Seis de agosto de 1945. El ejército usamericano descargó la Little Boy, una bomba de uranio, sobre la ciudad de Hiroshima. Ochenta mil personas murieron carbonizadas en un instante.
Nueve de agosto de 1945. El mismo ejército repite esa operación militar en la ciudad de Nagasaki. Alrededor de setenta mil personas murieron achicharradas a tres mil novecientos grados y por un viento de mil kilómetros por hora. En este caso la bomba se llamaba Fat Man y contenía plutonio.
Según la crónica oficial escrita por aquellos historiadores que hacen de su oficio el trabajo de potabilizar la sangre, aquel “niño pequeño” y este “hombre gordo”, hijos de uno de los proyectos más atroces de la ciencia puesta al servicio de la guerra, dicen, acabó con la II Guerra mundial y nos trajo la paz.
Esta óptica sitúa estos execrables hechos de la historia humana como el punto de llegada en el uso de un tipo de maquinaria de guerra, la colonial, convencional y ‘justa’, que habría llegado al máximo posible de expansión territorial. Hiroshima y Nagasaki pueden verse, entonces, como el último estertor de los viejos imperialismos, incluyendo a los fascismos como si fueran un apéndice enfermo y degenerado de un cuerpo al que le ha llegado la hora de desaparecer.
Esta visión estática, lineal y mecanicista de la historia resulta, por un lado muy conveniente para justificar la licitud del negocio de la guerra en el capitalismo, por otro muy convincente para que la resolución de los conflictos generados por el propio sistema recaiga en manos de quienes los generan. Pero su mayor virtud reside en la capacidad de modelar el ojo de quien mira para que el crimen colectivo aparezca como un fenómeno ‘natural’, bajo el argumento de que siempre ha habido opresores y oprimidos, explotadores y explotados, guerra y paz… puesto que el mundo en que vivimos está dado así, de una vez y para siempre.
Cualquier intento por cambiar la correlación de fuerzas, toda lucha por la igualdad o la conquista de derechos es como si retrasara el devenir ‘natural’ de las sociedades humanas y fuera contra natura del destino predeterminado que en sí, dicen, tiene el género humano. Y por último, para calmar los ánimos rebeldes frente a las injusticias, el sistema escribe y hace ejecutar las leyes mediante el uso obligado de escuelas, hospitales, comisarías, cárceles, cuarteles, fábricas, organismos gubernamentales, no gubernamentales, multinacionales, transnacionales, suelos, casas, calles, caminos, cementerios… lugares todos que habitamos o espacios concretos donde hacemos la vida y nos llega la muerte.
Ese imaginario espacial, del que formamos arte y parte, viene publicitado como herencia de ‘nuestros antepasados’ y es jurídicamente visto como patrimonio de la humanidad. En ese imaginario, tan falso como las imágenes de la caverna de Platón, es por donde circulan de mano en mano objetos y productos made in homo sapiens que, transformados en mercancías, nos habitan y dominan. Y es en esa caverna ocupada por sombras de lo humano que nuestro ser social nace, crece, se reproduce y muere al cuidado de las mujeres o del Estado, según convenga.
Quien ose introducir otros posibles imaginarios socio-político-económicos, sobre todo si son susceptibles de ser más convincentes y más convenientes para explicar por qué una sombra vale más que una persona, será recluido sin habeas corpus en el calabozo o inmediatamente pasado por las armas. Después levantarán un monumento a su memoria para el democrático deleite, tanto de los verdugos como de otras posibles víctimas. Por ejemplo, para los hibakusha y sus descendientes marcados de por vida por atroces deformaciones y enfermedades hereditarias sin posible cura, tenemos la visita en Hiroshima al “Parque memorial de la Paz”, después pueden pasarse por Nagasaki y contemplar los fondos del “Museo de la bomba atómica” y en los alrededores de la reconstruida catedral Urakami podrán contemplar algunos objetos que sobrevivieron a la gran explosión, al igual que los hibakusha.
Y así otros diez, veinte, doscientos, mil… memoriales erigidos por todo el Planeta, esas plantas potabilizadoras de millones de millones de litros de sangre inocente. Memoriales algunos que eluden a propósito los nombres de los mártires para condenarlos por exigencias del guión a la desmemoria histórica. Monumentos, en fin, erigidos para limpiar de ignominia los nombres de los asesinos, bien para poder nombrarlos presidentes de algún país, caso de Truman, bien para poderlos usar con legitimidad en la nominación de calles, plazas, avenidas o parques.
Sin embargo sí que es posible una otra manera de ver todo este asunto. Es la siguiente. Hiroshima y Nagasaki es punto de llegada y al mismo tiempo punto de partida en donde la maquinaria de guerra del capitalismo amplió el foco de sus intereses y desarrolló otras formas de mercado para poder continuar haciéndonos la guerra. Una de ellas son los organismos económicos supranacionales creados para suplir la toma de decisiones en las estructuras políticas surgidas a partir de los acuerdos de Yalta y Potsdam. Y otra es la creación, dominio y control de todo tipo de industria de la comunicación.
Si una de las maneras de dominio de unas personas frente a otras es la guerra, no hay que olvidar que en la guerra ejercemos todo tipo de luchas. Y una de ellas se presenta en la historia como una constante: la lucha de clases antagónicas en sus intereses. Las viejas clases opresoras y las nuevas clases oprimidas generan nuevas formas de opresión y también nuevas formas de lucha. Así mismo, a lo largo de la historia encontramos la guerra explícita y otras guerras más sutiles que subsumen maneras antiguas. Estos procesos de conflicto y violencia están indisolublemente unidos a los políticos y a las variadas y complejas maneras que hemos creado para comunicarnos. Así es como el uso de la violencia física se combina con el uso de la violencia simbólica, comunicacional, con el fin de derrotar al enemigo sin tener que derramar ni una gota de sangre. Es decir, desarmarlo antes del combate explícito.
Desde Hiroshima y Nagasaki las clases capitalistas se afanan en perfeccionar este método, hasta ahora exitoso, para que todas las acciones de la vida en colectividad reflejen y creen la propia vida en y desde los medios de comunicación masivos. Medios que precisan, como en la guerra, de la manipulación y el engaño, para que cuanto mayor y mejor sea el nivel de explotación, opresión y violencia, menores sean las luchas y resistencias colectivas que pudieran darse.
Todo lo planifican, lo miden, lo pesan y cuantifican en moneda de curso legal para permitir, o no, cierto nivel de vida de las clases trabajadoras, todo pivotando en su lucha por la sobrevivencia del negocio, del lucro, de la posesión del dinero, en suma, de la producción y reproducción del capital. Porque sabemos a las claras que de lo único que no puede prescindir esta forma de mercado es de nuestros cuerpos, manteniéndolos vivos de cualquier manera o bien muertos de cualquier forma.
Si en el siglo XXI seguimos presenciando guerras, pero también luchas y resistencias en Afganistán, Iraq, Palestina, Sahara occidental, Colombia, Honduras, Portugal, Grecia, Italia, España… donde podemos identificarnos con otros rostros y reconocernos mutuamente como protagonistas directos de nuestras luchas emancipadoras, es gracias también a los gritos desesperados de los muertos Hiroshima y Nagasaki. Grito que resquebrajó las paredes de la cueva-mundo en que vivimos para vislumbrar que es posible otro mundo para las generaciones futuras. Por sus grietas, imposible evitarlo, la luz del Sol puso al descubierto algunos caminos de liberación que hoy transitamos, y posiblemente otros muchos que aún nos quedan por descubrir.