Carta de un madurescente feliz
Carlos Olalla*. LQSomos. Julio 2017
Este año cumpliré 60. Hace ya quince que el mundo del trabajo me cerró sus puertas y quiso convertirme, como a tantos, en un invisible más. Fue entonces cuando decidí reinventarme y me hice actor para intentar vivir mi propia vida. Estudié tres años en un estudio de teatro y desde entonces me dedico profesionalmente a la interpretación. Han sido años en lo que ha habido de todo, momentos preciosos y momentos duros, muy duros, pero cada día tengo más claro que esa fue la mejor decisión que he tomado en mi vida. Son muchas, demasiadas, las veces que no tengo dinero para pagar el alquiler o incluso para comer, pero por primera vez hago lo que me gusta, por primera vez no dependo de los jefes sin escrúpulos o mediocres que encontré durante los veinticinco años que trabajé en el mundo de la empresa, por primera vez dependo de mí y solo de mí para tomar mis decisiones. Yo me creía un tipo raro, pero el tiempo me ha demostrado que no lo era, que son muchos y muchas quienes se encuentran en situaciones similares a la mía.
Somos los madurescentes, los invisibles, aquellos a los que errónea e injustamente nos consideran inservibles. Nuestro pecado, haber pasado de los 45 y no haber llegado todavía a los 70, no ser jóvenes ni viejos, estar en esa generación nueva y desconocida nacida del alargamiento de la esperanza de vida y de la cerrazón de quienes toman decisiones basándose exclusivamente en el poder de unos números que ni siquiera entienden. Nunca he creído en las religiones que todo lo castigan, así que tampoco he creído que cumplir años pueda ser un pecado. Hoy me siento viviendo el período más libre y creativo de mi vida, en el que me encuentro más a gusto conmigo mismo, en el que son infinitos los sueños y los retos que se abren ante mí, e infinitas son también las ganas que tengo de afrontarlos y de hacerlos realidad. ¿Que mi cuerpo ya no es el que era? ¡Y qué más da, ha aprendido a darme otras satisfacciones! ¿Qué ya no puedo hacer cosas que hacía antes? ¡Vale, pero he aprendido a hacer otras nuevas que también me dan maravillosas satisfacciones! Cómo entiendo al amigo Leonard Cohen cuando, tras quince años sin pisar un escenario en Londres, cumplidos ya los 75, se presentó diciendo: “Gracias por venir, hace ya quince años que no venía por aquí. Entonces no era más que un chaval de 60 años con un montón de sueños” Como también entiendo a mi adorado Bruce cuando nos dice que todavía estamos a tiempo, que podemos lograrlo si nos damos prisa, que subas a mi coche porque esta es una ciudad llena de perdedores y nosotros nos vamos de aquí para ganar…
Va siendo hora ya de que nos hagamos visibles, de que gritemos bien alto y claro que existimos, aunque se empeñen en no vernos. No encajamos en los cánones de salud y belleza que nos imponen a diario, pero somos bellos y saludables. Que no nos vean no es nuestro problema, sino el suyo. Hoy, en España, somos más de 15 millones los madurescentes, y en 2020 seremos la mitad de la población de este país. ¿Querrán seguir ignorándonos, cerrándonos sus puertas y cercenando nuestros derechos? Bueno, pues nos haremos visibles, abriremos nuevas puertas y reivindicaremos lo que es nuestro.
Ser madurescente no significa querer volver a ser joven, sino aceptarnos como somos aquí y ahora, algo que muchas, demasiadas, veces no nos hemos atrevido a hacer. Dominados por el miedo o la vergüenza, hemos dejado escapar un sinfín de maravillosas oportunidades de vivir mil y una vidas. Pero eso se acabó. Hoy no nos avergonzamos como antes, porque hemos aprendido a creer en nosotros mismos, a querernos como somos, a aceptar nuestras limitaciones hasta con alegría. Miedo siempre tenemos, pero hemos aprendido que solo enfrentándonos a él lo podemos vencer, y lo hacemos. La adolescencia y la madurescencia solo se parecen en que son períodos de transición entre edades aceptadas por la sociedad. El adolescente es el que dejó de ser niño pero aún no es adulto; madurescente el que ya no es un adulto productivo pero todavía no es un viejo. Pero en poco más se parecen estas etapas: la adolescencia está marcada por el alboroto hormonal, la inseguridad, el desconocimiento, el miedo… mientras que la madurescencia, por el contrario, es el período en el que nuestras hormonas se van callando, en el que hemos aprendido a confiar en nosotros mismos, en el que nuestra experiencia nos ha enseñado muchas cosas y en el que hemos logrado vencer nuestros miedos. Quizá en lo único que sí se parecen es en un común espíritu de rebeldía que nos empuja a seguir adelante, a buscar nuestro lugar en el mundo, un lugar que, a unos y a otros, se nos niega.
Otro de los puntos que nos diferencian de los adolescentes es la relación con la tecnología. Ellos han nacido escribiendo en teclados mientras nosotros lo hicimos en máquinas de escribir, si les hablamos del papel carbón que nos acompañó en nuestra juventud ni saben lo que es; sí, ellos han mamado una terminología que nosotros tenemos que aprender cada día. Ah, y otra cosa también nos diferencia: en esos teclados cada vez más diminutos ellos escriben a velocidades endiabladas con los pulgares mientras nosotros los hacemos como tortugas con nuestros índices. Somos inmigrantes digitales, por mucho que nos hayamos puesto al día como hemos podido. Pero no hemos dejado que se nos escape ese tren. Frente al paro no estamos tan alejados en cuanto a que el trabajo es algo que se nos niega a los dos colectivos, pero mientras ellos saben que pueden aspirar a tenerlo algún día, nosotros sabemos que difícilmente volverán a abrirse las puertas que nos cerraron en las narices. Con respecto a las ayudas sociales las diferencias también son abismales: existen, o por lo menos eso me han dicho, ayudas para que cuando esos adolescentes lleguen a jóvenes, puedan comprarse un piso, pequeño sí, pero piso al fin y al cabo. A nosotros, en cambio, no hay Dios que nos ayude en el tema de vivienda, lo que es especialmente grave si tenemos en cuenta que, por ley de vida, los bancos podrán llegar a conceder hipotecas a los jóvenes a 30, 40 o 50 años, mientras que a nosotros, salvo a privilegiados casos excepcionales, no nos dan un préstamo a más de un año ni en pintura. Eso nos condena a vivir en pisos de alquiler por el resto de nuestras vidas si no somos de los afortunados que lo compraron hace años y no les desahuciaron.
Y si hablamos de otras facetas de la vida, como la sexualidad por ejemplo, no cabe duda de que ya no somos los fogosos adolescentes que fuimos ni podemos hacer las proezas que hicimos, o imaginamos que hicimos. Pero hemos aprendido otras cosas, el valor de una caricia, de una palabra susurrada al oído, de mirarse a los ojos, del haber vencido las prisas y las inseguridades, de haber aprendido a reírnos de nosotros mismos y de nuestras limitaciones, del placer de la risa compartida, del disfrutar de la excitación de nuestra pareja, de la importancia de poder hablar libremente de todo… La vida nos ha enseñado que las urgencias nunca deberían haber marcado nuestros pasos y mucho menos nuestras prioridades.
Somos la primera generación madurescente de la Historia. Nunca hasta ahora se había dado el caso de que cinco generaciones coexistieran en el tiempo. Los jóvenes siempre han visto como viejos a las personas mayores que ellos. Hace años tener cuarenta no se diferenciaba mucho de tener 60 o más. Pero esto ha cambiado. Alargar la esperanza de vida por encima de los 80 años y expulsar del mundo del trabajo a personas con 45 hace que el horizonte temporal al que te enfrentas cuando te ponen de patitas en la calle sea de treinta, cuarenta, o cincuenta años. Cuando la esperanza de vida no pasaba de 65 años, ese período era solo de diez o quince años. No nos pueden pedir, ni podemos ni queremos aceptar, que nos quedemos en casa más de la mitad de nuestra vida simplemente aguardando la muerte. Y menos cuando nos sentimos tan llenos de vida como nos sentimos. Son muchas, muchísimas las cosas que podemos hacer, las posibilidades que se abren frente a nosotros, la experiencia que podemos dar y compartir.
Tenemos que aprender a convivir con una realidad que, tarde o temprano, cambiará, o cambiaremos: la de que nos vean viejos, o ni siquiera nos vean, cuando nos seguimos viendo y sintiéndonos como siempre hemos sido. Los ojos que nos miran desde el espejo siguen siendo los mismos que nos han mirado siempre. Quizá llegar a la madurescencia no sea más que enfrentarte al momento en el que decides reinventarte y coger las riendas de tu propia vida para vivirla con toda la intensidad y pasión que merece ser vivida. Como bien dice Laura Rosillo, una de las máximas defensoras de la madurescencia, una mariposa no es más que una oruga con experiencia. Soy madurescente, sí, y me siento feliz y orgulloso de serlo ¡cómo no iba a estarlo con lo que me ha costado conseguirlo!