Cali: sangre de indígenas y de grafiteros
Nònimo Lustre*. LQS. Mayo 2021
Como sesenta-y-ochista convicto y confeso, desde aquellos años 1960’s observo a los grafiti con especial atención. No sólo porque las pintadas del 68 son uno de sus mejores logros ni tampoco porque, como dicen que dijo Eduardo Galeano –y tutti cuanti-, “las paredes son la imprenta de los pobres” sino especialmente porque constituyen un auténtico arte cuya antigüedad en Occidente es incluso anterior a la escritura. Por ello, ante las actuales matanzas perpetradas por la oligarquía colombiana, ante la impune ferocidad de sus uniformados, he colegido que debo aproximarme al epicentro de la ignominia, Cali (Cauca), desde dos ópticas aparentemente inconexas: los indígenas y los grafiteros. Los primeros porque su Minga Indígena está siendo tergiversada por la Brigada Mediática Universal y los segundos porque los buenos ciudadanos –con fusil o sin él-, les están haciendo pagar un precio exagerado a esos jóvenes desarmados que no asesinan a nadie y que sólo aspiran a ser los reyes efímeros del ladrillo ajeno.
En primer lugar, conozcamos algunos datos básicos con referencia final a los genocidas -no sólo uniformados-, que veneran al ex Presidente Uribe como si fuera su dios-führer.
Los indígenas
El Consejo Regional Indígena de Cauca (CRIC) anunció el viernes 30 de abril su adhesión al paro nacional que se inició el 28 de abril para rechazar el proyecto de reforma tributaria de la administración Duque. Según los medios, “Hoy 30 de abril, desde el territorio Sa’th Tama Kiwe, las 127 autoridades del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) Nacional deciden continuar y fortalecer el ejercicio de la Minga como apoyo al paro nacional: ‘desde hoy se activa la minga hacia afuera’, manifestó la Consejería Mayor del CRIC.”
Pese a que los indígenas del Cauca –Nasa en su mayoría-, se unieron al levantamiento popular cuando éste ya llevaba dos días prendido, su Marcha Indígena sobre Cali tuvo una considerable importancia simbólica puesto que representan la reserva moral y medio ambiental no sólo del Ande colombiano sino de cualquier país. Los oligarcas y los genocidas que tanto abundan en Colombia, lo saben y por esta razón -escondida pues jamás lo reconocerán en público-, han fomentado un racismo que hubiera tenido sentido bélico en los albores de la Invasión pero no en este siglo XXI cuando los indígenas carecen por completo de armas y, encima, son una minoría a escala nacional -calificada pero minoría. Aun así, la oligarquía colombiana es tan cobarde –prudente la llama- que sufre pesadillas cada vez que recuerda a Quintín Lame –el líder indígena de hace un siglo- o al más reciente Comando Quintín Lame (1984-1991), una micro-guerrilla exclusivamente defensiva que sólo aspiraba a que, mediante la violencia paramilitar –ese para es optativo-, no siguieran reduciéndose los territorios indígenas; precisamente, del Cauca.
Los indígenas estaban organizados en el CRIC, una de las organizaciones indígenas más veteranas de América Latina pues fue fundado en 1971. El CRIC ha pagado su resistencia con el asesinato sistemático ¡a cientos! de sus portavoces. Por ahora, el caso más reciente es el de Sandra Liliana Peña Chocue, gobernadora de un resguardo y abaleada el 20.abril.2021. Sólo puedo añadir que he conocido a varios dignatarios del CRIC y siempre me ha asombrado la entereza con la que afrontaban el peligro inherente a su posición pública. Y su inteligencia, y su humor, y su bondad innata, y un colosal etcétera. En fin, bueno sería que el mundo interesado en la actual matazón olvidara a los medios de desinformación y consultara los comunicados del CRIC en https://www.cric-colombia.org/.
En resumidas cuentas, en Cali y en el Cauca, los ‘indios’ están siendo asesinados de manera específica –léase, cruel y arbitraria- sin que el mundo conozca mínimamente a los Nasa u otros indígenas caucanos. Ni siquiera que sean ellos quienes están en el punto de mira prioritario de las armas del gobierno. O del genocida Uribe, que viene a ser lo mismo.
Pero como aquí queremos centrarnos en otro de los colectivos más castigados, los grafiteros, hemos encontrado una información etnográfica sobre unos indígenas grafiteros. No habitan en Colombia sino en México. Resumo una parte de la investigación de una estudiosa mexicana quien afirma que “en pláticas sobre los chavos grafiteros” éstos responde que son “grafiteros, pero otomíes; rebeldes, pero suyos.” Con uno dellos, el ñätho, hñähñu, ñäñho o ñ’yühüotomí (antes, otomí) J.A.L., mantiene una jugosa conversa:
-J.A.L. La barda es… nuestra amiga, y nuestro compañero y nuestro contrincante. Porque si no puedes expresarte en una barda, la barda se te va a hacer… ¡te va a retar!
–¿Para ti, una barda es masculina o femenina?
– Masculina.
–¿La barda es tu papá [fallecido]?
– Sí. Él me ayuda; él me ayuda a imaginar; él es mi inspiración.
– Y tú, cuando pintas, ¿hablas con tu papá?
– Sí.
(cf. Sandra Figueroa. 2011. “Dos rostros, cuatro generaciones. Ciertos otomíes de montaña”, pp. 157-174 en Tramas nº 35, UAM, México)
Los grafiteros
He de confesar que, para bautizarme en el tema de murales y pintadas -del que no conocía nada más allá de Haring y de, por supuesto, Banksy-, tuve que aprender el vocabulario propio de esta tribu. Ahora sé qué significan Montana 94, Crew, etc. pasos imprescindibles para definir mi papel en el mundo del graffiti: soy un toy (inexperto y/o plagiario)
Como todo izquierdista hispano, hice pintadas pero este grafiterismo actual no tiene nada que ver con mi experiencia antifranquista e internacional. No obstante, ese mundillo no me era absolutamente ignoto puesto que conocí de cerca la confección de dos obras maestra de una etnografía grafitera latinoamericana que se concretó en dos libros monumentales [ver Ejército Comunicacional de Liberación. 2011. Mural y luces. Caracas, 193 pp., cientos de pintadas en Venezuela (el título juega con las palabras del postulado de Simón Bolívar: “Moral y luces son nuestras primeras necesidades”) y Ejército Comunicacional de Liberación. 2017. Alerta que salpica. Paredes pintadas de América Latina. 2017., Ocho libros ed. Santiago de Chile, 280 pp. y más de 600 fotos de pintadas en siete países latinoamericanos; en su sección colombiana, el Colectivo Dexpierte es el colaborador más conspicuo.]
Tras consultar una docena de papers ‘científicos’ sobre los grafiteros latinoamericanos, no encontré nada sobre sus ritos fúnebres que, como veremos al final, era el objeto etnográfico de mi mayor interés. A la desesperada, incluso caí torpemente en el reportaje firmado por un plumilla sobre las relaciones entre tres grafiteros madrileños y el innombrable Arturo Pérez-Reverte (APR). El susodicho escribidor, contagiado por el protofascismo militaroide consustancial a su académico ídolo, se abisma en analogías propias de los tebeos de ‘Hazañas Bélicas’. Incluso delira comparando la labor de los grafiteros con la guerrilla urbana “con unas leyes, tácticas y códigos dignos de los rangers de Salvar al soldado Ryan… Un mundo en el que la pintura fresca huele a gloria de la misma manera que olía el napalm para el teniente coronel de Apocalypse now… una versión urbana y moderna de El corazón de las tinieblas”. Todo sumamente épico… hasta que les pregunta a los artistas callejeros por su principal valor: “El compañerismo” –dice un grafitero-, “el código de honor” -entiende APR. (cf. Jacinto Antón, 17/11/2013) No hay más preguntas, Señoría.
En realidad, lo único que tienen en común las guerras y los grafiteros es la muerte en un caso y el asesinato en el otro. Porque pintar grafiti es una actividad de altísimo riesgo donde el ser apresado por seguratas y policías se considera un mal menor. Vemos cuatro casos ampliamente reseñados en internet:
Miami 2013: Israel Hernández Llach, Reefa de nombre artístico, 18 años, colombiano, torturado durante 10 horas y finalmente asesinado en la comisaría dizque con una pistola taser… increíble porque tenía abierta la cabeza. Reefa ganó la Llave de Oro de la ciudad y fue certificado por el entonces presidente Barack Obama.
Argentina, 2018: Cristian Felipe Martínez Rodríguez (17), Teur, murió viendo la cara a su asesino, un hombre que le disparaba desde un techo contiguo. Aerosoles en mano, llegó a advertirle que solo estaba pintando, que no era un ladrón, pero de inmediato tres disparos le causaron la muerte.
Uruguay 2019: Felipe Cabral, Plef, el joven asesinado en Punta Gorda era grafitero e hijo de un conocido músico uruguayo. El joven se habría acercado a tomarle una fotografía a la casa y a un grafiti que lucía en la fachada y fue asesinado por un honorable vecino.
Si los tres casos anteriores ejemplifican el odio homicida contra los jóvenes grafiteros que acumulan esas inmaculadas almas que entienden la pintura callejera no como un arte sino como suciedad y como un agresión imperdonable y seguramente criminal contra la propiedad privada, este último caso –colombiano, por cierto-, nos remite a la inhumana raíz común a los precedentes:
Medellín, 2018: Tres jóvenes son atropellados mortalmente por el Metro cuando se aprestaban a pintarlo. Cinco años antes, habían constituido el colectivo VSK Crew. Esta fue una de las muchas similares reacciones de la barbarie citadina (imagen tuit izquierda).
Cali 2021
Seguí interesándome en la etnografía de los entierros de grafiteros –en especial, en la decoración o intervención de sus féretros. Así, pues, busqué ensayos sobre la cultura grafitera en La Sucursal del Cielo o en la Capital Deportiva de América. Encontré muchas frases pero ninguna sobre los ritos fúnebres de los grafiteros locales (ver Cultura graffiti en Santiago de Cali. Estudio comparativo entre dos crews (1990-2017) Claudia María Taimal, 2017. Y, El arte del graffiti: una mirada desde la educación popular. Diana Marcela Palomares Vásquez, 2018) Además, un poco por casualidad (serendipia dicen los cursis de la RAE aceptando un anglicismo innecesario), también supe de un antecedente -no caleño sino bogotano- que, diez años después, indudablemente sigue presente en la memoria de los artistas locales:
Desconozco la suerte que tuvo el féretro de Tripido pero topé en internet con algunos ataúdes grafiteados. No he buscado sus detalles; por ende, desconozco a sus respectivas personas, vivas o muertas, a sus cementerios, las causas de la muerte, etc. Ni siquiera sé si son fotos tomadas en Colombia, en Cali o en las Chimbanbas. Lo fundamental es que han quitado los crucifijos de los ataúdes.
Y con ellos llegó a la imagen que motivó estas líneas: las pertinentes al asesinato de Flex, un grafitero recientemente asesinado en Cali cuyo cofre fúnebre fue honrado por sus colegas de una manera insólita pero sumamente respetuosa con el finado. Aunque se indignaran esas almas cívicas que no sólo asesinan a los grafiteros sino que aborrrecen de considerar su mundo como creador de una cultura original:
Los estudiosos de gabinete escriben sesudamente que los grafiteros sienten o padecen “el sentimiento del mundo como cárcel, en parangón con el concepto foucaultiano de sociedad panóptica, hace que temas como la muerte social, o el ansía y esperanza de un tiempo de libertad se prodiguen del mismo modo.” Pero, tanta patafísica necrofílica, a otros no les hace olvidar que “el binomio grafiti-poesía asegura que la sociedad tenga a mano una conciencia crítica y una coraza emocional contra todas las formas de muerte.” Muy bien pero sigo sin tener datos sobre ese dato fundamental que es la etnografía de los entierros de grafiteros caleños. Y lo lamento de a de veras porque todo epigrama mixto de pintura, poesía y política necesita de un final acorde con esa nueva cultura de los aerosoles que evite en lo posible el ubicuo comodín de ‘la juventud’.
[con un recuerdo final para el antes vilipendiado y hoy integrado, primer grafitero madrileño: Juan Carlos Argüello Garzo (1965-1995), de nombre artístico Muelle. Un grafitero tipo firma, de tag, que inundó Madrid con un único logo, un muelle acabado en una flecha y una letra R enmarcada en un círculo que registró posteriormente para defender su copyright]
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