¡Basta ya! Es hora de liberar a Julian Assange
Por Alan Rusbridger*
El último intento del fundador de Wikileaks de luchar contra la extradición a Estados Unidos nos confronta con preguntas fundamentales sobre la libertad de prensa y el poder del Estado
Puede que te hayas olvidado de Julian Assange. Han pasado 11 años desde que desapareció de la vista pública, primero en el claustrofóbico aislamiento de la embajada ecuatoriana y luego, casi cinco años después, a la prisión de máxima seguridad de Belmarsh. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Todo eso está a punto de cambiar mientras lucha en un último intento en el Tribunal Superior de Londres para evitar ser extraditado a Estados Unidos, con grandes probabilidades de desaparecer una vez más, esta vez en una penitenciaría estatal durante mucho tiempo.
¿Por qué deberíamos preocuparnos?
Hay mucha gente a quien no le preocupa. Puede ser porque no les cae bien Assange, hay que reconocer que tiene una habilidad única para perder amigos y enemistarse con gente. En los medios de comunicación hay mucha gente que no cree que sea un “auténtico” periodista, y por lo tanto no moverán un dedo para defenderlo. Algunos no le perdonarán nunca su papel en la filtración de información sobre la campaña de Hillary Clinton en 2016, y lo acusan de ser un pelele de Putin.
Y luego hay gente que tiene una fe conmovedora en esas cloacas secretas de nuestro estado, y detesta a cualquiera que levante la tapa. James Bond es una marca mundial, incluso si la contranarrativa es a veces más George Smiley o Jackson Lamb de Slow Horses. Nunca olvidaré a un distinguido editor, en el momento culminante de las revelaciones de Edward Snowden, que escribió: “Si los servicios de seguridad insisten en que algo es contrario al interés público… ¿quién soy yo para no creerlos?”
En otras palabras, confía en el estado. Si dice “¡Salta!”, solo tienes que preguntar “¿Cómo de alto?”.
¿Pero por qué lo harías? El “estado” —¿o es que no lo sabemos ya?— hace un montón cosas mal a diario. Lo mismo ocurre, inevitablemente, con el estado secreto, el estado profundo, las cúpulas de la seguridad, como quieras llamarlo.
¿Te pondrías en manos de la policía o los servicios de seguridad para que vigilasen todas sus comunicaciones y movimientos? No si has leído a Orwell. ¿No te diste cuenta de los fallos de inteligencia y los trampantojos que ayudaron a moldear la política de EEUU y el Reino Unido antes del desastroso ataque a Iraq en 2003? ¿En serio?
¿No te enteraste de las denuncias probadas de tortura y extradición durante y después del 11 de septiembre? ¿Te perdiste los hallazgos de vigilancia ilegal tras las revelaciones de Snowden? ¿Te encoges de hombros cuando lees que la policía o las agencias de inteligencia se infiltran en grupos de protesta, con comportamientos que son actualmente objeto de investigación sobre la policía encubierta en el Reino Unido?
En otras palabras, las cúpulas de la seguridad son necesarias y hacen una gran labor, pero es imprescindible que haya un seguimiento de sus actividades y que rinda cuentas. Especialmente porque tiene un poder inmenso sobre la vida de las personas, incluyendo cuestiones de vida o muerte.
Pero cualquier intento de escrutinio se hace muy complicado, dado que las partes más sombrías del estado cuentan el refuerzo de un escudo protector cada vez más basado en prohibiciones mediante la ley y el castigo.
A lo largo de los años, las personas que filtran información han hecho un trabajo muy valioso, recordemos a Daniel Ellsberg, Clive Ponting, Chelsea Manning, Thomas Drake, Katharine Gun o Edward Snowden. Y luego está la estirpe híbrida de gente como Assange, parte activista, parte periodista, parte editor, parte hacker.
Casi todos ellos siguen un patrón. Son denunciados con vehemencia por el Estado como viles traidores. Luego viene una forma de reevaluación: los jurados los absuelven, la opinión pública cambia; los presidentes, tras reflexionar, conmutan sus sentencias. Finalmente viene una forma de redención: se celebran en las películas de Hollywood y/o son honrados por su coraje. Daniel Ellsberg, cuando murió el año pasado, había adquirido una especie de estatus icónico como persona que hizo lo correcto cuando importaba.
Y lo mismo con Julian Assange. Claro que lo odian. Claro que quieren que su caso sea ejemplarizante. Por supuesto que nunca jamás admitirán que las revelaciones de Wikileaks sobre las guerras de Afganistán e Iraq encerraban un mínimo ápice de interés público.
Por supuesto que quieren detener cualquier clase de escrutinio del estado secreto. En los últimos años EEUU, el Reino Unido y Australia han intentado por todos los medios meter palos en las ruedas a quienes intentar arrojar luz sobre aquello que no quieren que se ilumine. Penas más largas de cárcel; tipificación como delito del hecho de poseer material clasificado, por no hablar de publicarlo; amenaza de órdenes judiciales para impedir la publicación; el derecho a espiar a los periodistas y sus fuentes; la persecución de activistas y otros que podrían presentar un “riesgo”.
Y ahora quieren coger a Assange, tal vez alentados por la respuesta comedida respuesta de la comunidad periodística internacional a su comparecencia. Pero es hora de despertarse y alarmarse.
“Si la fiscalía tiene éxito —afirma James Goodale— la investigación basada en información clasificada recibirá un varapalo casi mortal”. Merece la pena escuchar a Goodale, ahora de 90 años, que dirigió la defensa del New York Times en el caso de la publicación en 1971 de los Papeles del Pentágono, el entonces dossier secreto filtrado por Ellsberg que exponía la verdad sobre la guerra de Vietnam. Y sí, eso se convirtió en una película de Steven Spielberg con Meryl Streep y Tom Hanks. El tiempo es un gran sanador.
Así que Assange, un ciudadano australiano, ¿debe ser extraditado?
Imagínate otro escenario. Una periodista estadounidense, que trabaja en Londres, comienza una investigación sobre, digamos, el programa de armas nucleares de la India. Sus informes violan claramente la Ley de Secretos Oficiales de 1923 de ese país. India quiere procesarla y, con suerte, encarcelarla durante mucho tiempo, pour décourager les autres.
¿Se imaginan alguna circunstancia en la que esa periodista estadounidense fuera enviada a Delhi en un vuelo de Air India? Claro que no: ningún gobierno americano lo aceptaría. ¿Entonces por qué, cuando incluso el primer ministro australiano, Anthony Albanese, ha dejado claro que es hora de liberarlo, seguimos derrochando recursos judiciales y penitenciarios para seguir discutiendo cuánto más castigo se puede infligir a Assange?
Sé que Assange es en cierto modo una figura problemática, aunque siempre defenderé el trabajo que hicimos juntos cuando yo era el editor de The Guardian, sobre los registros de guerra de Iraq y Afganistán y los cables diplomáticos. Entiendo por qué su defensa por parte de la comunidad periodística en general ha sido algo templada.
Pero sé que no pararán con Assange. El mundo de la vigilancia casi total, simplemente esbozado por Orwell en 1984, es ahora escalofriantemente real. Necesitamos valientes defensores de nuestras libertades. Todos acabaran siendo héroes de Hollywood, como lo fue el Winston Smith de Orwell.
Pero estoy de acuerdo con Albanese y su mensaje nítido al presidente Biden. Ya basta. ¡Libérenlo!
* Nota original: Enough is enough—it’s time to set Julian Assange free. Traducido para LoQueSomos por Selodi Gasan Adie.
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