La espada de Bolívar en el Yucatán
Por Nònimo Lustre. LQSomos.
El domingo 07.agosto.2022, tuvo lugar en Bogotá la ceremonia de investidura del Presidente Gustavo Petro. Su primera orden fue liberar la espada de Bolívar que el anterior presidente mantenía secuestrada. Cuando la sacra reliquia fue llevada al escenario, es fama mundial que todos los invitados de la tribuna de honor se levantaron y aplaudieron al símbolo del Libertador -“Alerta, alerta que camina / la espada de Bolívar por América Latina”, celebraba el enfervorizado público. Todos se levantaron… menos el rey Felipe VI. Tamaña grosería no nos extrañó porque las monarquías se caracterizan por su intrínseca insolencia. Es más alarmante que, al intentar justificarla días después, el Gobierno español demostrara ser su súbdito más mansito y sumiso –dicho de otro modo, el más estúpidamente nostálgico de las glorias invasoras… e, inevitablemente, de su correlato, el genocidio contra los amerindios.
Hoy, no vamos a comentar la figura de Bolívar. Si acaso, aludiremos de pasada que el Libertador nació en Caracas en el áureo seno de una familia que llevaba “196 años de establecida en Caracas, fue parte integrante de la oligarquía agraria terrateniente, de la plutocracia local, del privilegiado estamento social mantuano” (cf. M.A. Perera, La patria indígena del Libertador. Bolívar, bolivarianismo e Indianidad, Debate, 2009) Esta somera descripción nos ahorra el peliagudo trámite de abordar el hipotético indigenismo de Bolívar –un españolísimo partido político ha aplaudido a Felipe VI por “no doblegarse ante los indigenistas” (¡)
Hoy, por razones coyunturales que no hacen al caso y por si la opulenta Casa Real española y el no menos erudito Gobierno que (constitucionalmente) dizque la tutela, no recordara el poso de animadversión que subsiste allende el Charco, sólo vamos a comentar algunas rebeliones indígenas que tuvieron lugar en el México yucateco durante las primeras oleadas de la Invasión. Hoy sólo nos fijaremos en fray Diego de Landa, tristemente famoso por haber destruido buena parte de la cultura maya pero del que nunca establecemos una perogrullesca conjetura: para arrasar templos y casas, Landa asesinó a cuanto maya se opuso a la hecatombe.
Landa, obispo, inquisidor y ¿Cronista?
Aunque es tan popularmente conocido como malentendido, nunca sobra recordar que este ferocísimo fraile fue un cruel inquisidor en aquel territorio maya. Ejemplo: la sangrienta “persecución de idolatrías” materializada en 1562 en el Auto de Fe que perpetró en Maní (80 kms. al sur de Mérida), cuando cientos de indígenas renuentes al expolio fueron torturados en la garrucha, “trasquilados, encorazados, ensambenitados” y finalmente ejecutados. ¿Cuántos mayas fueron asesinados en aquella piadosísima ceremonia? Algunos autores calculan que Landa perdonó la vida a 150.000 ‘yucatenses’. Basándonos en una ratio sociedad/élite de un 10% de sabios mayas que algunos etnohistoriadores consideran plausible, concluiremos que Landa & Co. asesinaron en Maní 1562 a miles de ‘sacerdotes’ mayas -¿15.000? Pero nunca sabremos la cantidad aproximada porque el mismo monje hiperproselitista prescribió que muchos mayas “de tristeza engañados del demonio, se ahorcaron y que en común todos mostraron mucho arrepentimiento y voluntad de ser buenos Christianos” (Landa, Relación de las Cosas de Yucatán, ca. 1566) ¿Cómo distinguir a un suicida ahorcado de un reo ahorcado por su idolatría?
“Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena“, dijo Landa, para muchos impresentables eruditos, ‘el padre de la ciencia maya’, ‘el monje etnólogo’, etc. Solo cuatro o cinco códices sobrevivieron al Auto de Fé de 1562.
Si hemos escogido comenzar por este sanguinario fraile es porque el alcarreño franciscano Diego de Landa Calderón (OFM, 1524-1579, pese a presumir de ser testigo de los hechos, seguramente por su afán inconfeso de prosperar en la Corte de Madrid, cita demasiado a Antonio de Herrera y Tordesillas (1549-1626), supuesto erudito que escribió sobre todo lo divino y humano y, quizá por esta sinrazón cosmopolita, arquetipo del Cronista de Yndias propagandista útil al Imperio en tiempos de globalización invasora. Herrera, quien nunca cruzó el Charco, debe su enorme fama a haber escrito unas Décadas (sobre Yucatán, ver Década Cuarta de la Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano que llaman Indias Occidentales,1601 y 1615) que han podrido la historiografía de las primeras Invasiones. Igual que Herrera hizo con el resto no sólo de las Yndias sino del mundo, para incluir en sus mamotretos la invasión del Mayab (Yucatán) se apoya en Landa sin el menor atisbo de crítica ni, menos aún, de comparación con las fuentes mayas o con otros autores europeos. Por lo tanto, no debemos menospreciar la influencia de las intrigas cortesanas en la obra de los afamados testigos presenciales de Ultramar –mediante sus servicios secretos (confesionario y potro de la tortura) el Imperio Indiano preconizó durante tres siglos la más estricta ortodoxia monárquico-católica.
Una vez exangüe el fuego inquisitorial,
¿fray Diego arrojó a la pira a los niñitos mayas que le imploran de rodillas?
Landa quemando códices según Diego Rivera
Quema de los ídolos y documentos mayas por fray Diego de Landa.
Mural contemporáneo del artista yucateco Fernando Castro Pacheco -en Mérida, Yucatán.
El episodio de los mayas auto-ahorcados es harto dudoso. No obstante su inverosimilitud primaria, el auto-suicidio de los amerindios es un aspaviento que nos perseguirá durante toda la Invasión. Landa vuelve a manosearla: “Fingió el indio estar descuidado, para asegurar el ballestero y éste entendiendo era el descuido verdadero, le disparó una jara de la ballesta [léase, aprovechando la ocasión, el ballestero le dispara] Como en el indio la disimulación no era falta de cuidado, al punto que le encaró la ballesta, armó el arco, y disparó un flechazo, que aunque hirió al ballestero en un brazo habiendo salido antes la jara del castellano [no hay duelo caballeresco pues el Invasor asaeta a traición al indio], se halló el indio herido en los pechos, y atravesada la mano del encarar. Era tanta la soberbia de este indio, que viéndose herido tan mal, porque no se dijese que moría a manos de aquel español, se apartó de allí, y a la vista de los suyos se ahorcó con un bejuco.” En palabras más modernas, a la consabida explicación de la ‘facilidad’ de la Invasión (la predisposición genética contra las pestes europeas en primer lugar), ahora habrá que añadir que los genes amerindios sólo eran activos en el suicidio.
Y pasa a narrar las hazañas genocidas del Jefe de la Invasión con un dato que pone de manifiesto el desorden, el nepotismo y el sistemático engaño que sufrió el común pobre de los Invasores: “Dio a conocer el Adelantado [Francisco de Montejo (1479-1553), cabeza de una dinastía homónima] a los indios a algunos de los españoles, a quienes habían sido encomendados, y el orden que con ellos habían de tener… fue tan grande el número de los indios, que a los encomenderos cupo, que al que menos alcanzó, fue tres, y dos mil; pero sin duda engañaron los indios al Adelantado en el mapa y número que le dieron, como se halló después cuando pudieron poseerlos, que a muchos no les alcanzó las rentas para sustentarse…No pareció recibir los indios encomendados a sus encomenderos con gusto, y conocíaseles en la tristeza del semblante y poco agasajo con que los recibían”. Realmente, ¿hubo muchos colonos encomenderos que esperaban ser recibidos con alborozo por sus esclavos mayas? No parece creíble; pero, de esta manera, el sinuoso fraile deriva a los paupérrimos el rampante favoritismo y el capricho de los capitanes invasores.
El Adelantado Montejo pisando las cabezas de los Maya como Cortés
pisa la cabeza de un ‘idolo azteca’ en Medellín, Badajoz, España.
A la drcha., un salvaje montuno. Casa de Montejo, Mérida, Yucatán
Cuando los Invasores exigían sumisión, guajolotes y maíz a los indígenas, algunos caciques rebeldes respondían: “las gallinas que le pedía, las daría en las lanzas, y el maíz en las flechas”. Pero, hambreados y atemorizados, los castellanos necesitaban comunicarse entre fortines alejados. Encontraron que lo más efectivo era enviar de mensajeros a niños mayas cuyas familias estuvieran presas como rehenes: “Cogido aquel mancebo entre los otros indios, pareció llamar a su padre, y ofreciéndole, si enviaba las cartas y traían respuesta, que no solamente darían libertad al hijo, pero que volverían todo lo que se halló en las canoas… pero no sólo no lo cumplió, más viendo que ya era pasado, supo Alonso Dávila que los indios procuraban hurtar las canoas, que las cartas no habían ido y que se juntaban indios de guerra para venir sobre Villa Real.”
Ni siquiera cuando se limita a las generalidades de la Invasión, Landa quiere evitar las hipérboles cuantitativas que, generalmente, nos marean con los miles de indios que matan con fruición sino que fray Diego también las aprovecha en el caso de los soldados españoles. Velay: “Trabóse una de las peligrosas batallas, que los españoles han tenido en estos reinos; porque aunque a su esfuerzo se aumentó pelear por las vidas… los indios también peleaban, por quedar señores de su tierra, y en la libertad que pretendían, con ganar la victoria… Recogidos a su fortificación, hallaron haber muerto aquel día a manos de los indios ciento y cincuenta de aquellos primeros conquistadores.
Y un detalle filológico-político que nos ilustra sobre el caso general de la estratificación amerindia y, en particular, la propia de los indígenas auxiliares: “el viaje a Campeche por tierra era; peligrosísimo, y los señores cheles [indígenas, hoy, sinónimo de rubios y/o de forasteros blancos] no eran poderosos [para proteger a los invasores], para llevarlos sin trabajo, habiendo en él tanta multitud de indios enemigos, no sólo de los españoles, pero aún de los mismos cheles.”
Anecdotario
Del “monje etnólogo” cabría esperar una mayor viveza en las descripciones exóticas e incluso una gran atención a los episodios domésticos de la destrucción del Mayab pero no hay tal. Asfixiado por esas peleas entre Cronistas que se decidían en Madrid, atareado en las idas y venidas de los Invasores, cometió todos los errores que no debería haber cometido como etnólogo –y no hablamos de doctrina católica ni de la evangelización a la que se debía como obispo inquisidor. No, hablamos de objetividad y de verificación como sustento del método científico. Dentro del estrecho margen que le permitían su Orden, la censura ‘madrileña’ y la volatilidad de las mesnadas invasoras, Landa nos ofrece un ramillete de anécdotas que, siempre rozando la inverosimilitud, van de lo infantil al marrón escatológico:
“Habiendo una noche descuidado a los indios, ataron un perro hambriento a la lengua de una campana, y le pusieron en distancia, que el olor le llegase y no alcanzase donde el pan estaba… [los Invasores salieron sigilosamente del fuerte] El perro como veía que se iban, por irse con ellos tiraba del cordel, y tocaba la campana, después por alcanzar el pan, hacía lo mismo, conque engañados los indios, presumiendo que los castellanos tocaban rebato, se estuvieron quedos” –“la industria prevaleció a la fuerza”, dictamina Landa. Los amerindios tenían perros autóctonos ergo, aunque fueran muy diferentes los mastines guerreros y los escuincles locales, algo sabían del comportamiento perruno. Por tanto, esta anécdota roza la inverosimilitud.
La tropa castellana tuvo que romper asedios constantes: “Perturbó su orgullo esta salida… pero muchos indios hubo, que con valor resistieron este encuentro, y tal, que andando corriendo uno de los castellanos a media rienda, le cogió el caballo por una pierna, y le detuvo”. Típica jácara cuartelera que nadie vió en su momento pero que se repite en todos los fortines.
Finalmente, Fisiología cotidiana: “Era ficción en el indio la voluntad que manifestaba; y así en una ocasión, habiéndose vuelto de rostro el Adelantado para una necesidad ordinaria; su espada estaba arrimada en un rincón, y este cacique con toda presteza la sacó de la vaina, e iba a matar con ella al Adelantado, que mal se defendería, estando vueltas las espaldas. Fue Dios servido, que… Blas González, y sacando su espada, llegó al indio a tan buen tiempo, que antes que ejecutase el golpe, le cortó el brazo” –milagro escatológico-metalúrgico.
Ilustración del gran artista oaxaqueño Francisco Toledo
en el libro de Alfredo López Austin y F. Toledo Una vieja historia de la mierda
(Ediciones Toledo 1988 y CEMCA 1992-2009 y Le Castor Astral 2009)
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