Bolivia: el monstruo de la inflación
Por Álvaro García Linera*
La elevada inflación es un agente de la incertidumbre estructural que agrede el horizonte predictivo con el que las personas concurren al mundo cada día. De sus entrañas emergen las monstruosidades políticas más desgarradoras.
Era julio de 1985, y en las legendarias ciudadelas obreras de siglo XX Catavi y Huanuni, lo imposible acababa de suceder. El dictador boliviano Hugo Banzer Suárez, aquel que había mandado a masacrar trabajadores mineros en 1971, que había ordenado perseguir, torturar y asesinar dirigentes sindicales durante un septenio, que dispuso la intervención de los barrios obreros con tanquetas, salía abrumadoramente victorioso en la votación electoral de esos mismos reductos obreros que lo habían combatido hasta la muerte.
No habían pasado ni diez años, y el mundo parecía colocarse de cabeza. En las elecciones generales, la vanguardia proletaria de la Central Obrera Boliviana le había entregado de manera abrumadora su voto al dictador devenido circunstancialmente en demócrata. La sangre de los mártires se había borrado de la memoria, y los obreros, que habían aprobado en sus congresos la Tesis Socialista, ungían en las urnas la victoria del militar fascista.
¿Cómo explicar esa debacle histórica de una clase social que hasta entonces era el epitome de la conciencia revolucionaria del pueblo boliviano? ¿Que había modificado tan radicalmente la mirada del mundo de esos recios obreros? ¿Un extravió de la razón? ¿Una enajenación política? ¿Un monumental engaño? No. Simplemente, la inflación.
Claro, el candidato izquierdista Hernán Siles Suazo, que había ganado las elecciones en junio de 1980 y, después de golpes militares, había ocupado el cargo desde octubre de 1982, terminaba el año de su mandato con 600% de inflación. A la crisis económica heredado de la cleptocracia militar se le había sumado el boicot empresarial y, lejos de buscar una salida de ajuste hacia las clases privilegiadas, sus aliados —especialmente del MIR— optaron por sumarse al saqueo estatal. El resultado inevitable fue el acortamiento del mandato, la casi extinción electoral del frente y la disponibilidad popular a políticas de shock neoliberal que perduraron veinte años.
Inflación I
La inflación de dos o tres dígitos es un desquiciador social. Volatiliza cualquier lealtad social previa. Ante ella, la memoria de las luchas y las comunidades de afecto y acción previamente constituidas se disuelven espantadas frente al colapso de todas las referencias de orden de la realidad que provoca la incontenible escalada diaria de los precios.
La inflación transmuta convicciones revolucionarias en adhesiones reaccionarias. Desestabiliza gobiernos, castiga candidatos y puede encumbrar a anodinos políticos como grandes salvadores. Y —lo más relevante políticamente— abre en la estructura cognitiva de las personas la desesperada búsqueda de nuevos referentes discursivos y propositivos que le ayuden a recuperar la certidumbre sobre el mundo.
La elevada inflación es un agente de la incertidumbre estructural que agrede el horizonte predictivo con el que las personas concurren al mundo cada día. De sus entrañas emergen las monstruosidades políticas más desgarradoras. Y dejan una huella en la experiencia subjetiva que tarda al menos una generación en borrarse.
Quienes mejor comprenden el efecto social corrosivo de la inflación son los empresarios y los gobernantes conservadores. Por eso, cuando han podido, han utilizado esa herramienta para desprestigiar rápidamente a gobiernos de izquierda, como el de Salvador Allende en 1973 o el de Bolivia en 1984 y 2008. Y ahora, entre 2022 y 2024, en Estados Unidos —la FED a la cabeza—, han estado dispuestos incluso a hipotecar el crecimiento económico y caer en una recesión con tal intentar pararla.
Como lo lamenta el premio nobel de economía Paul Krugman, la mejora del salario real promedio de los norteamericanos en estos dos años no ha logrado traducirse un repunte de popularidad del presidente Biden, precisamente por la aun elevada inflación subyacente que le muestra al ciudadano medio que las cosas hoy valen más que hace tres años. Claramente, en escenarios de elevación de precios, la estabilidad y continuidad de los gobiernos es inversamente proporcional a la tasa de inflación.
Los economistas norteamericanos han utilizado muchos bytes para debatir sobre las causas de la inflación desatada desde 2021. Tempranamente, la FED mostró que la presión empresarial era responsable de más del 50% de la elevación de precios. Frente al espantapájaros conservador de la llamada «espiral de precios y salarios» que echa la culpa de la inflación a las excesivas demandas salariales de los trabajadores, el FMI anunció que no había sustento empírico para tal afirmación. Por su parte, la OCDE informó gélidamente que los salarios europeos habían caído en promedio un 3,8% entre 2021-2023, mientras que la inflación se disparaba al 8,8% en 2022. Como tuvo que admitir el Bank International Settlements, no existía una fuerza laboral organizada capaz de imponer una espiral alcista de salarios.
Ante ello, rápidamente salieron al ruedo fósiles monetaristas a resucitar la explicación del «exceso de dinero por unidad de producción», en este caso debido a la «flexibilización cuantitativa» en la que había incurrido el gobierno al distribuir billones de dólares y hacer frente al «gran encierro» de 2020.
En el caso argentino es posible que algo de ello haya sucedido, pero en general, ahora que el dinero paga intereses, esta implicación directa entre masa monetaria y stock producido no está clara. El apego a la famosa Curva de Phillips, que vincula aumento de la inflación con la disminución del desempleo, se derrumba ante las cifras de pleno empleo que ha mostrado Estados Unidos en la gestión de Biden.
Con el tiempo, los datos aparecieron. Mostraron que hubo problemas de oferta más que de demanda, debido a los problemas de abastecimiento de productos básicos en las cadenas de suministros, en las gargantas de las líneas de transporte (canal de Panamá, golfo de Adén), etcétera. Y ello fue aprovechado por empresas con «poder de mercado» para empujar los precios al alza. Ante la fuerza de la evidencia, los laureados economistas de los bancos centrales de las economías más importantes del mundo —comenzando por Isabel Schnabel, del Banco Central Europeo— tuvieron que admitir su ignorancia respecto al tema. Ninguna de las teorías ensayadas sirvió para explicar en su momento por qué aumentó la inflación, ni por qué bajó, ni por qué no hubo recesión.
Lo cierto en todo caso es que, aprovechando los factores multicausales de los procesos inflacionarios, siempre y en todo lugar quien sale ganando es el empresario, por la posición de fuerza que tiene en el mercado como propietario de medios de trabajo y de dinero. Esto hace de la inflación un espacio de antagonismo redistributivo entre el trabajo y el capital, por la obtención de mayores volúmenes de excedente económico que permita, para el primero, compensar el incremento de los precios del consumo básico y, para los segundos, mayores ganancias en medio del desorden de precios.
Dinero
¿Por qué este efecto político y culturalmente tan devastador de la inflación? Por el poder social del dinero. Y, en el capitalismo, por ser el dinero el poder social fundamental. Marx, el gran crítico de la sociedad moderna, lo comprendió así. A lo largo de toda su vida le dedicó miles de páginas a desentrañar el poderío del dinero. Fue casi una obsesión. Los marxistas, por lo general, se han detenido en sus reflexiones respecto al efecto enajenador o fetichista que desempeña en las relaciones económicas. Pero han dejado de lado su cualidad de poder social, con la extraordinaria capacidad de transmutarse en cualquier otro poder social existente.
Inicialmente, el dinero, esos «indignos colgandijos de papel» que debido a la fuerza vinculante del Estado adquieren una denominación, no deben su medida de valor al poder del Estado sino a las leyes «inmanentes» de la circulación mercantil de la riqueza social, que son las que determinan el valor de ese dinero. No es el Estado el que puede definir el monto de convertibilidad de los dineros que emite arbitrariamente, pues el dinero solo es un símbolo del intercambio de riquezas. Lo que puede hacer es centralizar y regular su función de intercambiabilidad.
Pero el dinero, en cualquiera de sus formas —papel, moneda, oro, títulos, etcétera—, tiene un poder extraordinario, casi bíblico: el de poder convertirse en el satisfactor de cualquier necesidad social. Ya sea comida, bienes inmuebles, artefactos, herramientas, distracciones, placeres, lealtades, invenciones, creatividades, descansos, previsiones, apoyos o estabilidad, el dinero puede comprarlos. Apenas despunta una necesidad humana, la que sea, el dinero puede convertirse en ella y satisfacerla. El único límite temporal a esta cualidad de intercambiabilidad, es decir, de compra, es el monto: un hecho meramente cuantitativo.
El dinero es, pues, el «compendio de toda la riqueza social» existente y por existir. En su austera existencia física, el dinero es la encarnación de toda riqueza social posible, de todo trabajo abstracto, general, contenido en todas las riquezas materiales del mundo. Es un dios: el dios de las mercancías, es decir el dios de todas las actividades humanas, de todos los productos humanos y de toda la naturaleza metabolizada por el trabajo humano susceptible de ser intercambiado.
Con el tiempo, a medida que el capitalismo se irradia y se tupe globalmente, nada escapa al influjo del poder comprador del dinero: ningún bien material, ninguna necesidad subjetiva, ninguna actividad política, cultural, mental o recreativa. Ese «colgandijo» llamado dinero «contiene oculta toda la riqueza material» de la sociedad. Y las personas serán coparticipes de esa capacidad de acceso universal dependiendo del monto de dinero que puedan poseer. El dinero es, por ello, junto con la capacidad cognitiva, un infinito social, en la medida en que su capacidad de intercambiabilidad no tiene límites mientras exista el capitalismo.
Ser el «representante general de la riqueza» hace del dinero un «poder social»capaz de convertirse en todo. Ni los «huesos de los santos» pueden resistirse a su influjo venal. Ciertamente, el dinero no tiene poder por sí mismo. Es solo un símbolo, un reflejo de las relaciones entre las mercancías, de su cualidad de intercambiabilidad social. Y, a su vez, esta capacidad de intercambiabilidad es reflejo de ciertas relaciones humanas, del trabajo de las personas y del modo de cederlas o adquirirlas a partir del trabajo abstracto contenido en cada objeto de necesidad. Pero en los hechos, estas mediaciones se borran. Y lo que queda es el «poderoso don dinero» que pareciera tener vida propia y por cuya propiedad las personas trituran sus vidas y son capaces de matar o de morir.
En el capitalismo, la capacidad de producir bienes y de intercambiarlos, un poder eminentemente social, de todas las personas, deviene en un poder de una cosa: el dinero. En el dinero, el mundo moderno está contenido, la sociedad está comprimida, todo trabajo humano está depositado. El esfuerzo, los deseos, los sacrificios, las actividades y los sueños de cada persona están almacenados allí. Tener dinero es, por tanto, tener un pedazo —sea grande o pequeño— del mundo, de la sociedad, de las actividades, de los esfuerzos, de las esperanzas de todos los demás. El dinero es el «poder social bajo la forma de una cosa» que puede ser acaparado de manera privada en el bolsillo.
Inflación II
Por todo ello, cuando este «poder de influencia sobre la actividad de los otros», es decir el dinero, se deprecia, el mundo de las personas comienza a desquiciarse. Claro, si los ahorros de toda la vida atesorados a lo largo de años, en medio de trabajos insufribles y privaciones constantes, día que pasa ya no equivalen a 10 quintales de azúcar o al precio de un automóvil, como hace 1 mes, sino a 5 quintales de azúcar o a medio automóvil, entonces la mitad de los infinitos esfuerzos que hicieron las personas para acumular un poco de poder monetario se diluyen sin justificación alguna.
Si la capacidad de prever el futuro de los hijos ahorrando para comprar una casa o pagar los estudios superiores, se evapora misteriosamente, la única certidumbre de vida a la que muchas personas se aferraron durante décadas —ahorrar— se desploma inútil ante el aumento de los precios de las cosas y el recorte de su capacidad de compra. Si la previsión de ingresos mensuales permite a una madre garantizar la alimentación, los servicios y el pago de deudas, y de manera abrupta se ve obligada a recortar la mitad de los alimentos de sus hijos porque el dinero que recibe ahora equivale a la mitad de los productos que podía adquirir antes, el pavor a un futuro que se hunde se apodera de sus pensamientos.
El dinero que posee la mayoría de las personas ha sido fruto de su trabajo. Con él garantiza un mal vivir; en algunos casos, planes familiares de inversión o de estudio. Con el dinero regula sus vínculos con sus allegados, con los vecinos. El dinero es el vínculo social por excelencia. Diariamente lubrica las múltiples actividades de todas las personas. Sostiene su cotidianidad y su horizonte predictivo imaginado.
Pero la inflación destruye todo eso. La inflación mutila la previsión del destino familiar, carcome los vínculos vecinales o sindicales. La inflación dinamita su capacidad de prever mínimamente el porvenir. Con el tiempo, de persistir y aumentar su tasa, lleva al colapso de los vínculos sociales y hunde a la gente en la desesperación y la anomia. La pérdida del poco o mediano «poder social» del dinero es la experiencia en cámara lenta del colapso de las certidumbres sociales y del orden del mundo conocido. No por nada Keynes le asignaba al dinero la función de eslabón entre el presente y el futuro.
Las inflaciones destruyen los atisbos de horizontes predictivos individuales y colectivos, arrojando a las sociedades a la angustia de la incertidumbre absoluta. A diferencia de los agravios colectivos o las amenazas de riesgo de vida, la inflación afecta la estabilidad individual; por ello, la respuesta inicial es también individual: desafección, desesperanza, miedo, búsqueda angustiada de refugio personal. Las respuestas iniciales al fenómeno inflacionario son siempre individualistas, no asociadas.
Al diluirse el orden más o menos previsible del mundo y al carcomerse todos los vínculos personales mediados por el dinero, las personas sufren un colapso cognitivo, una pérdida de las narrativas que daban hasta entonces sentido al curso de la sociedad y su destino. Inicialmente, habrá una predisposición a salvatajes individuales, como individual es la experiencia del trastorno de su porvenir.
Pero también mostrarán una disponibilidad a salidas abruptas, de shock, que le permitan regresar lo más pronto posible a recuperar la certidumbre frente al porvenir, sin importar el costo para ello. Las inflaciones elevadas, junto con las guerras, los cataclismos naturales, las pandemias y las revoluciones, son de los pocos acontecimientos que conmocionan desde sus cimientos a la totalidad de las sociedades afectadas y se presentan como hechos políticos totales. Pero es el único acontecimiento social total que inicialmente provoca respuestas individuales.
En la Bolivia de 1985, la gente aceptó despidos laborales masivos, una devaluación gigantesca de la moneda, la contracción brutal de la inversión pública, la pérdida de derechos laborales y el incremento acelerado de la pobreza, siempre y cuando la inflación se detenga. Y la inflación se detuvo. Lo hizo arrojando a la población al subconsumo y aumentando la pobreza extrema. Pero el dinero volvió a ser dinero con valor anclado. La gente perdió en el «ajuste» una parte sustancial de su capacidad de compra porque no tenía dinero. Pero sabía que, si en algún momento lograba tener un poco, su capacidad de compra o de ahorro sería previsible. El mundo, no importaba si miserable y precario, volvía a ser mundo, porque el dinero volvía a ser dinero, es decir, «mercancía imperecedera».
Las políticas de shock neoliberales no son las únicas maneras de frenar la elevada inflación. Las sociedades pueden también sedimentar experiencias colectivas para enfrentar sus problemas personales y mostrar disposición a salidas por el lado del «ajuste» a la gran propiedad y las grandes fortunas, como mecanismos para proteger a los que menos ingresos tienen y dinamizar el aparato productivo. Algo así sucedió en Bolivia entre 2008 y 2010, cuando la inflación se triplicó.
Pero esto requiere una reverberación de voluntades colectivas populares al lado de una voluntad política determinada a enfrentarse a los poderes de la gran propiedad para devolver una parte del «poder social» del dinero a la mayoría de las clases menesterosas. Como insiste Marx, el Estado no puede crear riqueza emitiendo más dinero o aumentando la denominación del mismo. A la vuelta de la esquina, la desposesión de los que menos tienen será mayor. Pero sí se puede usar el «poder organizado de la sociedad», el Estado, para producir nueva riqueza, para distribuirla a los que carecen de ella, para expropiar a los que tienen mucho, etc.
Pensando en la inflación argentina, en política no hay que subestimar la capacidad de aguante a castigos sociales que tiene la población con tal que ello redima el horror de la inflación. Y peor si las voces políticas alternas que pueden alumbrar otros cursos de acción posible solo atinan a mantener las condiciones de las viejas angustias a las cuales la gente quiere escapar a cualquier costo.
Pero tampoco ha de menospreciarse la frontera del hartazgo colectivo a los sacrificios. Más aún cuando el provenir conservador y monetarista que se ofrece es un fósil económico que carece de un futuro mundial factible. Y entre medio de uno y el otro, siempre habrá espacio para realidades aún más degradadas a las existentes.
* Ex vicepresidente de Estado Plurinacional de Bolivia (2006-19). Prensa Bolivariana
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