Un cataclismo mayor

Un cataclismo mayor

Juan Gabalaui*. LQS. Marzo 2021

El escenario pesimista en el que nos encontramos, donde destacan las acciones performativas y la retórica buenista y concienciada, nos acerca más a la idea del colapso

El otro día leí que un 50% de la población africana no vivirá en el continente africano a mediados del siglo XXI. Si nos atenemos a la población actual estaríamos hablando de que 608 millones de personas huirán de sus países por los efectos del cambio climático, las guerras y la extracción violenta de los recursos naturales y fuentes de riqueza por parte de los países ricos. Esta proyección convierte los planteamientos de la ultraderecha sobre la inmigración en pura ficción política porque no habrá ninguna posibilidad de frenar este movimiento masivo. No habrá muro que lo pare ni fronteras ni policías violentos. Ojalá pudiera minimizarse el cambio climático pero, en las últimas décadas, hemos sido testigos de declaraciones, planes de actuación y grandes cumbres climáticas que no tienen apenas ninguna repercusión práctica. Ojalá países como China, Rusia, Estados Unidos o la Unión Europea dejaran de mostrar comportamientos depredadores ante los recursos naturales de los países africanos. Ojalá, pero nada de esto va a suceder. Tenemos que situarnos en el escenario más pesimista. Nada indica que se puedan producir cambios dirigidos a ralentizar el cambio climático ni se discierne ningún sistema diferente al capitalista. No solo es un problema de voluntad política. Los países ricos no van a renunciar a la riqueza que acumulan para mantener los privilegios de la élite económica.

El gobierno español declaró el estado de emergencia climática en enero del 2020. Poco más de un mes después se declaró el estado de alarma por la pandemia de la COVID-19. Parece que son dos hechos independientes pero en un informe de la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), vinculada a Naciones Unidas, se afirma que las mismas actividades humanas que impulsan el cambio climático y la pérdida de biodiversidad también generan riesgos de pandemia a través de sus impactos en nuestro medio ambiente. Estas actividades humanas tienen que ver con la deforestación, la agricultura intensiva y el comercio, la producción y el consumo insostenibles. Es decir, aquellas actividades que forman parte esencial del funcionamiento del sistema capitalista. La iniciativa de un gobierno, con la declaración de emergencia climática, es solo una acción de carácter político sin ninguna aplicación práctica. Se pueden aprobar planes de acción, medidas urgentes o leyes de cambio climático, bien pensadas y razonadas, ambiciosas y comprometidas que, sin una transformación del sistema económico y la superación del capitalismo, solo sirven para hacer ruedas de prensa, organizar cumbres y darse la mano entre los firmantes de los acuerdos. Sonríe cuando te saquen la foto. Si confiáramos en que la sociedad puede cambiar esto, estaríamos hablando de una revolución. Pero solo hay que mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de la fantasía que esto supone.

La revolución ni está ni se la espera, y en el caso de que sucediera nada garantiza la orientación de dicha revolución. El escenario pesimista en el que nos encontramos, donde destacan las acciones performativas y la retórica buenista y concienciada, nos acerca más a la idea del colapso. La incoherencia entre lo que decimos y lo que hacemos nos sitúa en el camino hacia un precipicio, un dejarnos llevar en el mundo occidental hacía una caída irreversible. La conciencia sobre la existencia del cambio climático y la necesidad de tomar medidas urgentes es mayoritaria. Esta conciencia convive con el consumo desenfrenado, uso de las nuevas tecnologías y de automóviles contaminantes sin apariencia de contradicción. Probablemente porque no establecemos una relación directa entre nuestro modo de vida occidental y el agotamiento de los recursos naturales. Esto nos lleva a tener un discurso de lucha contra la contaminación mientras conducimos un automóvil o criticamos la esquilmación de los recursos naturales de los países africanos mientras cambiamos de móvil de forma frecuente. La disonancia cognitiva que nos provoca se resuelve mediante una autojustificación que nos permita seguir con nuestro estilo de vida. Más allá del juego psicológico que nos permite salir indemnes e inocentes, la incongruencia en la que vivimos nos coloca al borde del precipicio. Formamos parte de lo que criticamos de forma automática.

La vida occidental descansa sobre la pauperización de otros países y de la misma manera que nuestra sociedad no quiere renunciar a sus privilegios, las élites económicas tampoco. Si no somos capaces de renunciar a tener un móvil o un coche, las élites ni son capaces ni quieren renunciar a seguir ganando dinero. Esto es lo más cerca que vamos a estar de ellas. A pesar del aumento de las desigualdades sociales, el retroceso en los derechos laborales, el empobrecimiento de la clase trabajadora y la servidumbre por la deuda y el salario, vivimos en una sociedad de la abundancia. Cuando abrimos el agua del grifo, sale agua potable. Podemos ducharnos todos los días, endeudarnos para comprar una vivienda o un segundo vehículo, ir a la moda, bajar al supermercado o irnos de vacaciones. Salvo el precariado que tiene que rebuscar en los contenedores o esperar a que los supermercados se deshagan de sus alimentos caducados o en mal estado. Este precariado, que va en aumento, es el que nos señala el camino hacia donde nos dirigimos y el que nos emparenta de forma lejana con los países más empobrecidos y arrasados por los intereses de los países occidentales. Qué tiene que pasar para que reaccionemos. La actual pandemia no invita al optimismo. Hubiera podido ser un revulsivo pero esta posibilidad es más propia de un guión de una película de ciencia ficción. Tenemos inyectado en vena un estilo de vida al que no queremos renunciar y quizás necesitamos un cataclismo mayor para que levantemos la mirada de nuestro móvil.

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