35 años del “síndrome tóxico del aceite de colza”
Urania Berlín*. LQSomos. Mayo 2016
Una deliberada mentira y crimen de Estado
Cuando oigo la palabra científico me da alergia,
cuando oigo la palabra “experto” me entran escalofríos.
La ciencia es muy bella, pero es corrompible
María Jesús Clavera (1)
En el mes de mayo de 1981 una enfermedad desconocida y devastadora se propagó de forma simultánea en un grupo de provincias localizadas del Estado español (en el centro, norte y noroeste del país), afectando a miles de personas. Las autoridades sanitarias se apresuraron a calificar la epidemia, en un primer momento, de “neumonía atípica” transmisible por vía aérea. Se trataba de una cortina de humo de primera mano para ocultar lo que ya sabían desde un primer momento, pero se trataba de ir fabricando una mentira disparatada y sin base científica alguna con pistas falsas ya que, posteriormente, se inventaron el bulo que hizo especial fortuna y que propagaron los medios corporativos a su servicio: es decir el llamado “síndrome tóxico” debido a un aceite de colza “desnaturalizado”. El gobierno de entonces, de la UCD (plagado de ex falangistas), a través de su Ministro de Sanidad, el inenarrable Jesús Sancho Rof, el del “bichito”, decidió que la enfermedad epidémica debía llamarse “síndrome tóxico debido al aceite de colza desnaturalizado”, fundamentando esta, a la postre, ridícula e inverosímil teoría en que la intoxicación masiva había sido originada por un compuesto químico denominado anilina utilizada para hacer posible que aceite industrial de colza fuese apto para el consumo humano. La distribución y venta del aceite se había hecho a través de vendedores ambulantes en diversas partes de la geografía española, fundamentalmente en los barrios de las ciudades, aunque también en algunos pueblos.
El doctor Antonio Muro Fernández Cavada, un hombre de ciencia comprometido con la verdad (no como tantos mercenarios de bata blanca que, a día de hoy, siguen asumiendo la tesis-farsa oficial), fue el que más énfasis y empeño puso, contra viento y marea, en desmontar el fraude oficial advirtiendo que las evidencias científicas, sólidas y contrastadas, apuntaban en contra de la versión gubernamental. El doctor Muro había revelado que el consumo de aceite adulterado no era la causa de le epidemia masiva sino un tóxico ingerido directamente por vía digestiva. Tal encontronazo con los falaces argumentos oficiales supuso el despido del doctor Muro de su puesto de director del Hospital del Rey, que era de titularidad pública (hoy fusionado en el Centro Nacional de Investigación Clínica y Medicina Preventiva). Las certezas de Muro se basaban en que el daño ocasionado a miles de personas tenía su origen en un producto “organofosforado” introducido de forma intencionada en una partida de hortalizas (tomates) que había sido distribuida en unas zonas determinadas (Madrid-Castilla-León, Galicia) del territorio español. Lamentablemente, el doctor Muro falleció pocos años después (1985) de haber hecho públicos sus hallazgos, en los cuales fijó una concluyente relación causa-efecto que había motivado el envenenamiento de la población afectada.
Alterando el curso de lo que sería una investigación “normal” (es decir, actuando a la inversa, del productor al consumidor) el doctor Muro llegó a la conclusión de que una partida importante de tomates procedentes de Roquetas de Mar (Almería) habían sido modificados, previamente, con un compuesto químico organofosforado (llamado Fenamiphos) al que habían añadido también otro compuesto denominado Isofenphos. La descripción detallada de los efectos de ambas sustancias la dejó bien establecida el doctor Muro a través de la explicación de sus mecanismos de acción tóxica, utilizando un metaestudio sobre más de 2000 personas, tanto enfermas como sanas donde quedó en evidencia, de forma palpable, la patogenia y cuadro clínico de los afectados, así como el origen físico (el pueblo de Roquetas de Mar) del veneno masivo.
En el mismo sentido que el doctor Muro, otros dos doctores (Francisco Javier Martínez Ruiz y María Jesús Clavera), evaluaron la hipótesis de trabajo de Muro como cierta, descartando totalmente la versión oficial del aceite de colza desnaturalizado como causante de la epidemia masiva, en primer lugar en base a que «hemos examinado preliminarmente las investigaciones epidemiológicas experimentales y terapéuticas realizadas por este doctor, y nos parecen extraordinariamente verosímiles y dignas de ser comprobadas a fondo» y, en segundo lugar, negando, con estadísticas concluyentes, que la curva de afectados hubiera decrecido tras la prohibición de la venta de aceite ambulante, en junio de 1981, sino que ese descenso se produjo un mes antes de la prohibición. Además, ambos doctores remarcaban que «Los circuitos de distribución del aceite «sospechoso» no coinciden con la extensión geográfica de la epidemia, como dijo la OMS. Después de ocho meses de investigación podemos afirmar que es rotundamente falso. Y la última afirmación acerca de que el estudio sobre nueve casos control prueban la asociación familiar individual y la dosis-efecto, consecuencia del aceite, con la aparición de enfermos, es también falsa. Después de examinar seis casos control, que hemos podido conseguir, constatamos únicamente una asociación familiar no causal, eso hay que subrayarlo, y espúrea (2), (engañosa)».
La sintomatología clínica de los afectados, por otra parte, no dejaba lugar a la duda como la causante de la ingesta de compuestos organofosforados. A pesar de ello, en las esferas oficiales, no se quiso validar un trabajo tan riguroso y científico como el que se contraponía a la farsa oficial, sino que se optó por la ocultación, el engaño masivo y las represalias contra esos doctores (fueron cesados de sus puestos en 1983), al igual que sucedió con el doctor Muro dos años antes. Sorprende, por otra parte, que tres vocales de la misma Comisión Epidemiológica del síndrome tóxico “presentaron la renuncia o solicitaron traslados” en el mismo lapso de tiempo que la decisión de cesar a los dos doctores. En definitiva, según Martínez y Clavera lo que estaba en juego con la hipótesis alternativa, fundamentada sobre una base real, era que dicha teoría «implicaba la intervención de una multinacional, el desembolso de fuertes indemnizaciones. Implicaba el reordenamiento del control sanitario del sector agroquímico y de su sistema de experimentación, así como el apropiamiento innecesario como verdad oficial de una hipótesis científica provisional”. La verdad no estaba en el oficialismo, sino en la revisión crítica científica llevada a cabo por los doctores Muro, Martínez y Clavera, aunque las deducciones señaladas anteriormente por los dos últimos médicos era una verdad a medias, incompleta, coja, por lo señalado párrafos más abajo.
El diario ELPAIS, en 1983, que entonces practicaba un periodismo vamos a llamarle decente, no sólo no menoscababa el trabajo de Muro, sino que lo consideraba digno de ser tenido en cuenta, al contrario que el resto de grandes medios españoles que despreciaron sus investigaciones al compás de la propaganda oficial. Señalaban en dicho artículo (no se llamen a engaño por el título: La “locura” del doctor Muro) lo siguiente: Los datos básicos respecto al presunto agente causal, vehículo transmisor y bases clínicas y epidémiológicas, constan, al menos, en tres informes oficiales, como son: la comisión mixta parlamentaria de investigación del síndrome tóxico, de enero de 1982; en la comisión científica del CSIC, en febrero de 1982, y en su declaración judicial ante el fiscal general de la Audiencia Nacional, los días 10, 11 y 12 de marzo del mismo año. Hasta ahora, ninguna de estas informaciones ha merecido, por parte de los responsables de la investigación clínico-cíentífica, la calificación de “suficientemente científica” para haber investigado a fondo tal hipótesis.
Aunque no todo el “oficialismo” estaba en contra del informe Muro, puesto que incluso el entonces Delegado de Salud de Madrid (equivalente hoy al Consejero de Salud de la Comunidad), Antonio Urbistondo, afirmaba contundentemente, y así lo señalaba ELPAIS, que “el trabajo epidemiológico del doctor Muro es muy grande, no sólo en cantidad, sino en calidad, sin ser menor su estudio clínico”. El articulista de ELPAIS salía, de alguna forma, en defensa de la teoría de Muro cuando dejaba en evidencia los “análisis” del Instituto Nacional de Toxicología (INT): Al margen de estos informes, y previamente a los mismos, el doctor Muro practicó una serie de trabajos a los que tampoco se prestó apoyo. Cabe destacar, entre otros, dice el periodista, sus primeros análisis en laboratorio con el producto presuntamente causante de la intoxicación, que demuestran el error de la reciente afirmación del doctor Angel Pestaña, coordinador de las investigaciones del CSIC en este tema, sobre el resultado negativo de las pruebas realizadas por el Instituto Nacional de Toxicología a petición del doctor Muro. “A los cobayas que les dieron tomate no les pasó nada”, ha dicho el doctor Pestaña. Pero el resultado fue positivo, pues a los cobayas que les dieron tomate no les pasó nada, en efecto, porque eran tomates normales. Sin embargo, murieron dos cobayas aunque este dato no lo debía conocer Pestaña. El propio doctor Muro propuso al INT una prueba doble ciego utilizando cobayas de laboratorio alimentados con tomates y pimientos tóxicos que resultó positiva a favor de su teoría del envenenamiento, aunque no se realizó el debido estudio anatomopatológico.
Al estudio del doctor Muro y los doctores Javier Martínez Ruiz y María Jesús Clavera se unió un médico militar, el teniente coronel Luis Sánchez Monge, quien había remitido un informe al INSALUD (a los pocos meses de empezar a aparecer los primeros casos) en el que afirmaba que la causa de la enfermedad tenía su origen en “un veneno que bloqueaba la colinerasa” (una sustancia neurotransmisora que estimula los impulsos nerviosos) explicando, además, cómo debía de curarse a los enfermos mediante una terapia-antídoto (la atropina, aplicada por él mismo a muchos pacientes afectados por el “síndrome tóxico”) que había mostrado resultados positivos de curación confirmados. Fueron palabras en el desierto, puesto que las autoridades sanitarias de entonces prefirieron ocultar el crimen y lanzar el bulo del aceite de colza en lugar de sacar a la luz el verdadero origen del envenenamiento, que no fue otro que un insecticida organofosforado cuya explotación estaba en manos de la conocidísima multinacional química-farmacéutica BAYER (la de preclaro pasado nazi).
Pero los orígenes y la secuencia del crimen son indubitados y resultaron ser, finalmente, excepto para la versión oficial, una concatenación de hechos entre dos partes diferenciadas en el tiempo pero relacionadas entre sí, que apuntaban a algo más sórdido y criminal. Según la información publicada en el site NODO50 En los primeros meses del año 1981 se difundieron rumores procedentes de la base militar de utilización conjunta situada en la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz, acerca de que varios militares americanos habían sido afectados de una presunta “legionella”, siendo algunos de ellos evacuados en aviones-hospitales a EE.UU., y otros a la base norteamericana de Wiesbaden. En su edición del 26 de mayo de 1981, el periódico “El País” (4) reportó que, según datos facilitados por la Dirección General de la Salud Pública, 105 enfermos habían ingresado por “neumonía atípica” en el Hospital General del Aire, 7 más en el Hospital Militar del Generalísimo, y otros 19 en el Hospital Militar Gómez Ulla.
Esta sería la primera parte del mal llamado “síndrome tóxico” o primera onda epidémica. Según esta versión la primera señal epidémica fue fortuita y muy localizada en la misma base militar de Torrejón de Ardoz y sus aledaños. Aunque se trata de una teoría que podría resultar especulativa, no lo es tanto en atención a las circunstancias políticas de aquel momento ya que el hecho de que tal evento (la contaminación por el “síndrome tóxico”) se produjese en una base militar norteamericana, cuando España era candidata a integrarse en la OTAN y con una opinión pública que era muy desfavorable al ingreso de España en la Alianza Atlántica, hizo temer al establishment español que trabajaba para la CIA que tal hecho pudiera provocar un rechazo masivo en la población al ingreso en la estructura militar occidental gobernada por EEUU.
Para dar forma a la conspiración y evitar la contingencia anteriormente señalada, afirman en NODO y, también, Alfredo Grimaldos en su libro La CIA en España (4)) que se hizo imperioso crear deliberadamente otra onda epidémica que comprometiera a más zonas de la geografía humana del país, para lo cual y con la misma intencionalidad, se inventó una supuesta causa del “síndrome tóxico” arbitrariamente atribuida a unas inocuas anilinas, con las que se había venido reconvirtiendo al consumo humano aceite de colza para uso industrial desde hacía tiempo y no había pasado nada. Esta segunda epidemia no consistió ya en la muy localizada y accidental propagación de un gas tóxico de la variedad militar organofosforada sobre Torrejón de Ardoz, sino en la deliberada contaminación de cierta especie de frutos (tomates) con ese mismo compuesto, durante su proceso de crecimiento y maduración en la mata, para luego comprarlos y finalmente distribuirlos en esa misma localidad y otras ciudades de España —convenientemente elegidas— con destino al consumo letal previsto. Se buscó así dispersar la atención de la opinión pública para evitar que Torrejón de Ardoz apareciera como el único escenario de la epidemia y la base de utilización conjunta como su foco de su irradiación. […] Esta segunda epidemia criminal deliberadamente inducida, tuvo como causa material el mismo agente nematicida organofosforado que se inició a mediados de abril y comenzó a remitir en la segunda quincena de mayo. Pero el vehículo no fue la atmósfera, sino una partida de tomates contaminados cultivados en la localidad almeriense de Roquetas de Mar.
La secuencia de hechos, pues, del segundo acto de esta empresa criminal (el consumo de tomates contaminados) habría tenido su origen en un invernadero almeriense en el que Sólo bastaba vigilar discretamente al agricultor y su invernadero para saber cuándo iba a recolectar el fruto y llevarlo a la alhóndiga [lonja o mercado] Agrupamar, donde tendría lugar su venta en pública subasta mezclado con el de otros agricultores, por lo que las unidades envenenadas aparecerían confundidas de manera aleatoria con otras perfectamente normales. Alguien en la subasta (el dinero se esparcía a manos llenas al servicio del criminal objetivo) pujó hasta donde resultó necesario para adjudicarse el fruto, que seguidamente sería vendido en Torrejón, las localidades cercanas —Alcalá de Henares y Guadalajara, entre otras—, y algunos mercadillos en el cinturón industrial de Madrid, lo que continuó por pueblos y ciudades al norte y noroeste de la capital, hasta llegar a Santander y Galicia, sin olvidar el empleo de otras pequeñas partidas en el Sur y en Levante (los destinatarios fueron, como así sucedió en su mayoría, personas de extracción humilde). Torrejón de Ardoz dejó así de ser el punto exclusivo en el origen de la enfermedad. Es más, la venta de tomates envenenados tuvo que producirse, y esto es decisivo en toda la trama criminal, según el doctor Javier Martínez Ruiz, coordinadamente con la venta ambulante del aceite de colza para que, de este modo, la coartada genocida fuera más creíble y efectiva. Los perpetradores debían saber de ello (la distribución del aceite) con carácter previo, o bien, impulsaron ellos mismos el reparto del aceite falsamente tóxico.
Las sospechas sobre todas estas labores de “espionaje agrícola” y posterior ejecución material del envenenamiento sólo pudieron recaer en quienes tenían interés oficial en ocultar el crimen. Muy posiblemente, los conspiradores estaban donde tenían que estar: presuntamente, en las cloacas del Estado a través de los servicios de inteligencia (españoles o extranjeros), profesionales muy expertos en realizar montajes propagandísticos, golpes de Estado (se había producido meses antes de la aparición de la “colza” la opereta golpista del 23-F, ideada y ejecutada por el CESID-CNI), plantar pistas falsas, crear encerronas, ejecutar falsas banderas y otras operaciones clandestinas con hedor a delitos de Estado.
Notas:
1.- Doctora integrante de la Comisión oficial Epidemiológica del síndrome de la colza.
2.- Esta última palabra está mal escrita puesto que lo correcto es decir “espuria” (Que es falso, ilegal o no auténtico)
3.- La “locura” del doctor Muro
4.- Contradictorias cifras sobre la situación en Madrid
5.- La CIA en España, de Alfredo grimaldos. Páginas de 113 a 120. Descarga libre, clic aquí
* Urania en Berlín
Teorias conspirativas que hoy en día poco ayudan a los enfermos…. menos teoria y más investigacion que a día de hoy es lo que hace falta para procurar una calidad de vida digna a los afectados
Yo lo recuerdo perfectamente, aunque en este país se olvide todo. Creo que fue el primer gran montaje de manipulación bde la “democracia”.
Y así nos va, aquí y ahora