Noche de emociones con José Manuel Montorio “Chaval”
Historias de maquis
Por Adolfo Pastor Monleón. LQSomos.
La primera vez que lo pude abrazar fue en un restaurante de la Estación de Sants.
Mi trabajo en la escuela no me dejaba demasiado tiempo libre. Todos los trámites para que viniera de Praga los hizo Pedro y compañeros de La Gavilla.
Mi labor en Desaparecidos era a través de fax, teléfono, cartas y viajes en vacaciones.
Me había llamado unos días antes José María Flor, otra bellísima persona, reciente amigo y colaborador insuperable, para decirme que iban hacia Santa Coloma de Farners, Girona. Allí vivía Carmen. Quedamos en vernos a la vuelta.
Así fue, de nuevo me llamó José María. Acabadas las clases de la mañana, cogí el autobús. Emocionados abrazos, palabras emocionadas, mientras comíamos sin perder tiempo. José sacó una foto.
– Mira, Carmen, qué guapa, una gran señora.
El corazón me dio un vuelco. La cara de aquella mujer me trajo otros recuerdos lejanos. Era ella. No dije nada y asentí en que era y sigue siendo hermosa.
La corta conversación giró en torno a ella y los deseos de José Manuel de hacer la vida juntos en sus últimos años.
Nos despedimos con cálidos abrazos. Ellos siguieron sentados a la mesa, esperando la hora de emprender la vuelta hacia Valencia y yo volví a las tareas de la tarde.
No podía quitarme la imagen de la cabeza. Carmen, su marido y sus dos hijos, niños de pocos años de cabello rubio y ojos azules. Barbero aficionado, pasaba a su acogedora vivienda y les cortaba el pelo cuando me lo pedían.
Intenté aprovechar mi secreto para hacer equilibrios entre los dos amantes en futuras jornadas de idas y venidas, llamadas y silencios.
Pedro, Conchi, José María me iban poniendo al corriente, entremezclando temas de Desaparecidos y del recién encontrado en Praga, José
.
Yo le rogué un encargo a José María, que buscara por Alcotas indicios, señales, datos sobre el maqui Rufino, tío de Raúl, cuyo cadáver podría ser el encontrado en el barranco de ese nombre cerca de Chelva, y, seguramente enterrado en el cementerio de este pueblo valenciano. José María me explicaba que José volvería a Santa Coloma de Farners y después iría a Praga para recoger sus cortas pertenencias y volver definitivamente a su patria.
Fue un año de sequía. Debía ser en vacaciones. Rosa y yo hicimos una corta escapada a ver las ruinas de un pantano seco completamente. La gente paseaba por los senderos creados a base de pisadas sobre el barro reseco. El campanario sin campanas seguía en pie junto a los restos de las casas del pequeño pueblo. Una llamada al móvil. Es Conchi.
– Adolfo, ¿Podrás ir mañana a buscar a José Manuel a Santa Coloma?
Encantado.
El viaje no fue corto a juzgar por la corta regañina de José cuando llegué hasta él, solo, con su maleta o bolsa no recuerdo, en un lugar del pueblo. Seguramente llevaba demasiado tiempo esperando. Y Carmen no lo acompañaba. Había que volver a Santa Cruz donde lo esperaban y hacia allí emprendimos la marcha, sin perder un minuto. Pronto empezó a oscurecer. Yo, en silencio, ávido de palabras y José deseoso de decirlas.
-Me la han cambiado, los curas. ¿Qué crees, Adolfo? ¡Cuando con mis veinte años me acercaba al Molino, qué abrazos! -No dejaba de pensar en ella. – ¡Qué abrazos!… Aquellos esbirros llegaron a violarla, como a su madre. Pero hemos de volver. Haré los posibles por encontrar una casa donde pasar juntos los años que nos quedan.
Antes de Mequinenza, paramos a cenar. José es enjuto, pero es que es un tiquismiquis en la comida…café y cigarrillo.
-Carmen nos traía la comida hasta la Cueva cuando no podíamos llegar hasta el Molino. ¡Qué esbelta y qué guapa era aquella muchacha! ¡Y sigue siendo! Espero que un día puedas verla.
Yo asentía y callaba.
-La guardia civil se llevó a su padre y a su hermano Antonio. Los asesinaron junto al grupo de puntos de apoyo de Manzanera. Los había denunciada el Pijotán. Fuimos en su busca y se nos escapó por el tejado. La noche era cerrada, pero se divisaban las siluetas de los Montes turolenses.
– ¿Te imaginas, Adolfo? Mal vestidos, medio descalzos, con hambre éramos capaces de caminar por esos montes noches enteras. Teníamos la fuerza de la juventud y las ansias de luchar contra el gobierno franco-falangista que oprimía nuestro pueblo, le hacía pasar hambre y asesinaba nuestros compatriotas. Pienso en Carmen y su familia y todos los puntos de apoyo. Gracias a ellos pudimos aguantar. Seis años. Sin ellos, ni seis meses hubiéramos aguantado.
Y hablamos de mi padre. Pero José no lo conoció. Me habló de Camarena, de la Cueva, de Antonio, de Ibáñez, de Florián, de Matías…
-Pero pronto tuve que marchar hacia las tierras meridionales valencianas al mando de un grupo.
Ahora, cuando rememoro estas vivencias, ha pasado tanto tiempo que confundo su libro con el viaje. -¿Cómo podía saber Ibáñez que le habían dado en aquella masía kilo y medio de chorizos si no tenía romana?
Yo seguía ávido de escuchar en silencio, pero me atreví a preguntarle:
José, os lo he preguntado muchas veces. En Desaparecidos, tenemos más fácil encontrar el cadáver de un asesinado por la guardia civil que un camarada hecho desaparecer por vosotros. Yo creo que no podemos ni queremos juzgar a nadie ni pediros explicaciones, aquellas circunstancias eran especiales, era una guerra y las normas habían de ser muy duras, pero tenéis que decirnos dónde están, cómo podemos encontrar al padre de Iván, ¿Delicado? Llevamos buscando por Camarena y no hay manera.
– Adolfo, olvidaos, fue el Partido, fuimos todos.
No hubo manera.
– Fuimos todos, fue el Partido. Yo para estar seguro me hice del partido. Era de la CNT, pero me inscribieron sin ningún problema…
Las RINCONADAS nos acogió en silencio. Llegamos a casa, entramos y caímos en su cama cada uno. El silencio nos ayudó a dormirnos al momento.
José no aguantó mucho tiempo en la cama cuando rompió el día. Salió al balcón con su cigarrillo, observó la Verde Vega cubierta de hierba y pocos campos labrados, pero escrutó más al oriente por los Montes lejanos de Orchova, dirección Arcos…
-Por allá está el molino. Adolfo, me has de alquilar tu casa. Aquí mi Carmencica y yo podemos ser felices.
-No José, no puede ser. Mi casa es tuya, pero en vuestras circunstancias, vuestro corazón y vuestro físico necesita un lugar que reúna otras condiciones. Aquí tendríais silencio y calma, pero ni médico, ni hospital, ni tienda.
José parece que aceptaba la realidad.
Almorzamos, café y subimos hacia Santa Cruz. Allí lo esperaban los amigos de La Gavilla Verde.
– Hasta la vista.
Un abrazo fuerte.
– ¡Salud!
No pude aguantar mucho. La llamé, me presenté y le recordé aquellos tiempos. Carmen me recordó y ya fuimos amigos confidentes.
– Adolfo, sí, aquellos guardias nos maltrataron. Me eché encima de mi madre, si no, la matan. A las dos nos maltrataron. Mi marido fue un santo y me ha ayudado mucho hasta su muerte. Pero aquel maltrato de los guardias salvajes me ha durado toda la vida. Tuvimos que cerrar el molino, pasamos unos días en Torrijas y marchamos a Belmonte, el pueblo de mi madre. Ángel me pide algo que no puede ser. Yo no puedo ni quiero vivir con él. Le propuse alquilar una casa para él en Santa Coloma, pero juntos no.
Entendí. Carmen era una viejecita con una historia de juventud trágica con consecuencias imborrables. José recordaba los abrazos y seguía soñando con aquella gacelilla que saltaba las aliagas y romeros entre los pinos y las sabinas, cerca de la Cueva, en la ladera, junto al Molino.
* Expresidente y responsable de desaparecidos en la Asociación “La Gavilla Verde”. Activista iaioflauta barcelonés. Catalá y Manchego de Cuenca, al fondo a la izquierda en Las Rinconadas. Otras notas del autor
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