaba toda su plural sandez. Si tuviera sentido ese discurso, mi cuerpo sería, por falta de un agudo sentido de la percepción, según su punto de vista, la causa donde toda perspectiva proyectada se distorsionaba y se difuminaba. Pero al final, a veces, uno necesita una tregua en la vida para respirar y soñar. Acababa de cumplir condena en el Centro de Prácticas Interdisciplinares del Ejército de Norteña (CEPRAIDEN). Al final, era un hombre libre. ¿Libre? ¿Se puede ser libre si no sabes adónde ir ni por dónde empezar? Ante el subidón, pensé: «He vivido aislado del mundo exterior durante casi dos años». En concreto, veintitrés meses desde aquel viernes por la mañana cuando me metieron en el furgón.

Era la mañana del viernes, trece de mayo, cumplía veintiún años. Delante del edificio no me esperaba nadie. ¡Nadie! Solo me acompañaba mi sombra que se proyectaba tímidamente bajo el soportal. ¡Qué familia, qué amistades tenía yo! Desde el día en el que entré en la cárcel, sin estar preparado para un castigo innecesario, nadie vino a visitarme. No recibí ninguna carta, ni del abuelo que tanto me quería. Ninguna palabra de apoyo. Así que tampoco esperaba cohetes de despedida. No había nada que celebrar. La estancia allí no me había aportado nada, menos la sanción. Todo el aprendizaje de la justicia punitiva es estéril; poco provecho se hace si por ventura se obtiene algo. En ese momento mi imaginación se alimentaba a base de especular sobre el futuro y eso era el único espejo al que miraba.

Recuerdo que antes de salir de mi primer permiso, observaba la llegada de los verdugos con sus botas brillantes y sus trajes recién planchados. Pasar revista. ¡Firmes! El sol se escondía tras unas nubes negras y cremosas de aspecto temporal cuando el sargento se detuvo delante de mí. Me miró de arriba abajo y me ordenó que fuera a la oficina. Luego, cuando entré estaba sentado en el sillón envuelto en un humo denso de un puro. Sus botas necesitaban «un limpiado», dijo.
—No soy limpiabotas, sargento. ¡Soy zapatero! Dije, con los ojos mirando sus botas y a punto de añadir un exabrupto. Pero él pareció no reparar en la ironía, pensé, y reaccionó con aquellos carrillos trémulos, mirándome mosqueado. Su bigote se movía de un lado a otro como la suela de sus desgastadas botas. Luego, con aires de superioridad, ironizó.
—Así que zapatero, ¿eh? soldado.
—Sí, sargento. Y añadí: Trabajé en la zapatería de mi abuelo hasta que me empujaron por ese portón, ¡señor!

Alisó los bigotes con el pulgar desde el centro hacia un lado y luego repitió hacia el otro. Medí su gesto viendo que mi atrevimiento no alcanzaba el tamaño de su bigote. De repente tuve la impresión de que se lanzaría contra mí a patadas. Sin embargo, estiró las piernas sobre la mesa y señaló las puntas desgastadas de las botas con el dedo.
—¿Usted, qué estudia soldá-raso?
—Periodismo.
—Ah, pues aquí será más zapatero que periodista. Hizo un amago de risa: «No me tire dardos falsos, no me gusta el doble juego». De cierta forma quería imponer su autoridad. Lo hizo cuando le estalló una risa estruendosa, tan alta que tembló los cristales del armario e incluso la colección de armas antiguas. Después dio un largo trago de la cantimplora, me dijo que, por lo visto, yo no quería alargar mi estancia allí. Esta vez sí, sonrió con ironía. Y, en un acto de ligero gruñido, añadió: «A no ser que prefiera conmutar con el calabozo» Tragué saliva. Días después, por no volver a la hora estipulada, pasé un mes incomunicado en un sórdido calabozo. Me trataron como a un delincuente peligroso. Y el día que volví veinticuatro horas después, por estar borracho en una noche de carnaval, me declararon desertor.

Miré mi reloj automático: marcaba las siete y treinta y cinco, mientras el electrónico de la plaza marcaba las siete y treinta y tres cuando pisé la calle. Me detuve un rato y, aprovechando esos dos imprecisos minutos, miré hacia atrás y no vi el edificio barroco convertido en centro penitenciario, medio en ruinas –quizá resultado de algún temblor– sino el retrovisor del tiempo de la madrugada en el que la policía me metió en el furgón. Al volverme, lo que vi fue el antiguo cañón sobre las dos ruedas pintadas por las cagadas de palomas, apuntando con su orín y moho a una ciudad, para mí, inexistente. Ahora tenía un pie fuera, pero otro había quedado dentro.

Recuerdo que en la cárcel me crucificaban a cada paso que daba y, a la vez, me sentía libre de la fe ciega, del discurso homogéneo y autoritario, blindado y normalizado. ¿Acaso había nacido demasiado tarde para entender esos preceptos obsoletos o era yo demasiado joven para aprender de los «nuevos» cambios impuestos?

Cuando salí de allí, me sentí mal; me percibía como una persona que no creía en el ordenamiento jurídico, que no confiaba en el sistema legal militar y que, en lugar de reconocerlo como un sistema fiable, solo lo veía como un sistema que me imponía sus límites como sujeto y no como objeto. Así que la calma tensa volvió pronto cuando divisé a los pocos caminantes y al escaso tráfico. Pero lejos, retumbaban los bramidos de una multitud enfurecida. Un alud de gente avanzaba rápido, compacta y ruidosa por las calles aledañas. No anunciaba la primavera, sino el estallido de una batalla cercana. Lo que fuera chocaría de frente contra el orden y la lógica de la ley del muro. ¿El peligro era inminente y se avecinaba por un error de cálculo o del azar? Pero estaba seguro de que no era un semillero pacificador, sino la avalancha que no solo me sepultaría a mí, sino también todos mis sueños. Aunque, como dice Nabokov, «el sueño es la fraternidad más imbécil del ser humano, la que más derechos reclama y la que exige rituales más ordinarios», para mí también era el límite de mis obsesiones y el filtro de mis pensamientos más habituales.

Pero nunca los comprendí, ni los designios de esa encrucijada que sirvieron para arremeter contra mi cuerpo lucio. En realidad, ahora me imaginaba en una terraza tomando un chocolate con una magdalena, lejos de la irrealidad vivida en la cárcel, cuando, de pronto, oí el restallar de las botas de los soldados en su entrenamiento matinal yendo hacia el parque enfrente del cuartel, bajo las órdenes del sargento.

En el mundo que dejaba atrás, la apariencia muchas veces amenazaba con convertir la frontera entre la cárcel y la calle en una realidad tan cruda como sutil. Nunca pensé que los protocolos externos fueran diferentes de los estrictos internos pero, sin embargo, me devané los sesos, cuando planteé el futuro en cómo y qué haría con mi peregrinaje por los caminos, con los errores, giros, misterios, encrucijadas e incertidumbres. Pensando así, casi floté en el aire, cuando perdía la noción del tiempo como un entusiasta de los efectos especiales que por momentos gravitaba alrededor mío. Pero pronto tuve que quemar las naves y regresar a la inseguridad terrestre, pues cuando giré despacio el cuello y miré por última vez la cruz del emblema patrio incrustado en aquella remodelada portada de la arquitectura barroca.

Di algunos pasos adelante, excitado por todo lo que veía alrededor; traté de relajarme, pero me sentía pesado. Luego pude reducir el estrés musculoesquelético: me despedí del olor fétido y de la presencia sombría del centinela, que enraizaba la creencia armada, adornada por dos guardias tiesos coronados con sus cascos de metal. En unos segundos de calma, vi el reflejo de mi cabeza rapada, de mi ceño fruncido y de mis rasgados ojos negros. Pero, por encima de mi cabeza, uno de ellos susurró: «¡Adiós, pecador!» Y sonrió desde la tarima con toda su rigidez vigilante. Le pregunté si le gustaban los defectos de un prófugo, o si acaso pecar era más importante que desertar del mandamiento castrense, imperativo legal.
«Tranquilo, Trece. No es para ofenderse. Perdón, eh», dijo, y enseguida añadió con toda hipocresía: «Vete en paz, Ludia. No querrás volver a las maniobras de adiestramiento». Cerré los párpados, respiré hondo y puse cara de perro rabioso.
—¡Que te den por culo el cañón del fusil de tu colega hasta la culata junto con todas las maniobras!
Cerré los ojos y los masajeé como si así borrara de un plumazo los dolores físicos por los excesos castrenses. Cuando los abrí, me encontré en pleno centro de una plaza donde la estatua de un héroe apuntaba al cielo con su afilado dedo autoritario. Me alejé pensando que, si tuviera una pistola, no le golpearía sino que le destrozaría la cabeza con un balazo. Pero los ladridos del sargento me devolvieron a la realidad. Mientras tanto, escuchaba el estallido de rabia y el caos que empezaba a ganar volumen, trataba de deshacerme de los agravios contenidos.

Allí iba yo, caminaba cargado de tristeza y rabia, solo, mirando los adoquines en eses y escuchando los chirridos de los frenos de los coches. Casi me sentía como un zorro solitario al borde de la desaparición. Extraños especímenes vagando por la más que probable vía de la extinción. Me desvié por una estrecha calle transversal, una cámara vigilaba los pasos de los peatones. Quería evitar el remolino vigilante y destructor, así que doblé la esquina, un eslogan en una tienda llamó mi atención: «Negocio es amortización, no vencimiento». Avancé por la perpendicular y divisé otro lema: «Vender lotería con un millón en premios, no con millones de errores». En la avenida principal, unos señores paseaban con carteles emparedados gritando: «Compro oro, compro oro».

En dos años, ¡cuántos cambios!, ¡cuántas cámaras de vigilancia! De pronto, desembocó un grupo de exaltados jóvenes que caminaban con barras de hierro y adoquines, palos, maderos, rompiendo con todo lo que encontraban por delante: puertas, ventanas, persianas metálicas y escaparates, sin importarles las cámaras de vigilancia. Los seguí casi por ósmosis entre el estrépito de las piedras en los cristales, las ramas de los árboles recién rotas y los contenedores quemados. Además de romper todo el mobiliario urbano, los cristales y los maniquíes saltaban por los aires. Luego, con el ruido de las sirenas de los coches de policía, una parte de la barahúnda se dispersó por las calles laterales y diagonales.

Lo habitual en ese país, tan imaginario como desconocido, tan inventado como sin control, tan patriota como sin futuro, es deshacerse de ti a medida que te vigila y te castiga. Luego, te lanzan a la calle como si te lanzaran como un tronco verde a la hoguera. Que te transforme en ceniza o en tizón no es su dilema. Quizá tampoco sea para tirarte bajo el primer coche.

No pensaba ajustar cuentas con nadie, ni siquiera con un ser poderoso y omnipresente como los poderes del Estado; no era mi cometido. Era evidente que el encarcelamiento había despertado en mí una rabia hasta entonces desconocida pero no sabía cómo iba a reaccionar si no la controlaba. Tampoco sabía si estaba a punto de caer en una nueva trampa o redada, si me iba a resbalar por un territorio en llamas o si me iba a sumergir en una espiral rápida y circular de violencia, con más significado y cariz que la conjura institucional. La incertidumbre de ese estado de pánico, luego me hizo temblar pues temía pagar otra vez con la prisión sin derecho a apelación. Todo era posible en ese país. Lo peor era no tener un norte. El riesgo que sufría en libertad era inescrutable.

De repente, un adoquín voló sobre mi cabeza y rompió el escaparate del gran almacén que tenía enfrente. Mientras se multiplicaban los alaridos de triunfo, los manifestantes cargaban zapatillas, ropas, aparatos de telefonía, música, portátiles, televisiones… Los fragmentos de los cristales aún flotaban cuando una fuerza extraordinaria me atrajo hacia el interior. Pasé de la sección de moda y aparatos electrónicos y me adentré en una llena de utensilios de caza y pesca. Parecían juguetes. Y ya que estaba, cogí una pistola semiautomática (y una caja de cartuchos, por si acaso, aunque lo que a mí importaba era el arma). —Será de juguete —pensé para mis adentros, por quizá demasiado asequible. Sin embargo, lo más increíble fue que, al sostenerla, pesaba como un arma de verdad. Aunque no era experto en armas, su forma ergonómica facilitaba el agarre, era cómoda. Pero el tumulto dificultaba verificar su autenticidad. Si es de fuego, de aire comprimido o de fogueo, ahora poco importa, pensé.

Mientras rememoraba las armas de juguete que había hecho de joven, un tipo en chándal lleno de collares y anillos de oro insinuó que me comportaba como un niño que acaba de ganar un juguete nuevo. Él cogió un par de pistolas, entonces le dije: «¿Y tú qué? A hacer el agosto, ¿no?» Se rió; mientras tanto cogía cartuchos y más cartuchos; yo, sin desestimarlos, cogí también una navaja tipo Suiza, una cizalla, un alicate, prismáticos, una linterna y un guante. Para qué no lo sabía. Metí la pistola y una libreta en los bolsillos anchos de los pantalones verdes oliva y lo demás en una mochila junto a mis pertenencias y salí a toda prisa. Aunque era un alivio inmediato, no lograba escapar de la revuelta.

Al final, conseguí escapar del alboroto. Deambulé, deambulé y deambulé, hasta encontrarme en un barrio lleno de casas con jardines. Deambulaba con cautela y paciencia por el barrio de La Reina. Había leído que era valorado tanto por ladrones de poca monta y mendigos como por la clase media en ascenso. En muchas casas, un ojo de centinela jugaba con la idea: «No estamos aquí, pero te vigilamos». Y yo, como animal paciente y lento, averiguaba las posibilidades… Sobrevivir al fin y al cabo. Mientras tanto, miraba el cielo otoñal y las hojas amarillas de los jacarandás que caían despacio de sus ramas. Las hojas caían como tenues sombras amarilleadas difuminadas por la corrección del tiempo lumínico del pobre alumbrado público. Apenas caían por su propio peso, si no fuera por la brisa súbita del noreste. Pese al viento que agitaba las ramas de los árboles, la luminosidad, aunque deficiente, me perseguía a la vez que ocultaba las sombras de mi cuerpo «recluta». Divagaba tanto que ni me di cuenta de que había entrado en una callejón privatizado con acceso controlado por una garita y guardián; al fondo de la avenida principal se veía pasar coches a toda velocidad.

En el barrio, las casas, aparte de estar protegidas por cercas electrificadas con alambre de púas, alarmas y focos sensibles e inteligentes, las calles tenían badenes y reductores de velocidad en cada esquina que dificultaban, si no impedían, la huida apresurada. Pero, sin ningún atisbo de duda, eran los mejores cómplices para evitar a los malhechores. Sin contar con los perros rabiosos, los vigilantes encerrados en casillas o paseando armados de porras, pistolas y linternas, aunque en su letargo protegían menos que los túmulos en el asfalto.

Traté de seguir caminando con tranquilidad, postiza, claro, pero a la vuelta de la esquina me interpeló un vigilante con su bigote frondoso de herradura. Me pidió que me identificara. Dudé si debiera hacerlo o no, pues era ilegal, más de un transeúnte. Al acercarme, la onda expansiva del alcohol me sacudió mientras él mantenía la mano en la pistolera. Por tanto, pensé que mejor no evitar problemas, pues significaría darle un pretexto para activar algún tipo de alarma. Para actuar de modo contrario, habría que dispararle a quemarropa. ¿Qué me quedaría después del acto si solo quedaran remordimiento, recuerdo y olvido? Luego, a medida que la memoria se desinflaba y el propósito mortífero se desvaneció, recobré la claridad y el dictamen se esfumó con idéntica rapidez.

Al ver al vigilante, que estaba nervioso y agitado, le hice el saludo marcial y le dije:
—Buenas noches, agente.
Las divagaciones pululaban por mis pensamientos tanto como los deseos de salir de allí pronto. Mi alma era débil y quebradiza, y no estaba adiestrada. ¿Acaso me consolaría apegarme a esa superficialidad abrasadora como participante en una odisea matadora, como en un arte de la fuga o en un rechazo imaginario alucinante? ¿Me faltaba creer en el poder de imposición de las armas? Pensaba que las armas nunca proporcionan una solución objetiva, pero mientras sentía crecer la sensación de remordimiento por tenerla. ¿Es una ventaja tener un arma al alcance de la mano? ¿Es una ventaja tener un aparato hecho para matar? ¿Qué se pierde, qué se gana? ¿El ingenio se debilita o se agudiza o solo infla la fantasía? Así especulaba con la «memoria, fantasía e ingenio», pero necesitaba conferir cierto orden mental para aclarar la «duda», y no tenía claro cuál era mi conducta: ¿defensa o atrevimiento? De todos modos, este no era ni el principio ni el fin del viaje.

El vigilante se relajó un poco y entonces le enseñé mi credencial. La olió y, tal vez por respeto o solidaridad con el «cuerpo» que soñaba y no tenía, me dijo:
—Siga su camino, soldado.
Caminé y caminé por las calles sin rumbo fijo. De repente, desde la casa número 4, escuché el ruido del motor de un coche. En ese momento, salió del patio un todoterreno conducido por una mujer joven. Miró a la izquierda y a la derecha para cerciorarse de que la vía estaba libre y aceleró. El motor rugió de forma extravagante y, de forma brusca, las llantas se pusieron en marcha haciendo un innecesario ruido en el asfalto. Se marchó a toda prisa. Recuperé pronto mi propósito cuando vi que el ojo vigilante, casi moribundo, deja de parpadear. Planificación mínima. Rentabilidad máxima. Ese era mi propósito, que se consolidó cuando el patio oscuro, el garaje abierto y la luz roja de la alarma apagada me invitaron a entrar.

Me consolaba pensando que «quien no tienta, no alcanza». Aprovechando que la luna se escondía tras una nube, me puse los malditos guantes y probé a levantar el portón. Pesaba poco. ¡Vaya!, sin candado. Así que lo empujé hacia un lado; se movió como un velero en aguas tranquilas. Me escondí en el jardín arbolado como en una cala, a la espera de alguna señal de vida humana detrás de la diáfana cortina blanca del salón iluminado con luz tenue. El corazón me latía acelerado, pero procuraba no alterarme controlando la respiración. Diez minutos después, la mujer regresó a casa. No sabía qué hacer en esa nueva situación y eso me inquietaba. Me preguntaba si debía esconderme detrás de un árbol o salir corriendo. Tras un suspiro largo y profundo, escuché cómo se abría la puerta. La mujer salió con un traje de noche y se fue sin activar la alarma.

Entré en la casa por la puerta de atrás. La cizalla fue providencial. Luego me moví pegado a la pared hasta el pasillo. La cama del dormitorio principal estaba hecha. Las cortinas de par en par. Solo se oía a una araña solitaria paseando sobre la almohada como testigo. En el estudio, vacié una mochila de viaje mientras la llenaba con el portátil, la cámara de fotos, el reloj, etc. De repente, oí vibrar un móvil en el cuarto de al lado. Entré despacio, en la penumbra, y vi un cuerpo acurrucado entre las sábanas que respiraba con placidez. Por torpeza o temor, apreté una tecla desafortunada del móvil rosa y los destellos iluminaron la habitación:
«¡Feliz cumpleaños, bonita!». Volveré mañana, desayunaremos juntos. Llevo un disco inédito de Elena de Trolla. Besicos. Papito lindo.
Confieso que la nota me llegó al corazón, pues me acordé de mi undécimo cumpleaños. Eché una mirada adolescente a la niña, mientras ella, con la respiración entrecortada, emitía largos soplidos de inocencia. Los suspiros inocentes de la niña no me reconfortaron. Le quité el móvil antes de enseñarle las manos para pedirle disculpas. Era lo máximo que podía hacer. De repente el móvil parpadeó de nuevo como una llama consumida por el viento. Lo tapé con la mano. Salí de puntillas. Dejé el reino de los sueños para entrar en una realidad inesperada cuando crucé el umbral de la puerta rota, exaltado y circunspecto.

* Gilmar Simões. Hispano-brasileño, sociólogo. Ha trabajado como fotógrafo en Iberoamérica. Ha vivido en Guatemala, Perú, Namibia y Guinea Ecuatorial. Ha publicado relatos en Minotauro, Antología de Relatos Breves – Latin Heritage Foundation, Washington, EUA, 2011; Narrativas, Revista digital; Revista Almiar (Margen Cero), LoQueSomos, República de las Letras y Letralia. Además de reseñas en Letralia y Almiar.
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