Blas Piñar y el culo de Ava Gardner
Los monstruos siempre me han inspirado curiosidad. Tal vez es un impulso insano, pero me gusta contemplarlos de cerca. Por supuesto, no me refiero a las personas con alguna anomalía física. De hecho, nada me repugna más que el escarnio de un ser humano afectado por una discapacidad. Mi curiosidad se restringe a los sufren una deformidad moral, una patología del espíritu. Blas Piñar era un verdadero monstruo, tan terrorífico como el perro de los Baskerville. Nadie puede negar su naturaleza de sabueso, con unas mandíbulas temibles y un ladrido sobrecogedor. Su deformidad moral se convierte en evidencia incontestable al leer cualquiera de sus frases: “Cuando se pregunta si hay razones suficientes para que España siga viviendo, si no ha llegado la hora del finis Hispaniae, los que la amamos profundamente nos levantamos y gritamos aquel grito noble y valiente de Santiago y cierra España”. No recuerdo el año exacto, pero en mi adolescencia no pude resistir la tentación de atisbar al monstruo desde su atalaya en la Plaza de Oriente. Creo que no había cumplido los quince y me temo -¡ay!- que aparentaba doce, lo cual no me hacía ni puñetera gracia. Pensé que mi aspecto aniñado me protegería en mitad de una multitud llena de odio y fervor patriótico. Por entonces, vivía en Altamirano 48, cerca de Pintor de Rosales. Me levanté a las diez y escogí un atuendo discreto para infiltrarme en la manifestación convocada en honor de Franco y José Antonio. La memoria no es fiable cuando han transcurrido varias décadas, pero recuerdo que ese 20 de noviembre no hacía frío. Si fuera Rafael García Serrano, podría escribir que el sol brillaba sobre las crestas blancas de la sierra del Guadarrama, con un resplandor imperial, de cobre antiguo forjado en el yunque de la Raza. Me limitaré a comentar que la mañana invitaba a tumbarse en el césped y olvidar la estupidez humana, pero los cachorros de Falange y Fuerza Nueva se habían apoderado del barrio y se alineaban militarmente en el Parque del Oeste y el Templo de Debod. Ataviados con la camisa azul y la boina roja, doblaban el codo para guardar la distancia adecuada y componer filas de acuerdo con el más rancio estilo castrense. Casi todos los grupos (o escuadras, según su lenguaje), eran bastante chapuceros y no conseguían dibujar líneas uniformes, pero nunca faltaba un cabecilla que les amonestaba a gritos, cuestionando su aptitud como soldados. Algunos eran niños de diez o doce años, pero endurecían el rostro para aparentar más edad. No se aplicaba ningún criterio sexista, pues chicos y chicas se mezclaban en la pantomima. Yo llevaba una camisa blanca, unos vaqueros nuevos y una cazadora militar comprada en el Rastro. Aunque me duela admitirlo, tenía cara de pijo. Imberbe, con los ojos azules y la raya a un lado, parecía un hijo de la burguesía franquista. Tal vez por eso se me acercó un chico, algo mayor, y me animó a unirme a su grupo.
-¿No tienes una camisa azul? –preguntó asombrado-. ¿Cómo se te ocurre salir así a la calle? Blas Piñar no se cansa de repetir que somos una milicia, el ejército que salvará a la civilización cristiana de las hordas marxistas.
Agradecí sus palabras, pero le dije que mis padres me esperaban en la Plaza de España.
-Está bien –suspiró, encogiéndose de hombros-, pero no olvides lo que te he dicho.
Después se cuadró y levantó el brazo, gritando:
-¡Arriba España! ¡Viva Franco!
Tragué saliva y asentí:
-Eso.
-¿Te cuesta trabajo levantar el brazo?
Estuve a punto de contestar que unos golondrinos en las axilas me impedían realizar ese movimiento, pero imaginé que la siguiente escena consistiría en un puñetazo aplastando mi nariz. El chico tendría dieciséis o diecisiete años y la corpulencia de un orangután. Opté por lo menos deshonroso. Eché a correr y me excusé, encadenando frases absurdas:
-No quiero hacer esperar a mis padres. Si llego tarde, se enfadarán conmigo. Enhorabuena. Desfiláis muy bien.
Si hubiera llevado el pelo largo y un collar, no me habría escapado con tanta facilidad, pero tenía aspecto de buen chico. El joven de Fuerza Nueva se limitó a observarme durante unos segundos, tal vez pensando que era un pobre idiota o una pieza menor, con la que no merecía la pena malgastar la munición. Aceleré el paso y cuando desvió su mirada, suspiré aliviado, pero mi tranquilidad apenas duró unos instantes. Había llegado a la Plaza de España y una multitud con banderas había invadido hasta el último rincón. La policía había cortado el tráfico y confraternizaba con los manifestantes, intercambiando sonrisas y bromas. Las banderas de España con el águila imperial se confundían con las de Falange, Fuerza Nueva o la Comunidad Tradicionalista. Una chica con boina roja, camisa azul y una minifalda blanca repartía panfletos e insignias. Pude esquivarla, pero enseguida aparecieron otras y terminé con un periódico falangista debajo del brazo. Pensé que me ayudaría a pasar desapercibido. Intenté aplacar mi mala conciencia, argumentando que mi gesto era tan necesario como camuflarse en un campo de batalla. Mi malestar se convirtió en espanto al descubrir un autobús repleto de uniformes nazis. Las puertas vomitaban a un pequeño ejército que parecía surgido del corazón de las tinieblas, con banderas adornadas con la esvástica, el fascio o las runas de las SS. Escuché frases en francés, italiano, alemán. Todos eran hombres y casi ninguno joven. Algunos sobrepasaban los sesenta y parecían excombatientes, con el ansia de revancha llameando en sus ojos. “Soy un gilipollas”, farfullé, algo acobardado. “Habría sido más sensato arrojarse al foso de los leones en el zoo”. Casi todos mis compañeros de colegio eran fachas. En el Fray Luis de León, un colegio católico situado en el centro de Madrid, la mayoría de los chicos procedían de familias conservadoras y algunos eran hijos de militares. “Si me encuentro con alguno, me patean hasta aburrirse”.
Cuando llegué a la fachada del Palacio Real, descubrí un andamio cubierto con una gigantesca bandera de España. Protegido por un cinturón de seguridad compuesto por una escolta de facinerosos, Blas Piñar observaba a la multitud con una mirada solemne. Su nariz parecía el pico de un ave de cetrería, impaciente por romper el cuello de una paloma y devorarle las entrañas. A su lado, se hallaba Raimundo Fernández Cuesta, jefe nacional de Falange y una verdadera momia, con la tez cadavérica y los ojos humedecidos por una nostalgia senil. Había otros líderes fascistas en la tribuna, pero afortunadamente los he olvidado. Unos altavoces reproducían una y otra vez el “Cara al Sol” y el himno nacional. De vez en cuando, se escuchaban otras canciones, como “Montañas nevadas” y “Yo tenía un camarada”. He de admitir que conocía sus letras porque en el colegio nos obligaban a cantarlas, cuando salíamos de excursión y nos acompañaban los sacerdotes más mayores, casi todos franquistas recalcitrantes que nos aleccionaban sobre el “terror rojo” y la “Gloriosa Cruzada”. Los altavoces enmudecieron poco antes de que los oradores iniciaran sus peroratas. No recuerdo los discursos, pero sí los gritos histéricos de la muchedumbre: “Franco, Franco, Franco”, “Rojos al paredón”, “ETA al paredón”, “Cataluña y Vascongadas son España”, “Caídos por Dios y por España, ¡presentes!”. Cuando llegó el turno de Blas Piñar, se formó un silencio reverencial. El líder de Fuerza Nueva empezó a hablar con un tono moderado, sin alzar demasiado la voz, pero a los pocos minutos vociferaba como un loco y gesticulaba con grandilocuencia, intercalando silencios teatrales. Le interrumpían constantemente con aplausos coreados por un insistente “Caudillo, Caudillo, Caudillo”. La arenga finalizó con unas frases dramáticas: “Vamos a terminar con la cobardía. Vamos a terminar con el miedo. Vamos a reaccionar virilmente, gallardamente, frente a aquellos que atropellen la unidad de la patria o ultrajen el honor de los españoles. Yo voy a atreverme hoy aquí a daros esta voz de mando: ¡Adelante españoles! ¡Sin miedo a nada ni a nadie! ¡Por la fe y por la patria! ¡Las banderas en alto! ¡Viva Cristo Rey! ¡Arriba España! ¡Adelante España!”. Tal vez no fueron exactamente estas palabras, que he recogido de una grabación de la época, pero se parecían mucho e inspiraban mucho miedo, mucho asco y mucha vergüenza.
Inesperadamente, apareció una ikurriña en un balcón de la Plaza de Oriente. Al principio, nadie reparó en ella, pero poco a poco se corrió la voz. En una buhardilla, alguien había colgado la bandera y se había retirado discretamente. Años después, me dijeron que el autor de la fechoría había sido José Bergamín, que vivía en esa zona. No sé si es un mito o una realidad, pero recuerdo la rabia de los manifestantes, profiriendo insultos y amenazas. Un grupo localizó el portal e intentó asaltar el inmueble. La policía intervino por sentido común, evitando una desgracia, pero se notaba que comprendían la furia desatada. A veces, recuerdo la escena y se dibuja en mi imaginación la sonrisa de Bergamín, católico, comunista y, en sus últimos años, abertzale. Aunque no escribió las siguientes frases hasta 1983, ya debían bullir en su cabeza en esa época: “Se puede y se debe jugar con fuego. Jugar con fuego es incendiar el juego, que es hacerlo hablar su lenguaje propio, la lengua de su llama viva. En Euskal Herria, independiente aunque esté presa (como Cervantes en la cárcel de Sevilla) es hablar el euskara naciente y renaciente que es su lenguaje propio y nacional”. Al final, la algarada cedió, pero la ikurriña continuó en el balcón, desafiante y burlona. Decidí marcharme, pero la mañana me reservaba una última sorpresa. Un grupo de compañeros del colegio había asistido a la manifestación y me reconoció. “¿Qué hace ése aquí?”, exclamaron varios con desprecio, pero ninguno se movió. Aún no entiendo por qué no me pegaron. Tal vez porque al día siguiente nos veríamos las caras en clase o porque sencillamente les parecía un bocado insignificante. Me alejé, con la autoestima algo maltrecha y con la sensación de haber chapoteado en una cloaca sin ninguna justificación, salvo una curiosidad morbosa que años más tarde disfrazaría de perspectiva histórica. Quería ser testigo de mi tiempo y actuar como un periodista que se adentra en una zona de guerra, contemplando desde la primera línea los estragos del fanatismo y la intolerancia.
Imagino que a Blas Piñar le hubiera gustado descansar en el Valle de los Caídos, cerca de Franco y José Antonio. No pienso molestarme en averiguar el cementerio escogido por su familia para inhumar sus restos, pero me agradaría saber que Ava Gardner realmente le abrió la puerta desnuda y le enseñó el trasero. Creo que no se merecía otro gesto. La Gardner dijo cosas poco halagadoras sobre sí misma (“No valgo una mierda actuando”, “En el fondo soy bastante superficial”), pero su desplante a Blas Piñar es una hazaña épica. Pienso que hoy todas las personas decentes deberían bajarse los pantalones y mostrar sus posaderas a los canallas que hoy nos gobiernan, leales continuadores de la obra de Franco. No me refiero sólo al PP, pues Felipe González, alias Mr. X, continuó la guerra sucia de los cachorros de Fuerza Nueva, utilizando los fondos reservados para secuestrar, torturar y asesinar impunemente. El culo de Ava Gardner hizo justicia y ahora nos toca a nosotros. Tal vez con unas copas de más resulte más fácil. Os animo a todos a intentarlo. Los escraches deben continuar y no hay nada más subversivo que el culo, verdadero mascarón de proa de una sociedad indignada y sin miedo.
Mucho resentimiento y complejo en el articulista y su texto. No le dedico más.
Tampoco intente nunca usted reconstruir la trayectoria de los energúmenos (o “energúmenes”, como les gustará decir a los memos y a las memas del inclusivismo) Pedro Sánchez, Calvo Poyatos, Irene Montero y Pablo Iglesias. Son estos cuatro personajes “energúmenes rojes y hembristas”, de valor cero patatero.