Ya no hay espacio para la moderación
No encuentro en el mundo actual ningún motivo para elogiar la moderación. La pobreza no es un dato ocasional, sino la esencia de la economía capitalista, la principal proveedora de miseria moral y material de la historia humana. En España, el desempleo afecta a 5.273.600 personas. En 1’57 millones de hogares ya no hay ningún trabajador en activo. 900.000 personas viven con menos de 3.000 euros al año. La recesión agravará estas cifras en 2012, destruyendo al menos 500.000 empleos. No se esperan signos de recuperación hasta la segunda mitad del 2013, pero muchos economistas se muestran escépticos y auguran dos décadas de empobrecimiento. Los países de sur de Europa se precipitan hacia escenarios tercermundistas. Ya no es suficiente ocupar plazas y alzar las manos. La soberanía sólo es legítima cuando procede de la voluntad popular, pero en la actualidad nos gobiernan los bancos, los fondos de inversión y las agencias de calificación. Ya no se trata de protestar, sino de resistir y resistir significa luchar con determinación y coraje, recordando que sólo somos pueblo cuando fundimos nuestras fuerzas y perdemos el miedo a las bocachas, las pelotas de goma y los botes de humo.
Si la espiral de la crisis continúa su tendencia destructiva, nadie estará a salvo, ni siquiera Alemania, pero de momento la “locomotora de Europa” (convertida en máquina trituradora) obtiene préstamos financieros con intereses negativos. Muchos inversores prefieren eludir los riesgos asociados al crédito, colocando su capital en depósitos seguros y aceptando pagar tasas por garantizar sus fondos. El Banco Central Europeo prestó hace poco más de un mes 489.191 millones de euros a 523 entidades financieras a un tipo de interés fijo del 1%, con la intención de facilitar el crédito a los hogares y a las empresas, pero los bancos han retenido el dinero, sin utilizarlo para reactivar la economía. Un tercio del préstamo (118.861 millones de euros) se entregó a los bancos españoles, que han actuado con el mismo conservadurismo que sus colegas europeos, sin flexibilizar las condiciones para acceder al crédito. Conviene recordar que esas mismas entidades financieras recibieron del gobierno de Rodríguez Zapatero 180.000 millones de euros. Nadie ha explicado qué ha sucedido con ese dinero, que por supuesto no ha regresado a las arcas del estado y no se ha utilizado para estimular el crecimiento ni mejorar el consumo.
Marx no se equivocaba al afirmar que la historia del ser humano es la historia de la lucha de clases. Las clases dominantes están asegurando sus beneficios con políticas de austeridad que comprometen el futuro de los servicios públicos. Las privatizaciones son una forma encubierta de expropiación que arroja a la precariedad y el desamparo a los sectores más débiles de la sociedad. La inminente reforma del mercado laboral reducirá a escombros las conquistas de la clase trabajadora. Los perdedores de la globalización ya no son multitudes airadas, sino masas que no logran transformar su malestar en conciencia política. Es la consecuencia más lamentable de la contrarrevolución liderada por el tándem Ronald Reagan-Margaret Thatcher, dos políticos sin escrúpulos que concertaron sus esfuerzos para liquidar el Estado del bienestar (algo que jamás hemos conocido en España). Nadie puede negar su éxito, pero no está de más apuntar que las contrarrevoluciones se gestan desde el poder y cuentan con el apoyo de las instituciones, el sector financiero y los medios de comunicación de masas. No son procesos caracterizados por su audacia y capacidad de innovación, sino por un oportunismo que se ensaña con los más débiles. La contrarrevolución de Reagan y Thatcher (la “Dama de Hierro”, un apodo terrorífico que evoca las peores pesadillas infantiles) alejó a la socialdemocracia del marxismo. En los años ochenta, los partidos socialdemócratas europeos y latinoamericanos aplicaron las recetas neoliberales sin problemas de conciencia: reconversiones industriales salvajes, apoyo incondicional a la banca, marginación de los sindicatos, fórmulas de contratación enormemente lesivas para los asalariados, privatizaciones, corrupción, terrorismo de Estado.
Las medidas adoptadas hasta ahora para combatir la crisis iniciada en 2007 sólo han empeorado los déficits estructurales, sin aliviar un ápice la deuda pública ni reducir el paro. No hay que ser Keynes para profetizar que sólo nos espera más sufrimiento. Hay 80 millones de pobres en Europa y 44 millones en Estados Unidos. El Banco Mundial establece el umbral de la pobreza en los países industrializados en 8.000 dólares anuales por familia. En España, el 23% de la población se encuentra en esa situación, que empeorará cuando se ejecuten los 180.000 desahucios acordados por una justicia de independencia dudosa. El problema es global y la respuesta debe ser global. Yo soy profesor de ética en un centro de enseñanza media y noto espantado cómo crece una moral ferozmente individualista, donde predomina el insolidario “sálvese quien pueda”. El sistema educativo sólo se preocupa de los programas, las calificaciones y las pruebas selectivas. Los chavales con mejores expedientes ya están mentalizándose para emigrar. Los profesores ladean la cabeza y miran hacia otro lado, con una mezcla de impotencia y resignación. Casi ninguno cree en la posibilidad de una educación en valores. Se ha restablecido un modelo conservador y académico que sólo incide en el esfuerzo estéril de memorizar y repetir, sin molestarse en estimular la creatividad, el juicio crítico y el inconformismo necesario para promover el cambio social, sin el cual se estanca la sociedad y prosperan la intolerancia y la insolidaridad. En las programaciones oficiales de ética y educación para la ciudadanía, se habla de “educar para la paz” y se elogia la no violencia como un dogma incuestionable, pero cabría preguntarse: ¿De qué paz se habla? ¿De una paz trufada de injusticias y abusos, donde los gigantes financieros hunden en la miseria a los trabajadores y a los pequeñas y medianas empresas? ¿Nadie ha reparado en que las medidas anunciadas por Alberto Ruiz-Gallardón, nuevo Ministro de Justicia, anunciando la imposición de tasas en los recursos jurídicos, el endurecimiento de la Ley del Menor y la implantación de la “prisión permanente revisable” (un eufemismo de la cadena perpetua), se anticipan a los previsibles estallidos de descontento social, que podrían desembocar en batallas campales con la policía y en la reaparición de las guerrillas urbanas?
El capitalismo ha entrado en una nueva fase. Para producir beneficios, ya no son necesarios grandes espacios urbanos con elevadas tasas de consumo. La revolución introducida por Internet ha consumado el sueño de un capitalismo meramente especulativo, que sortea todos los controles fiscales para realizar grandes negocios en un espacio virtual. Se especula con la tierra, los alimentos, el agua, la sanidad, la educación, concentrando la riqueza en fondos de inversión y entidades bancarias, gobernados por una élite de accionistas. Las diferentes formas de protesta que surgieron en Madrid y Nueva York no han producido cambios significativos. Es cierto que durante un tiempo la política regresó a primera línea, logrando movilizar a unas masas dormidas, pero de nuevo se ha restablecido la apatía o, lo que es peor, el derrotismo. Las disputas internas del PSOE e Izquierda Unida hacen palidecer de vergüenza a la ciudadanía. La izquierda ha desaparecido del mapa político y la alternancia en el poder apenas pueden disimular la existencia de un sistema de partido único, que cambia de líderes, pero no de ideas. Según avance la crisis económica, más se recortarán las libertades. Apenas surjan brotes de resistencia se aplicará alegremente la legislación antiterrorista, que permite mantener desaparecida a una persona durante cinco días, "un viaje" -según sus valedores- que incluye torturas físicas y psicológicas e incontables humillaciones. Las reformas anunciadas por Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta y rostro visible del gobierno, sobre el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional sólo confirman que el Estado se prepara a reprimir las protestas ciudadanas con la máxima contundencia. Si como pretende el gobierno de Rajoy el Consejo General del Poder Judicial es escogido exclusivamente por los jueces y magistrados y los miembros del Tribunal Constitucional adquieren un carácter vitalicio, la justicia adoptará un sesgo aún más represivo, pues casi nadie ignora que el mundo judicial está impregnado de un conservadurismo, donde aún flota el espíritu del antiguo Tribunal de Orden Público. Los juicios contra Baltasar Garzón sólo son un anticipo de los que nos espera. Garzón nunca perdió el sueño por aplicar la legislación antiterrorista. No siento ningún aprecio por su trayectoria, pero acusarle de prevaricar por intentar juzgar los crímenes del franquismo me parece escandaloso. Está claro que la transición amparó a los responsables de un genocidio aún cuestionado.
Creo que enseñar ética en un centro de enseñanza secundaria no debería consistir tan sólo en elogiar los indudables logros del pacifismo (pienso en Rosa Parks o Luther King), sino también en recordar que el Antiguo Régimen finalizó cuando el pueblo asaltó la Bastilla, convirtiendo a los súbditos en ciudadanos. Creo que no se debe ocultar que Nelson Mandela fue condenado por su responsabilidad en la lucha armada contra el régimen racista de Pretoria. Después de la matanza de Shaperville (69 personas asesinadas por participar en una manifestación contra el apartheid), Mandela creó el comando “Umkhonto we Sizwe” (Lanza de Nación) y participó en la organización de varios actos de resistencia. Por ese motivo, Estados Unidos le mantuvo en su lista de presuntos terroristas hasta 2008 y Amnistía Internacional jamás le reconoció como preso de conciencia. Si un concepto simplista de la no violencia desencadena la condena moral del derecho de resistencia, habrá que reescribir los libros de texto y ocultar que Immanuel Kant interpretó la Revolución francesa –pese a sus innegables excesos- como una prueba del progreso moral de la humanidad hacia lo mejor. Nunca he pretendido ser moderado, pues en política no asocio la moderación al diálogo, sino a la claudicación. Considero que se deben rescatar y dignificar los conceptos de revolución y utopía. No creo que le hagamos ningún favor a los jóvenes justificando un sistema cuyos pilares son la explotación, la insolidaridad y la injusticia. Ser rebelde no es un acto de inmadurez, sino un gesto necesario en un mundo estremecido por el sufrimiento.