Reza un cartel: Somos lo que comemos…

Reza un cartel: Somos lo que comemos…

Reza un cartel de vivos colores en el ambulatorio.

Afortunadamente, hay que decirlo, somos algo más que lo que los imaginativos creativos a veces se empeñan en descubrir en nuestro subconsciente.

También somos lo que compramos, lo que vestimos, el cine que vemos, lo que votamos, lo que leemos, si compras tu libro en la librería del barrio, en vez de correr a la FNAC por ahorrarte un 5 por ciento… interminable.   

Aún recuerdo algunas lecciones de aquel colegio del barrio de Usera de Madrid, donde yo acudía en aquellos ya lejanos años cuarenta, entre cartillas de racionamiento para el aceite, para el pan, para las legumbres, para el tabaco, entre caralsoles, santos rosarios, palmetazos en las puntas de los dedos y el juego a la pelota (de trapo) en los recreos; en aquellos descampados que, no hacía tanto, habían sido testigos de las cruentas batallas y donde fue a morir el noble escultor segoviano Emiliano Barral en 1936 (autor, entre otros, del monumento mortuorio de Pablo Iglesias en el Civil de la Carretera del Éste.)

Recuerdo, por ejemplo, lo “importante” que era descubrir, uno de aquellos días de puré de San Antonio, de desmotar humildes lentejas con la madre en la pequeña cocina de la posguerra, que teníamos la “fortuna” de pertenecer a la civilización occidental, que éramos blancos, no como aquellos infelices sin dios que habían “tenido la desgracia” de nacer de raza amarilla, cobriza, y hasta negros como el betún, para que tuvieran que ir hasta allí Fernando Fernán Gómez y los misioneros de las películas como La mies es mucha y Balarrasa a “salvarlos”.

Tuvieron que pasar muchos años de represión, de hambres sin cuento, de noches en aquellas cocinas oyéndole al padre hablar de cuando algunos milicianos, al grito de ¡UHP!, se llevaban de las tiendas los comestibles; del duro invierno aquel de Lérida, con las “pavas” de Franco lloviéndoles alrededor; del campo de concentración de Barcarés, en Francia, donde fueron a parar cuando se hundieron todos los frentes, custodiados por crueles guardianes senegaleses, con un pan para veinte hombres y una onza de chocolate como único alimento diario; del tenebroso Campo de la Bota, en Barcelona, donde las famosas depuraciones de los “nacionales” te podían poner ante un pelotón de fusilamiento en veinticuatro horas o mandarte a tu tierra de origen para cumplir condena, o salir en libertad porque no tenías “manchadas las manos de sangre”, que decían los vencedores. Sí, fueron años terribles, aunque los “tebeos”, las “carreras de chapas” en las aceras, las pelis de Bob Steele y Errol Flynn, la inquebrantable voluntad de mi padre y los “milagros” de mi madre en el mercado y en la cocina contribuyeron a salvar lo peor de aquellos duros años de mi infancia.

Para muchos de aquellos hijos de la guerra, tuvieron que pasar casi treinta años para descubrirnos a nosotros mismos, para librarnos del pesado lastre que supuso crecer en los grises páramos de aquella España jalonada de ejemplarizantes manojos de flechas falangistas de un metro de alto, unidas por el pesado yugo, a la entrada de cada pueblo. Tuvieron que transcurrir varias décadas para sacudirnos el polvo de la oración, las grises horas de la catequesis con lecciones de Historia Sagrada, los marciales uniformes falangistas con los que vistieron nuestra infancia, los ecos de las vigorosas canciones que nos hacían soñar con un futuro de “montañas nevadas y de banderas al viento”, más allá de aquel presente de oscuras y tenebrosas comisarías, de lejanos penales donde se pudrían los sueños de los que soñaban aún con una República de trabajadores de toda clase.  

Luego fueron las canciones de Paco Ibáñez; el regreso de los poetas del destierro, aquellos a los que ni las balas ni los muros de las duras prisiones pudieron silenciar;  las películas de las salas de “arte y ensayo”: Buñuel, Polanski, Sanjinés, Losey, Eisenstein, Glauber Rocha, las primeras películas de Bergman, el más deslumbrante Kurosawa, Lubitsch,  Chaplin, Bressón, Fellini, Antonioni, Malle…el teatro de Buero, O·Casey, Valle Inclán, Genet, ¡al fin  Alejandro Casona en España! ¡Ibsen! El Tartufo más fresco salido de las manos de Moliere; Brecht, una y otra vez, Pirandello, el mejor Lorca representado en aquel teatro donde en su día Azaña fundara Izquierda Republicana y José Antonio Falange Española; y, saltándose los elevados e impenetrables muros de aquella España, todavía “propiedad privada” de los generales vencedores de la rebelión de 1936 y de los que lucían en las Cortes franquistas aquellas “vistosas” chaquetas blancas o negras, que reemplazaron a las azules camisas y los castrenses caquis de los tiempos de la posguerra: los libros de Ruedo Ibérico, los Lolita de Nabokov editados en la Editorial Sur de Argentina, las infames aunque también entrañables ediciones de Thor de El amante de Lady Chatterlay, el venerado Víctor Hugo y sus Miserables, las teorías de Darwin, perseguidas durante décadas por las autoridades eclesiásticas, los libros de Hemingway y de Carrel, de Blasco, Zola, de Voltaire, Las ruinas de Palmira y La ley natural, mil veces incluidas en el “Índice” por los padres del Nihil Ostat, aquellos que, brazo en alto en las “mejores ocasiones”, “velaron” siempre, sin descanso, por la “salvación de España”

Verdaderamente, y por mucho que nos machaquen con sus deprimentes canciones y sus desoladores discursos, somos algo más que la consecuencia de sus costosísimas campañas electorales, somos algo más que ese ejército de sombras anónimas que bostezan y maldicen ante las oficinas del paro, que avanza interminable y malhumorado en los luminosos vagones del metro. Somos algo más que las frías estadísticas de que hablan sus diarios y sus sonrientes ministros, los siempre afables Presidentes de Comunidades Autónomas, y los Gobernadores, los periodistas que vendieron su alma por un puesto de trabajo y que en nada nos recuerdan a aquel látigo negro que encarnaba Edmund O·Brien en El hombre que mató a Liberty Valance del último Ford. Somos algo más que todas esas sonrisas y esos banderines, siempre tan agradecidos, tanto da si el Señor en sí venga de El Pardo como si viene de la Zarzuela o de Washington, que se agitan en los pueblos y  ciudades cuando los señores  se dignan visitar las acogedoras tierra, mil veces cantadas por nuestros poetas.

Somos algo más que todo ese tinglado de banderas e intercambio de besos y sonrisas en sus congresos; somos algo más que todos esos pacientes ciudadanos que esperan cada 6D a las puertas del Congreso para “salir en la tele” señalando con el dedo los impactos de los chicos de Tejero, los mismísimos que el día de las Fuerzas Armadas vitorearán a los bravos legionarios y guardias civiles que “velan” por nuestra seguridad; somos algo más que esas diminutas luces que se apagan y se encienden en la pesadilla de las grandes ciudades; somos algo más que todos esos necios que nos hacen parecer en sus promociones y pases publicitarios; somos algo más que esas filas de fracasados en las que nos han convertido ustedes, y que van formando ya legión ante las puertas de las instituciones de caridad, por un plato de comida o por una prenda de abrigo para “tirar” durante el duro invierno; somos más que esos campos de fútbol, llenos a rebosar de trabajadores que buscan en la multitud el espacio donde volcar su frustración y su rabia; somos algo más que esa ficha policial que manosea el bien alimentado sabueso antes de coger del cajón las llaves del coche con el que procederá a la detención del inmigrante o del posible delincuente; algo más que esos millones de zapatos alineados en el borde de las aceras, al pie de los semáforos, esperando que los sindicatos nos convoquen a la huelga general; más que esos corrillos de jóvenes que, entre aburridos y desesperanzados, se pasan el “canuto” y la “litrona”; más que esos entretenidos de las fotografías, aplaudiendo o tocando el guitarrillo, bailando “sevillanas” o “isas” canarias en los patios, bajo los focos de la “tele”, como los rebaños de marras, que eran conducidos en los lejanos días del “extinto” a las festivales de Coros y Danzas del Régimen en el Santiago Bernabeu cada Iº de Mayo…

Somos la suma de todas las luchas, el violín que milagrosamente se salvó de las llamas de aquellos campos de exterminio, el surco donde hace cientos de años se sembró la palabra. Somos la bandera gloriosa que alguien salvó de las jornadas de la Comuna de 1871, los ejemplares personajes de la obra de Gorki, cuya voz inextinguible se alza aún en las fábricas por la huelga y contra la represión. Somos la memoria viva de aquellos inmortales milicianos que defendían Madrid y el resto de las ciudades en 1936, los que alcanzaron tierra firme tras la odisea de el Gramma y los que llegaron a Pekín tras la Larga Marcha; los “compas” que llegaron aquel caluroso día de julio de 1979 a Managua para poner la tierra en las manos de los campesinos; los fieles de la UP que desfilaban en los momentos más difíciles ante el compañero Allende para mostrarle nuestra lealtad; los que resistimos en la isla de Granada cuando el “gringo” mando a sus “marines”; los que extraemos y tallamos las maravillosas piedras que lucen vuestras esposas y vuestras amantes en las galas benéficas a favor de los pobres y los que, desde la antigüedad, extraemos, labramos y acarreamos los gigantescos bloques de roca con los que construimos las Pirámides, el Taj Majal, la Meca, el hermoso templo de Estambul y el monumento funerario del déspota que hizo correr la sangre por las calles y campos, del niño y del poeta, de la joven madre y del campesino sediento de pan trabajo y libertad; las que seguimos saliendo cada jueves, “haga frío o calor”, a la Plaza de Mayo; las de Ventas; las que desfilábamos ante las puertas de la DGS con los capachos boca abajo con Genoveva, en el crudo invierno franquista; somos las que parimos, por lo tanto, las que no admitimos que ningún juez decida sobre nuestro cuerpo; las “mesmas” soldaderas que reemplazaban a los “villistas” y a los “zapatistas” cuando éstos caían bajo el fuego; somos también los “miserables sudacas”, “espaldas mojadas” y subsaharianos que arribamos a vuestras costas, a vuestras ciudades, en los frágiles cayucos, caminando, a bordo de vuestras maravillosas aeronaves, después de que nos despojasteis del coltan, de los metales preciosos, una vez que deforestasteis los bosques de nuestros antepasados para producir vuestros despreciables periódicos y vuestros suntuosos yates y mansiones; también  los que sobrevivimos  a las matanzas de Chicago, de Nueva York, de Amritsar, de todas las masacres organizadas por el codicioso “hombre blanco” para exterminar a los aborígenes de América del Norte y del Sur, en Vietnam, en el Archipiélago canario, allí donde puso la bota el general de los católicos reyes o de la Reina de Inglaterra… somos el poema que permanecía velado por el humo de la batalla en el muro de Stalingrado; el grito de rebeldía que se pronunció hace cientos de años y que ha viajado hasta nuestros días, como la luz de esos astros que se extinguieron hace millones de años pero que aún ilumina el firmamento desde la noche de los tiempos; la espiga que jamás el viento quiebra, el manantial, el rayo que no cesa, el fruto en agraz. Somos gente sin raza ni color, como esas aguas del Océano que toman su color del cielo, aborrascado a veces, azul otras, según el tiempo. También esas pacientes mujeres que corregían y supervisaban los ensayos y los trabajos de los genios antes de darlos a la imprenta, aún en las horas oscuras de tantos Mahler, Lenin… las que acarreamos las vasijas de agua y las pesadas cargas de leña sobre la cabeza desde los lejanos pozos y cuidamos de los niños en las aldeas, en tanto los hombres pastorean el ganado en los remotos pastos o mueren en lejanas y ajenas guerras, enrolados a la fuerza en ejércitos que arruinan su propio país. También, porqué no decirlo, los que le pegamos fuego a los trigales del amo y a la iglesia del pueblo y destruimos las máquinas en el pasado, pero también los que tendimos los soberbios puentes, los gigantescos edificios, las monumentales catedrales y los colosales palacios.

Como personajes extraídos de los relatos de Ignacio Aldecoa, de Benedetti, de Cortazar y de José Saramago, venimos de las lejanas montañas azules, de las vastas regiones y de los frondosos bosques de África, de Asia, América y Oceanía, descendimos de los frutales árboles para conquistar la tierra y, entre cruentas batallas por la supervivencia, le pusimos nombre a todas las cosas que nos circundaban, desde la flor más pequeña a la cumbre más alta, hasta el momento en que expiramos. Descubrimos el fuego, la rueda, otro día fue la letra impresa con la que escribimos los hermosos poemas y los nombres de los camaradas caídos en la lucha. Llevamos la luz y la medicina, los libros y la palabra redentora, la ciencia, el teatro, la música, las canciones y las pinturas de los genios hasta los lugares donde el hombre convivía con las bestias como una más. Construimos las poderosas naves que navegaron por todos los mares, hasta descubrir nuevos continentes donde codiciosos capitanes esquilmaron a los nobles indígenas hasta reducirlos a esclavos de los reyes y de Roma.

Nos hemos redimido a nosotros mismos, pese al látigo de las religiones, de las monarquías y sus ejércitos de sicarios. Y no nos detendremos en nuestra marcha hasta no haber cumplido el sagrado mandato de hacer de éste un armonioso planeta, sin depredadores, donde
DÉ CADA UNO SEGÚN SUS POSIBILIDADES Y A CADA UNO SEGÚN SUS NECESIDADES
sea  la única ley.

¡¡Viva la República!!

Para todos los Marcos Ana que nos dan ejemplo desde la talla de su militancia.

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