Acerca de las diferencias en la mortalidad por COVID-19
Félix León Martínez*. LQS. Febrero 2021
“Con genes comunes, ¿cómo resulta mil veces más afectada una población afro que otra? Tras esta pregunta surge de inmediato un diferencia fundamental entre unos y otros: la obesidad, pero no la obesidad enunciada como comorbilidad de individuos con malos hábitos, por la epidemiología tradicional, sino la obesidad como resultado mayoritario y esperable de una forma de vida”
Las diversas y variadas interpretaciones que conocemos, sobre las diferencias en el número de muertes por COVID-19 en los distintos países y regiones del mundo, nos dejan un sabor a pobreza de análisis, que no es fácil de entender transcurrido un año de pandemia y ante la magnitud de la crisis, que ya contabiliza dos millones y medio de muertes. Adicionalmente, el comportamiento de la pandemia se torna más incomprensible cuando las cifras y los variopintos análisis, finalmente, son reproducidas por los medios masivos.
Resulta difícil asimilar cómo, trascurridos doce meses de entrevistar expertos a diario, los grandes medios de comunicación no hayan entendido la diferencia entre un número y una tasa, que no hayan comprendido que los 150.000 muertos por COVID-19 en la India significan tan sólo 110 muertos por millón de habitantes, mientras que los 55.000 muertos de Colombia se traducen en una tasa de 1.100 muertos por cada millón de ciudadanos, lo que quiere decir que la gravedad de la pandemia en Colombia es diez veces mayor que en la India.
Una vez se comparan las tasas, la lista de los países más afectados cambia notoriamente. Pero se requiere seguir profundizando en el asunto. Si comparamos los países de buen tamaño (es decir si se separan aquellos con menos de 10 millones de habitantes), es claro que la lista de afectados está encabezada por países de Europa occidental, como Bélgica, Reino Unido, Italia, Portugal o España, acompañados de cerca, incluso entremezclados, con países de América, como Estados Unidos, México, Perú, Colombia y Brasil. En todos ellos la epidemia se ha llevado en el año a más de un habitante de cada mil.
Sin embargo, comparar las tasas de mortalidad general por COVID-19 de naciones con un porcentaje significativo de población anciana, como las europeas, con las tasas de países con población mayoritariamente joven, como los latinoamericanos, resulta ventajoso para los últimos y realmente injusto para los primeros. La evaluación de la gestión de los países ante la pandemia no debería realizarse en función de los casos positivos por millón de habitantes, pues muchos gobiernos limitaron seriamente el número de pruebas y ocultan de esta forma el verdadero número de afectados por el SARS-CoV-2 (como México); tampoco sobre la tasa de mortalidad general, pues el mundo sabe ya que la mortalidad por COVID-19 se concentra en las poblaciones de mayor edad. Si se quieren comparar naciones y gobiernos, una evaluación medianamente ponderada deberá partir de analizar la mortalidad de los mayores de 60 o 70 años.
Los países de América Latina nos muestran que un 80 % de las muertes se da en población de más de 60 años. En los países de Europa, hasta un 95 % de las muertes corresponde a mayores de 70 años. La diferencia, en este caso, sí podría obedecer a la respuesta efectiva e igualitaria de los sistemas de salud. Las mayores tasas de mortalidad en mayores de 60 años corresponden a países como México, Colombia, Perú y Brasil, además de Sudáfrica, con tasas superiores a 10.000 muertes por millón de habitantes de estos grupos de edad, el doble de la que arrojan Estados Unidos, Reino Unido, Italia, España o Francia, con tasas alrededor de las 5.000 muertes por millón de habitantes en población mayor de 60 años. Las cifras son aproximadas, por no contar con información exacta del porcentaje de muertes por COVID-19, que corresponden a mayores de 60 años en cada país. Sin embargo, no cabe duda que la tasa de mortalidad por COVID-19 en este grupo de edad, en Latinoamérica, es el doble de la de los países de Europa.
Otra forma adecuada de evaluar la afectación de cada país, región o ciudad, es estudiar el exceso de mortalidad durante la pandemia respecto al promedio histórico. De esta forma se observa rápidamente (como en el siguiente gráfico publicado por el Financial Times) que Perú se lleva el peor resultado, con una sobremortalidad del 97 % respecto al promedio histórico, seguido de Bolivia, con un 72 %, Ecuador, con un 69 % y México, con un 52 %. Muy lejos del Reino Unido y España, que apenas registraban una sobremortalidad del 21 %, Estados Unidos con el 19 %, e Italia, con sólo el 18 % de exceso de mortalidad sobre el promedio histórico. Esta será definitivamente la evaluación dura del impacto diferencial de la pandemia en los distintos países y regiones. Más que evaluación de los gobiernos, se convierte en una evaluación que deja la pandemia sobre la funcionalidad o disfuncionalidad de las respectivas sociedades.
Pero, volviendo a las cifras publicadas diariamente por Worldometer, en los primeros 50 lugares en las tasas de mortalidad de la población general, no aparecen países africanos, salvo Sudáfrica y apenas algunos asiáticos, como Irán, que no ocupan lugares notorios, con tasas de mortalidad de 800 y 700, respectivamente, por millón de habitantes. La mayoría de los países de África negra se encuentra en la cola de la lista, con las tasas de mortalidad más bajas en el mundo, como Niger y Uganda, con apenas 7 muertes por millón de habitantes, seguidos por República Democrática del Congo y Nigeria, con 8, Angola y Liberia, con 15 y 17, y Etiopía con 19 muertes por millón de habitantes. En suma, la tasa de mortalidad de estos países es la centésima parte de la señalada para los países de Europa Occidental y Latinoamérica.
Igual sucede con los países de Asia Oriental y Asia del Sur, también situados al final de la tabla de mortalidad, como Camboya, con 0 (cero) mortalidad por millón de habitantes, Taiwán y Vietnam con apenas 0,4 muertes por millón, Tailandia, únicamente con 1 muerte por millón de habitantes (todas cifras que alcanzan tan sólo una milésima de las europeas y americanas citadas), y sí, también China, con sólo 3 muertes por millón de habitantes. Con baja tasa de mortalidad se encuentran Malasia y Corea del Sur, con 30 muertes por millón de habitantes, Bangladesh, con 50 muertes por millón, Japón, con 56, y Myanmar (antes Birmania), con 58 muertes por millón de habitantes.
Diferencias de 1.000 a uno, o de 100 a uno, en la fuerza mortal de la pandemia en los distintos países y regiones han sido explicadas de las formas más extrañas y absurdas, todas ellas muy poco coherentes y francamente insatisfactorias. Hay quienes pretenden explicar la espantosa mortalidad de los países de occidente por razones políticas, al señalar, por ejemplo, que las dictaduras de los países de Asia y África pueden manejar mejor a la población “subyugada” que los países como Estados Unidos, donde “los individuos son libres”, y por tanto incontrolables. Hay quienes intentan encontrar la respuesta en razones hipocráticas, como los antecedentes patológicos, como epidemias previas de SARS en los países asiáticos, que hubieran creado defensas en estas poblaciones. Hay quienes esbozaron argumentos de redes, tan en boga, para atribuir las bajas tasas de mortalidad de los países de África a las pocas comunicaciones con el mundo. Algunos pretenden una relación absoluta entre pobreza y mortalidad. Otros más han sugerido razones biológicas, al exponer razones genéticas (no probadas) en la capacidad de defensa de los pueblos frente a la pandemia, y tampoco faltan explicaciones antropológicas y ecológicas para explicar las enormes diferencias. Nada está claro.
Como siempre, en circunstancias similares, la ausencia de respuestas aceptables señala que no se han hecho las preguntas correctas, en este caso, sobre el comportamiento diferencial de la epidemia. Y la causa de que no se formulen preguntas correctas tiene que ver con el encasillamiento del pensamiento científico, limitado severamente, sino francamente encadenado, por las ideas predominantes sobre el hombre y la sociedad; es decir, por las tesis liberales y el darwinismo social.
La epidemiología, al igual que la economía ortodoxa, tiene como marco teórico el denominado “individualismo metodológico”, desde el cual que supone que todos los fenómenos sociales son en principio explicables por elementos individuales; es decir, por las propiedades de los individuos. Es precisamente por esta causa que, a diario, nos aburren los medios de comunicación con la lectura de las morbilidades preexistentes en las víctimas del COVID-19.
La epidemiología tiende a ver las variables grupales como meros agregados de variables de nivel individual, desde su posición epistemológica. Para la mayoría de los expertos en dicha disciplina no hay un problema de vida y alimentación de los pueblos, sino una suma de malos hábitos que produce obesos en la población, igual que para los economistas ortodoxos la pobreza no es un problema en el ordenamiento político y social, sino un número de individuos incapaces de formar emprendimientos.
Como señalara Ana Diez-Roux: “Esta individualización del riesgo perpetúa la idea de que el riesgo se determina individual y no socialmente y hace que se mire con desinterés la investigación del efecto de variables de nivel macro (o variables grupales) en los resultados correspondiente a individuos. Los ‘estilos de vida’ y las ‘conductas personales’ se consideran opciones libres de los individuos, disociadas de los contextos sociales que los delimitan y restringen. Esta tendencia que explica los patrones de salud y enfermedad exclusivamente por las características de los individuos es análoga a la doctrina del individualismo metodológico en ciencias sociales”.
Desde esta perspectiva individualista, no caben las preguntas del por qué las poblaciones de las naciones centroafricanas (todo África excepto el Norte del Sahara y Sudáfrica) no han resultado gravemente afectadas por el COVID-19, mientras que los afrodescendientes norteamericanos son golpeados con especial dureza, en una de las naciones con mayor número de muertes por la pandemia. Con genes comunes, ¿cómo resulta mil veces más afectada una población afro que otra? Tras esta pregunta surge de inmediato un diferencia fundamental entre unos y otros: la obesidad, pero no la obesidad enunciada como comorbilidad de individuos con malos hábitos, por la epidemiología tradicional, sino la obesidad como resultado mayoritario y esperable de una forma de vida; aquella obesidad relacionada, por ejemplo, con la forma de alimentación del pueblo norteamericano, especialmente de las clases sociales con bajos ingresos y trabajos precarios; la obesidad igualmente derivada de la necesidad de ganancias de una industria de alimentos y bebidas, y de los negocios de comidas rápidas, que se han constituido en la única posibilidad real de comida diaria para la población con salarios bajos en los Estados Unidos, país que, por cierto, ostenta el mayor porcentaje de obesidad en el mundo, en la población de 18 y más años, según la FAO (37,3% en 2.016).
Al comenzar 2021, se podía observar que gran parte de los países con mayores porcentajes de población obesa eran al mismo tiempo los países con mayores tasas de morbilidad y mortalidad registradas por COVID-19 en la población general, mientras que, al otro extremo de la lista ordenada, aparecían los países con bajísima proporción de población obesa y con casi nula mortalidad en la pandemia. Por regiones se puede evidenciar esta tendencia en regiones del mundo en la siguiente tabla. Cabe advertir que la agrupación de regiones de la FAO es una categorización artificial, que puede generar sesgo, al igual que la agrupación de habitantes por países o razas, pero nunca tan absurdo y poco científico, por ejemplo, como la categoría racial “hispano” que por décadas hemos tenido que observar en las publicaciones científicas provenientes de los Estados Unidos. En términos de ciencia siempre es bueno reconocer, previamente, tanto posiciones como limitaciones.
Por tanto, sin pretender una demostración estadística concluyente, y sin tener en absoluto necesidad de encontrar un encadenamiento causa efecto, como acostumbra la epidemiología clásica, se puede decir que la relación entre la obesidad en las regiones y la tasa de mortalidad por COVID-19 se hace evidente en el siguiente gráfico, para las regiones del mundo que agrupa la FAO.
Algunas regiones, curiosamente aquellas con menor población, apenas 100 millones de los 7.900 millones de habitantes del planeta, se alejan de la línea que representa la tendencia de la relación entre las dos variables, son ellas Oceanía y El Caribe. Con el resto de las regiones, que representan 7.816.973.717 habitantes del planeta, el R2 o coeficiente de determinación se eleva a 0,614, que señalaría una relación más estrecha entre la mortalidad por COVID-19 y la proporción de obesos en las regiones del mundo. No se pretende, señalamos nuevamente, ni crear un modelo monocausal, ni una asociación causa efecto. Para ello, la supresión de estas regiones menores implicaría simplemente que el modelo de causalidad requiere de variables adicionales.
Podríamos explicar, con cierta probabilidad de convencer, que Oceanía, constituida mayoritariamente por dos países grandes, Australia y Nueva Zelanda, a pesar de contar con un 30 % de población obesa, contuvieron con rigor absoluto la transmisión del virus (cerraban una ciudad de un millón de habitantes por uno o dos casos positivos) y de esta forma evitaron la mortalidad que era esperable con tal característica poblacional. Sin embargo, de nuestro querido y cercano Caribe, podemos decir, sin reparo, que no tenemos idea del por qué también se aleja de la tendencia de relación obesidad vs mortalidad por COVID-19. Recordemos entonces que el filósofo nos enseñó que, simplemente, al aceptar que no sabemos, se abre la posibilidad de conocer más. Sin embargo, por ahora nos basta con señalar que estas regiones representan tan sólo cerca del 1 % de la población del mundo y que, por tanto, no desistimos en continuar la observación del fenómeno en el 99 % restante.
El siguiente punto, que se aleja de la línea de tendencia, representa la Región de África del Norte, que cuenta con un importante porcentaje de población obesa (28.7 %) y baja tasa de mortalidad por COVID. Representa otro 2 % de la población mundial, aproximadamente. Si también lo quitáramos del gráfico, intencionalmente, nos quedarían (sin Oceanía, el Caribe y Norte de África), regiones que suman un total de 7.613.398.101 habitantes, es decir aproximadamente el 97 % de la población mundial y el llamado coeficiente de determinación alcanzaría un 75,2 %.
Una mirada por la vecindad, nos deja ver que, en los países musulmanes, incluidos los de África del Norte y también los de Asia Occidental, con importantes porcentajes de población obesa, no se da la estrecha relación entre población obesa y tasa de mortalidad por COVID-19 que encontramos en el resto de las regiones del mundo. Podemos sospechar que alguna razón de tipo cultural o alimenticio, o la forma de vida de estos pueblos, afecta la relación estudiada y evita la alta tasa de mortalidad.
Hasta aquí diríamos, con satisfacción, que se encuentra una relación importante entre los dos fenómenos, pero, por supuesto, sabríamos igualmente que se requiere mayor información sobre las excepciones. De nuevo, se reitera, no se trata de una explicación causal y, conviene aquí recordar, lo que nos enseñara un recordado maestro de la Facultad de Medicina, que relaciones probadas no implican necesariamente causalidad: el hecho de que el 90 % de los estudiantes lleguen en transporte público a la universidad, no quiere decir que el transporte público sea la causa de los estudios universitarios. Es decir, que si la relación entre el porcentaje de población obesa y la tasa de mortalidad por COVID-19 existe, no sabemos si esta se debe a que al coronavirus se le facilita reproducirse en una población con abundante proporción de grasa corporal o si la condición de obesidad y el síndrome metabólico tras ella, que explica mejor y más ampliamente el principal problema de salud de los pueblos de Europa y América, reduce la capacidad de defensa de los individuos o a un tercer factor asociado a los dos fenómenos descritos.
Lo que sí podemos saber, después de esta reflexión, es que, tanto en América como en Europa, la alta tasa de mortalidad por COVID-19 tiene relación con el resultado en obesidad derivado de la forma de vida y alimentación de sus pueblos (no de los malos hábitos de los individuos), más que con las explicaciones sobre sus sistemas políticos o sus sistemas de salud que, por supuesto, también inciden en las cifras finales de mortalidad.
Lo que también podemos saber, tras el análisis, es que la baja tasa de mortalidad en países con mínimo porcentaje de población obesa, por no decir mayoritariamente flaca, como Tailandia, Birmania, Filipinas o Vietnam, no puede atribuirse fundamentalmente a la maravillosa gestión de sus gobiernos poco democráticos o francamente dictatoriales. Lo mismo puede decirse del éxito proclamado por muchos de los gobernantes africanos.
Y aquí surge una nueva pregunta. En los países grandes de Latinoamérica tenemos más de una tercera parte de población pobre, malnutrida por el consumo de carbohidratos y grasas en exceso, mucha de ella con síndrome metabólico y en buena proporción obesa, junto con otro grupo poblacional, bastante menor, en pobreza absoluta, desnutrido y delgado sobre manera. Ya sabemos que la mortalidad se concentra en los estratos bajos, pero ¿ambos grupos resultaron igualmente afectados? Merecería la pena estudiarlo, pero sospechamos que la población hambrienta impuso un límite a la pandemia tanto en la India como en Haití o Venezuela, o en los barrios de misera de nuestras ciudades (como las de la Costa Atlántica en Colombia), mientras que la pobreza del primer tipo, claramente predominante en los Estados Unidos, permitió alcanzar el medio millón de muertos.
En todo caso, ya es posible vislumbrar que la evaluación de la pandemia a mediano y largo plazo causará vergüenza a los gobiernos latinoamericanos, pero, más aún, será evidencia concluyente de la disfuncionalidad de la estructuras económicas, sociales y políticas de nuestra región, campeona ya no solamente en inequidad, sino también en COVID-19.
* Investigador Grupo de Protección Social, Centro de Investigaciones para el Desarrollo (CID) de la Universidad Nacional de Colombia. Presidente de la Fundación para la Investigación y el Desarrollo de la Salud y la Seguridad Social (FEDESALUD)
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