Roger Waters en Lisboa: una ópera rock en dos actos

Roger Waters en Lisboa: una ópera rock en dos actos

Por Lia Pereira y Rita Carmo*.

Con política, pero también calor humano

Esperado con expectación, el primer concierto de la gira europea de Roger Waters resultó ser un espectáculo muy elaborado (e impecable) desde el punto de vista audiovisual. Los mensajes políticos también abundaron, pero se centraron en la pantalla, en una noche en la que, como quiso revelar el músico de 79 años, estuvo presente su mujer

Nota original: Roger Waters em Lisboa – uma ópera rock em dois atos, com política mas também calor humano

En la primera fecha de la gira “This Is Not a Drill” en Europa, Roger Waters trajo a Portugal un espectáculo imponente y opulento, en el que el aparato de producción audiovisual consigue el milagro de no eclipsar la música. Sobre el escenario, con ocho músicos, el hombre de Pink Floyd ofrece un concierto dividido en dos partes, con un intervalo en medio, y un fuerte componente conceptual y -para sorpresa de nadie- político. Ante un Altice Arena de Lisboa a rebosar, en la primera de las dos noches con entradas agotadas en esa sala, el veterano inglés criticó a varios líderes mundiales, pero acabó utilizando preferentemente las pantallas (realmente) gigantes para hacer llegar su mensaje. Cuando se sentó por primera vez al piano para interpretar la canción que compuso durante su encierro, “The Bar”, explicó la importancia de un lugar “seguro” como ése -un bar, o un café- donde poder reunirse “con amigos o desconocidos” y hablar: “Lo más importante es hablar”, argumentó. “Sobre Ucrania, pero también sobre otras cosas”, añadió, con cierta vaguedad. Seguramente conocedor de las posiciones de Roger Waters sobre la invasión de ese país, el público vaciló en su reacción, y los dos o tres segundos que siguieron habrán sido lo más parecido al silencio que se vivió en el Altice Arena en esta noche de viernes. En este bar imaginario, sin embargo, nuestro anfitrión acabó por no desarrollar el tema, y sólo volvió a mencionarlo cerca del final, antes de tocar la última canción del último álbum que grabó con Pink Floyd: incluida en “The Final Cut”, ‘de 1983, ‘Two Suns in the Sunset’ se inspiraba, en aquel momento, en la amenaza nuclear. “Nunca hemos vivido una época tan peligrosa”, dice ahora, atribuyendo el alarmismo a “América, Rusia, Ucrania y toda esa mierda” (y preguntando al público si Portugal forma parte de la OTAN).

La advertencia, a decir verdad, se da nada más comenzar el espectáculo (que empezó media hora más tarde de lo previsto, a las 21.30). “Si eres de los que aman a Pink Floyd pero no soportan las opiniones políticas de Roger, puedes irte al pub”, se oye segundos antes de que el Altice Arena se sumerja en el verde mortecino de una ciudad destruida, un escenario casi apocalíptico proyectado en la enorme pantalla que, durante la apertura con una versión deslizante de ‘Comfortably Numb’, divide el escenario en cuatro. Cada “punto cardinal” de la sala tiene así derecho a ver sólo una parte de la banda, hasta que, con el primer avistamiento del famoso cerdo volador, la pantalla también despega, dejando ver todo el escenario (y los músicos), bajo el amenazador sonido de un helicóptero. El realismo de todos estos estímulos es tal que, a nuestro lado, algunas personas miran por encima del hombro para comprobar si, en efecto, no se está produciendo una ofensiva. Pero la ofensiva es de otra naturaleza y aparece en escena ligeramente, en forma de un esbelto septuagenario vestido de negro. En el público hay éxtasis, brazos en alto y una bandera palestina (una de las causas abrazadas por Waters) en primera fila; en el escenario, el hombre de la noche pasa revista a las tropas, o a los fans, y casi esboza unos pasos de baile al son de ‘Another Brick in the Wall’. Es la historia del rock desplegada en directo y en (muchos) colores, con vitalidad y voluntad, por parte de un artista que nunca ha sido apolítico. Y, a juzgar por la reacción de la gran masa humana que rodea el escenario de 360º, a nadie parecen importarle ya las declaraciones ni las posiciones políticas.

Pero Roger Waters no está para cantar canciones de amor -aunque, al final de la velada, dedicó la repetición de ‘The Bar’ a su hermano mayor, fallecido a principios de año, y a su mujer, Kamila Chavis, que vino a Lisboa-. En ‘The Powers That Be’, muestra imágenes de la brutalidad policial; en ‘The Bravery of Being Out of Range’, recorre a los presidentes estadounidenses, desde Ronald Reagan a Joe Biden, pasando por Bill Clinton o Barack Obama, con la etiqueta de “criminales de guerra” y una descripción resumida, en la pantalla, de las muertes que cada uno de ellos causó.

Esta noche hay al menos dos Roger Waters sobre el escenario: el atlético y vivaracho, que con su bajo y su voz se dirige a los fans y parece invitarles a participar en el espectáculo, y el que, mostrando ya la fragilidad de la edad, se sienta al piano para cantar ‘The Bar’, mientras bebe mezcal, una bebida mexicana, por el cuello de la botella. En esos momentos al piano, su voz suena más rota, recordando a la de Bob Dylan (de quien, curiosamente, al final del concierto, confiesa haber robado algunas palabras de la letra de ‘Sad Eyed Lady of the Lowlands’, de “Blonde on Blonde”). Es en esta primera visita a ‘The Bar’, tema en el que rinde homenaje a las mujeres indígenas de Standing Rock, cuando Roger Waters se equivoca en una entrada y detiene la canción para explicar el error que, de otro modo, seguramente habría pasado desapercibido. “Es el primer concierto de la gira europea”, justifica.

En la segunda parte, a las ovejas se unirá el ilustre cerdo hinchable, que flotará por la sala, permitiendo a todos los espectadores leer el mensaje impreso en su lomo: “que se jodan los pobres”. Sobre el escenario, vestido con uniforme militar, Roger Waters no se anda con chiquitas: en “In the Flesh”, simula disparar una ametralladora contra la multitud; en “Run Like Hell”, la película es de terror y muy real, cuando la pantalla muestra el vídeo de dos reporteros gráficos de Reuters tiroteados por las fuerzas estadounidenses en Bagdad (Irak) en 2007, un crimen denunciado por los “valientes” Chelsea Manning y Julian Assange, cuya liberación se pide a continuación.

Los retos continúan en ‘Déjà Vu’, en la que se despacha a gusto con el Tribunal Supremo de Estados Unidos, el patriarcado, los drones y la ocupación israelí de Palestina, defendiendo por otro lado los derechos de los refugiados, las mujeres o las personas trans, los derechos humanos, en definitiva, una conclusión aplaudida con fervor por el público que, a juzgar por los escasos viajes a la barra, no se inmuta ante las lecciones de su héroe. Hacia el final, Jonathan Wilson -uno de los miembros de la banda de Roger Waters, también conocido por ser el productor de Angel Olsen o Father John Misty y dueño de una excelente carrera en solitario- toma el mando y, además de la guitarra, pone su voz a ‘Money’ (respaldado por las cantantes Amanda Belair y Shanay Johnson) y ‘Us and Them’. En ambas canciones, otro de los músicos más aplaudidos de la noche, Seamus Blake, brilló al saxofón.

Asegurando que quería a todos los presentes y que le encantaba tocar en Lisboa, Roger Waters tardó mucho en despedirse – señal, probablemente, de que realmente disfrutó de esas dos horas junto al Tajo. A su regreso a “The Bar”, se rodeó de su banda -además de los ya mencionados, Jon Carin y Robert Walker a las teclas, Dave Kilminster a las guitarras, Gus Seyffert a la guitarra y el bajo y Joey Waronker a la batería- para brindar con mezcal alrededor del piano y contar algunas historias más. Fue aquí cuando dio las gracias a Dylan, habló de su hermano mayor, desaparecido este año, o reveló que Kamila, su mujer, estaba en el concierto de esta noche. “No siempre viene, pero esta noche está aquí”, dijo, ganándose un cariñoso aplauso del público. En blanco y negro, una foto de su familia cuando Waters era un bebé trajo de vuelta el espíritu de su padre, muerto en la II Guerra Mundial e inspiración recurrente de su obra. Fue así, con su familia de sangre en el corazón y la musical, su banda, alrededor del piano, como Roger Waters puso punto y final -sin bises- a su ópera rock, un espectáculo muy pensado, orquestado y montado al segundo, pero con espacio para momentos de espontaneidad e incluso, como demostró en esta tierna despedida, para algo de calor humano.

– Fotografías de Rita Carmo
* Nota original: Roger Waters em Lisboa – uma ópera rock em dois atos, com política mas também calor humano

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