Emilio Zara. LQSomos. Febrero de 2013
Un juez, aunque sea obvio decirlo, es una persona que, como tal, nace, crece y muere igual que cualquiera otra. Sus inquietudes, ilusiones, ambiciones o sueños son, como queda dicho, similares a los que podría tener cualquier persona; sus desengaños, decepciones o fracasos, igual. Su quehacer diario (impartir justicia) es primordial, aunque no menos que curar a un enfermo o enseñar e instruir a un niño o a un joven y, de la misma forma que un médico, por ejemplo, necesita estudiar los avances de la medicina, los jueces precisan informarse de las novedades legislativas y jurisprudenciales, muy abundantes y contradictorias, para poder ejercer correctamente su función, lo que implica una dedicación adicional.
Los jueces de los juzgados normales de cualquier localidad están todas las mañanas en su juzgado celebrando pruebas o juicios, dictando sentencias o autos, tomando declaraciones, atendiendo a la gente que pide hablar con ellos e intercambiando impresiones con sus colegas o con el fiscal, secretario o funcionarios de su sede judicial. Muchas veces se les ve salir o entrar con abultadas maletas de ruedas donde llevan expedientes que necesitan estudiar o resolver tranquilamente en sus casas porque no les ha dado tiempo de hacerlo por las mañanas y es que, como es notorio, los juzgados de este país están casi todos colapsados. Cuando van a redactar o a dictar una sentencia en su casa o en el despacho de su juzgado están solos aunque les rodee la gente porque, ante la controversia de las partes vertida en papel escrito apilado en tomos, sólo están ellos frente a la ley. Al menos así lo exige nuestra Constitución. Pero no todo lo que dice la Constitución es verdad, ni todo lo que hacen algunos jueces es como dice la Constitución.
La justicia –postula la Constitución– emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados, integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley.
Desde luego que la justicia no emana del pueblo en sentido literal, puesto que los ciudadanos sólo pueden participar en ella a través del jurado, el cual está previsto para casos penales muy específicos. Únicamente en su contexto genérico se puede sostener que sea así, pues la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado. Es, por tanto, una mera declaración programática.
Sin embargo, la justicia siempre, sin excepción, se administra en nombre del rey, incluso aunque se juzgue, como parece que puede ocurrir, a algún miembro de su familia. Lo que no sucederá nunca es que los jueces llamen a declarar o juzguen al monarca en su propio nombre porque el rey es inviolable y no será nunca responsable. Por él responderá el presidente del Gobierno o el ministro correspondiente, pero sólo políticamente, pues la responsabilidad civil y penal no se le podrá exigir. Hasta tal punto es así que si Diego Torres, el exsocio de Iñaki Urdangarín, aportara nuevos correos electrónicos al caso Palma Arena donde se demuestre la implicación directa del rey en esa causa penal, el monarca no será nunca juzgado, pero quizás, por ética, no seguiría reinando, aunque no hay ni un solo precepto que se lo impida.
La justicia se administra por jueces y magistrados, pero la función jurisdiccional (juzgar y hacer ejecutar lo juzgado) la ostentan los juzgados y tribunales que integran en su totalidad el poder judicial; es decir, que el tercer poder del Estado no es exclusivo de ellos, pues un juzgado o un tribunal está formado por un juez o magistrado, el secretario judicial y el personal auxiliar. Como hay dudas sobre si el poder judicial está conformado sólo por jueces y magistrados o por más componentes, algunos jueces arrogándoselo en exclusividad, han llegado a afirmar que son el poder judicial parodiando, así, al Rey Sol cuando dijo aquello de que el Estado soy yo. Esa conclusión es tan absurda como si los diputados afirmaran, por ejemplo, que son el poder legislativo cuando, lo cierto es que, ese poder lo ostenta las Cortes Generales, pero no un diputado o un senador en concreto, o que un ministro dijera que él es el poder ejecutivo cuando quien lo forma es el Gobierno. La afirmación se ha hecho, sobre todo, al reclamarse aumentos salariales alegando que son un poder del Estado y, como tal, deben de cobrar por ello. Pero si son un poder del Estado tampoco podrían ir a la huelga y, sin embargo, han ejercido este derecho en varias ocasiones igual que cualquier funcionario público, pero con importantes diferencias: jamás se les ha descontado por ello ni se les ha impuesto unos servicios mínimos.
Dada la importante labor que realizan (administrar justicia) se les obliga a que sean, ante todo y sobre todo, independientes. La independencia supone resolver los asuntos con imparcialidad y, al mismo tiempo, impide cualquier intromisión o injerencia externa del tipo que sea. Esa independencia, en su doble vertiente, se requiere individualmente a cada juez y, colectivamente, a todo el poder judicial. La independencia es, o debe ser, su nota característica. El sector conservador de la carrera judicial se agrupa en la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), la cual reclama con ahínco por boca de su secretaria, hasta hace unos días su portavoz, independencia para la carrera judicial, pues bien, la APM tiene firmado un acuerdo nada menos que con una de las empresas más estafadoras de este país, especializada además, en contratar a delincuentes de cuello blanco: Telefónica. Telefónica les financia encuentros interterritoriales de jueces, el último en Córdoba, celebrado en septiembre del año pasado, al que asistieron varios vocales del CGPJ, magistrados de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo, bastantes jueces y, por supuesto, el propio presidente de la APM. ¿Qué ocurre con la ingente cantidad de procedimientos incoados en todos los juzgados de España, por estafas, reclamaciones, etc.? ¿Son independientes estos jueces para juzgar esos asuntos cuando con una mano escriben la sentencia y con la otra gozan de viajes, comidas y estancias pagadas? Y es que la imparcialidad no sólo hay que sentirla, es necesario, también, manifestarla y no sólo en las resoluciones para que no dé lugar a ningún atisbo de sospecha como ocurrió en cierta comida de despedida de un magistrado que acababa de ser nombrado vocal del actual Consejo General del Poder Judicial, en cuya mesa presidencial, se sentó a su derecha, por razones de protocolo, el presidente del Tribunal Superior y, a su izquierda, un directivo de un importante banco. ¿Qué agradecimiento se expresaba si no era miembro de la carrera judicial ni de su familia? ¿Qué se podía esperar ya de su actuación bastante bien remunerada en el Consejo?
Es el CGPJ el órgano que garantiza la independencia de los jueces al otorgarles amparo a los que se sientan inquietados o perturbados en el ejercicio de su función y ostentar competencias en lo que afecte a su estatuto personal como selección, nombramiento, destinos, ascensos, permisos, incompatibilidades, sanciones, inspecciones, etc. El actual ministro de justicia, Ruiz Gallardón, dando muestras de su furia legislativa, pretende arrebatarle competencias, cambiar el sistema de nombramiento de los vocales y obligar a la mayor parte de ellos a simultanear la judicatura con la vocalía. Al quitarle competencias al Consejo, justamente hace lo contrario de lo que debe hacer, pues si el Consejo es el órgano del poder judicial, todas las materias relacionadas directa o indirectamente con él debería adjudicárselas, incluida la gestión de los medios personales y materiales, para garantizar así una plena independencia y evitar reiteraciones burocráticas y presupuestarias. Es más: el ministerio de justicia debería desaparecer como tal y quedar reducido a una simple secretaría de estado, precedentes los ha habido en nuestro país. Sobre estos temas la APM, apartándose de la huelga, anuncia que iniciará un proceso de diálogo y de sensibilización de la opinión pública. Esperemos que no vuelva a utilizar el tema de los desahucios en provecho propio como hizo no hace mucho para sus reivindicaciones laborales, que es lo único que verdaderamente le importa.
Sigue diciendo la Constitución que los jueces pueden incurrir en responsabilidad. Sin embargo, con frecuencia se observan múltiples situaciones que han debido ser objeto, al menos, de sanción disciplinaria, como por ejemplo desatención o retraso reiterado e injustificado de la función judicial (muchos con anuencia de los servicios de inspección), ausencia injustificada del lugar de trabajo, abusar de la condición de juez para obtener trato favorable e injustificado, faltas de respeto (son muy escasas o nulas respecto de sus superiores, pero frecuentes respecto de sus compañeros y muy frecuentes con secretarios, fiscales, abogados y funcionarios de los juzgados), ejercer actividades compatibles con su profesión, pero sin autorización (un alto porcentaje ha impartido o imparte clases a opositores que se preparan para ser jueces, fiscales o secretarios, usando las mismas instalaciones judiciales y cobrando una cantidad que jamás declaran, pues es dinero B), etc. ¿Cuál es la razón de que no se les denuncie ni demande? La explicación es que quien juzga la causa civil o penal contra un juez es compañero y quien conoce del expediente disciplinario, también. Así viene establecido: las sanciones por faltas muy graves y graves las impone la comisión disciplinaria del CGPJ que está formada mayoritariamente por miembros de la carrera judicial, y las leves las salas de gobierno correspondientes, también compuestas por miembros de la carrera judicial y por un secretario judicial que actúa con voz pero sin voto.
Para acabar, unas palabras de Emilio Zola: “En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia”.